I
I
Lugar: Sunchales. Año: 1966 o 1967. Junio o julio. Lo seguro es que hacía frío, no un frío polar pero había que abrigarse con bufanda, saco o gabán. Recuerdo el escenario, las voces, el paisaje, los rostros de los personajes, incluso detalles mínimos, pero no tengo precisión con las fechas. Calculo que esto ocurrió un viernes a la noche o un sábado; lo seguro es que era un fin de semana porque entonces los bailes se celebraban para esos días. Yo tenía para entonces quince, dieciséis años, no mucho más. Un pibe que estaba en tercer o cuarto año del secundario y si bien no era el más tonto del pueblo, estaba muy lejos de ser el más despierto. Edad del pavo que le dicen. Entonces en Sunchales todos nos conocíamos, pero a los pibes se los designaba por la pertenencia paterna: el hijo del doctor, el hijo del intendente, el hijo del gerente, el hijo del ingeniero. Yo era el hijo del director de la escuela. Supongamos que son las doce de la noche. Minutos más, minutos menos. Yo estoy en el garage de la escuela con tres amigos. ¿Tarea? Empujar el auto de papá para sacarlo a la calle. En efecto, como lo están imaginando, le voy a "robar" el auto a mi padre para irnos con los amigos a un baile en Ataliva, un pueblo ubicado a quince, veinte kilómetros de Sunchales.
II
Un refrán mexicano reza: "Cuando te toca, te toca". Pues bien, esa noche me tocaba a mí. Me tocaba poner el auto. Otros fines de semanas, ellos habían cumplido; ahora era mi turno. Podría haber dicho que no, pero a esa edad uno no quiere admitir delante de los amigos que es un dominado por sus padres; o tal vez, a esa edad a uno le gusta arriesgarse, vivir la aventura como quien dice, destilar adrenalina haciendo algo prohibido que luego los amigos comentarán en el bar o en el club como una hazaña. Eso era importante. Que los amigos te ponderen. A los quince años uno necesita ser aceptado en el universo de los hombres. Por eso el cigarrillo, el naipe, el billar, las copas y de ser posible alguna aventura amorosa, real o imaginaria. La edad del pavo. El gusto, de hacer lo prohibido. Nada terrible. Travesuras de nenitos de papá.
III
Papá, por supuesto, no me iba a prestar el auto, así que de entrada descarté cualquier alternativa de diálogo porque sabía que por ese camino la mía era una causa perdida. Al auto me lo prestaban, y con todas las advertencias del mundo, un sábado a la tardecita para dar la vuelta al perro, no mucho más. O sea que yo sabía que la única posibilidad para disponer del auto era robárselo. Así de sencillo y así de arriesgado. Los viernes mis padres se iban a dormir relativamente temprano y yo sabía que la llave del auto, un Rambler color crema, la dejaba en una repisa del living. No recuerdo qué excusa di para irme a dormir después de cenar. Debo de haber dicho que me dolía la cabeza o algo por el estilo, pero lo cierto es que cuando advertí que papá y mamá se acostaban, salí por la ventana de mi dormitorio, peinado a la gomina, de impecable traje marrón y corbata finita como un fideo. En el patio de tierra de la escuela, donde estaba estacionado el auto, me esperaban mis tres amigos. En esta historia, Miguel juega un rol importante. En primer lugar, porque era el mayor: dieciocho años; y en segundo lugar, porque de los cuatro era el único que trabajaba, es decir, ayudaba a su padre en un taller dedicado a arreglar chapas de autos.
IV
Todo salió a pedir de boca. Empujamos el auto hasta la calle desierta, le di marcha casi en la esquina y enderezamos en dirección a Ataliva. Todo bien, pero, qué quieren que les diga, yo estaba nervioso. Si papá o mamá se llegaran a levantar se podría todo. Y en aquellos años, "se podría todo", incluía severas sanciones en las que no faltaría algún que otro mamporro. En realidad, no era el castigo físico el que me intimidaba, sino la sensación de que estaba cometiendo no un delito, pero sí una transgresión grave. Han pasado más de cincuenta años de lo que les cuento y esa sensación de saber que estoy al borde del vacío la tengo presente. Y todo para qué. Para hacerme el piola.
V
Calculo que a Ataliva debemos de haber llegado a la una de la mañana. El baile se celebraba en un club cerca de la plaza. Al auto lo estacioné en una calle lateral. A un baile de entonces iban no solo los vecinos del pueblo; también, los vecinos de otros pueblos. Lo cierto es que el salón estaba desbordado de gente. Autos, camionetas, volantas. Las mujeres, en las mesas acompañadas de sus padres; los muchachos, caminando alrededor de la pista dispuestos al cabezazo oportuno para salir a bailar. Dos de mis amigos tenían novias en Ataliva; y Miguel, el mayor de todos, se las arreglaba para encarar con desenvoltura. Pronto lo vi bailando con una piba que recién lo conocía, pero se reía divertida como si hubiera sido su amiga de toda la vida. Miguel era así. No podía entender cómo se las arreglaba para sacar a bailar a una chica y seducirla con su charla, sus chistes y sus habilidades como bailarín. En estos temas, Miguel era un maestro. "Si a una mujer la hacés reír, la mitad de la tarea para seducirla está hecha". Hoy por esa frase tendría un problema con el Inadi, pero en aquellos años esos riesgos no existían.
VI
Lo cierto es que dos de mis amigos estaban con sus novias; Miguel se movía por la pista con la calidad de Gary Grant, y el único que estaba lo que se dice en banda, era yo. Salí a bailar un par de veces con chicas que seguramente no se acordarán de mí, como yo no me acuerdo de ellas, pero el auto robado a mi padre estacionado en una calle de Ataliva me desvelaba. En algún momento no pude con mi ansiedad y salí del club para ver si estaba todo en orden. No sé por qué lo hice, porque entonces a nadie le robaban el auto, pero una intuición me empujó a mirar y lo que vi fue una catástrofe. El auto estaba en su lugar, pero el guardabarro trasero estaba chocado. Nada del otro mundo, un "abollón" chiquito, pero lo suficientemente visible como para que mi padre lo distinga y me achure. Regresé al club como un alma en pena. Lo peor había pasado. Miguel estaba en una de las barras tomando una ginebra con Coca. La expresión de mi rostro debe de haber sido trágica, porque me preguntó lo que me pasaba. A esa altura yo estaba dispuesto a escribir mi testamento, sin excluir la alternativa del suicidio. El auto chocado. ¿Qué le digo a mi viejo? Miguel me sacó del abismo. Me acompañó hasta el auto, vio el abollón y me dijo con ese tono que me sonaba a palabra de profeta: "No hay problemas; volvemos a Sunchales, vamos al taller y menos de una hora lo dejamos como nuevo". Bendito seas Miguel, vos y siete generaciones de descendientes. Buscamos a los amigos y retornamos a Sunchales. Soy bautizado, tomé la primera comunión con el cura Tacca, pero después no tengo memoria de haber rezado alguna vez en mi vida. Pues bien, esa madrugada creo haber rezado.
VII
Miguel estuvo brillante. Siempre lo fue. Se cambió el traje, se puso el mameluco y en una hora eterna, borró el "abollón". Mientras tanto nosotros nos dedicamos a limpiar el auto. Cuando regresamos a casa ya estaba clareando. Otra vez volvimos a empujar al auto y lo dejamos en su lugar. Los muchachos se fueron y yo entré a mi cuarto por la ventana. Papá y mamá dormían. Todo en orden. Respiré aliviado. Dejé la llave del auto en la repisa, colgué el traje en la percha y me fui a la cama. Creo que a los cinco minutos estaba durmiendo. A los adolescentes las culpas no nos duran mucho; y mucho menos nos hacen perder el sueño. Mamá me despertó pasado el mediodía para almorzar. Noté una expresión algo tensa, pero no le di importancia. Papá estaba en el living leyendo el diario. Lo saludé con un beso y allí fue cuando me dijo: "Qué raro; anoche me prometí lavar el auto a la mañana, pero para mi sorpresa vi que estaba hecho una pinturita. Pero lo más raro -y esta vez me miró como solo él sabía hacerlo cuando se avecinaba una tormenta en mi contra- es que ayer a la tardecita un abombado me abolló el guardabarro trasero del auto y ahora observo que el abollón no está más". El final no es necesario relatarlo. Nada trágico, pero ese sábado para mí no fue lo que se dice un sábado de gloria.