Por María Teresa Rearte
Por María Teresa Rearte
Transitamos el tiempo litúrgico de Adviento, que convoca para un renovado dinamismo espiritual. A detenernos, hacer silencio y cultivar la contemplación, para comprender que Dios entra en la historia y en nuestra vida. Que se comunica con nosotros.
La realidad cotidiana en la que estamos situados y la que nos rodea con su elevado grado de confrontación y conflictividad, de incertidumbre, nos muestra que dedicamos poco tiempo a Dios. Que incluso tenemos escaso tiempo para nosotros mismos. Y que en cambio estamos dedicados a "hacer". Con la vida volcada hacia afuera de nosotros mismos y hasta del hogar familiar, hacia los intereses del momento que monopolizan la atención. Pero carentes de interioridad e intimidad.
¿Acaso no se puede decir que los acontecimientos que sacuden el desenvolvimiento social y de las naciones "arrollan"? ¿Que no hay quienes siembran muerte y destrucción sin que se avizoren caminos de entendimiento y paz? ¿Que esas guerras se prolongan más allá de la larga y cruel pandemia que ha costado un elevado número de vidas humanas? ¿Que la pobreza y aún la miseria afligen a los pueblos, incluido el nuestro, sin que se alcance un desenvolvimiento responsable de la actividad política?
No obstante, en medio del acontecer de cada día uno debe esmerarse para percibir los gestos del amor de Dios por el hombre, en lugar del tronar de las batallas, o el avance armamentista sobre ciudades y personas, sin que asome el mínimo respeto por la vida y dignidad humanas. Ni se advierta previsión alguna en cuanto a la destrucción, muertes y riesgo de una contienda nuclear.
Adviento es tiempo de espera y esperanza, que convoca para escribir la página interior que concierne a nuestra vida. Es también motivo para comprender el sentido del tiempo y de la historia como tiempo e historia de salvación.
Jesús explicó con sencillez y claridad esta realidad por medio de parábolas. Por ejemplo cuando se refiere a los siervos que esperan el regreso de su señor. También en la parábola de las vírgenes que aguardan el retorno del esposo, etcétera. Por poco que reflexionemos podemos advertir que la vida del hombre es una permanente espera. De niño y adolescente se espera crecer. Cuando se es adulto se busca el amor, la felicidad y realización personal y en obras. También el éxito, las ganancias, y hay quienes ambicionan poder, dinero y placer de modo desmesurado. Ya de avanzada edad los seres humanos anhelan la tranquilidad y disfrutar del descanso de la ancianidad. Sin embargo los sorprende la enfermedad, el declinar de las fuerzas naturales y aún la soledad y el desamparo.
Al final se cae en la cuenta de que poco se ha esperado si sólo se ha contentado con la posición social, el éxito profesional o en los negocios, y otras satisfacciones parecidas. Incluidas las frivolidades de la vida que brillan en los escenarios mundanos.
Hay diferentes maneras de esperar. El Adviento cristiano invita a volver al corazón mismo de la fe, que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado que ha nacido en Belén. La esperanza sobrenatural del hombre que cree y espera en la vida eterna es inaccesible al desgaste de la vejez y la desilusión. Persiste no obstante el declinar de la juventud natural, de la enfermedad y la desesperación. San Pablo decía que "mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva día a día". (1 Co 4, 16).
El Papa Francisco sostenía en su alocución del 11 de diciembre último, correspondiente al III Domingo de Adviento, dirigiéndose a los fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro para el rezo del Angelus, que "Adviento es un tiempo en el que (…) aprendemos de nuevo quien es nuestro Señor. Un tiempo en el que salir de ciertos esquemas y prejuicios hacia Dios y los hermanos".
El evangelio de este III Domingo de Adviento es particularmente elocuente para mostrarnos que Juan se encuentra en la cárcel. Y no logra reconocer al Señor esperado. Asaltado por las dudas envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: "¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?" (Mt 11, 2)
"Juan, dice el Papa Francisco, definido por Jesús como el mayor entre los nacidos de mujer" (Cf Mt 11, 11), nos enseña a no encerrar a Dios en nuestros esquemas. A salir del encierro y los errores del propio pensamiento. Y sobre todo del egoísmo.
El Pontífice también dice que "el Adviento es un tiempo de inversión de perspectivas, un tiempo en el que podemos dejarnos sorprender por la grandeza de la misericordia de Dios".
Para precisar el carácter teologal de la esperanza hay que situarla entre las virtudes teologales de la fe y la caridad. Está enraizada en la fe porque sólo se espera si se sabe que el fin no es ilusorio. En lo referido a la caridad, ésta es el amor perfecto y desinteresado a Dios por Él mismo. La esperanza es un amor menos perfecto dirigido a Dios por amor a nosotros mismos, amor de deseo. Esperamos en Dios poseído a través del misterio. Y como en un espejo. Por lo que se puede apreciar la necesidad de la oración humilde y confiada en este tiempo de Adviento, que lo es también de esperanza.
Quiero terminar con una figura literaria aportada por Charles Péguy (1873-1914), pensador y poeta francés, católico converso (1907). El que así decía: "La esperanza es una niña pequeña que tira de sus hermanas mayores: la fe y la caridad". Destacaba así el rol de la esperanza, que si faltara tendría un efecto paralizante sobre el conjunto de las tres.
"Adviento es un tiempo en el que podemos dejarnos sorprender por la grandeza de la misericordia de Dios". Papa Francisco