Jurídicamente al señor Alberto Fernández le corresponde la presunción de inocencia, pero socialmente la presunción que parece imponerse es la de culpable. Culpable de haber golpeado a su mujer. Y, como rasgo morboso, la sospecha de que los golpes fueron propiciados por quien ejercía la presidencia de la nación, a lo que sumamos como un toque de distinción, que la residencia de Olivos fue algo así como el ring donde el presidente lucía sus habilidades pugilísticas contra su mujer. Todos los sabores de lo truculento están presentes en este culebrón bizarro y peronista: un presidente golpeador de mujeres, un presidente golpeador de borrachos, un presidente que encierra a su mujer en la casa de huéspedes de la residencia, un presidente que transforma a su despacho en algo parecidos al "bulín de la calle Ayacucho", el espacio íntimo donde filma diálogos amorosos que hubieron hecho las delicias de Choderlos de Laclos y sus "Relaciones peligrosas". Y la mayoría de estas chulerías perpetradas durante la pandemia, temporada donde Fernández amenazaba con sanciones a quienes osaran desobedecer las estrictas disposiciones de la ponderada cuarentena más larga del mundo. Como broche de oro, estas hazañas de macho latino las perpetra un señor que se autoponderó durante años como el paladín de los derechos de las mujeres, virtudes que coronaba con una sentencia a modo de aforismo: "Conmigo se terminó el tiempo de los avivados". Menos mal.
Un recurso clásico de las novelas policiales es el de iniciar la investigación de un delito concreto y en el camino descubrir un delito mayor. Más o menos esto fue lo que ocurrió con el escándalo que nos tocó presenciar a los argentinos. Fernández debía en algún momento dar respuestas acerca de los negociados que su secretaria privada y su esposo hacían en materia de seguros. Como se sabe, las autoridades judiciales acceden al celular de la secretaria y allí, "de casualidad" toman conocimiento de los mensajes confidenciales entre la secretaria y la mujer del presidente, mensajes en los que la primera dama se queja del maltrato que le da el hombre de sus sueños. Por supuesto, la investigación acerca de los negociados en materia de seguros continuará, pero ahora la atención pública se concentra en el escándalo del presidente golpeador. Digno broche de oro de una gestión calamitosa. No alcanzaba con los índices inflacionarios escandalosos, con la pobreza e indigencia, con los estropicios económicos que nos dejaron al borde del abismo, ahora era necesario sumar la desmesura de un presidente golpeador. ¿Hay algún antecedente en la historia argentina? Diría que ninguno. Diría que nuestros presidentes pueden haber tenido los más diversos defectos, pero ninguno se dio el lujo de dar ese paso. No eran santos, muchos de ellos no se distinguieron por ser maridos fieles, pero nunca se supo que alguien le levantara la mano a su mujer. Juan Manuel de Rosas habrá sido un tirano, pero amaba y respetaba a Encarnación Ezcurra. Más allá de nuestras fronteras, el único político que en térmimos de promiscuidad se acerca a nuestro valor local puede ser Donald Trump, acusado de abusos sexuales, acosos e incluso violaciones. Digamos que Alberto Fernández en lo suyo es exclusivo; no hay quien le haga sombra.
A estas peripecias truculentas la opinión pública las sigue con esa curiosidad a veces salpicada con toques morbosos, pero en todos los casos sin disimular la indignación que provoca que la máxima autoridad política de la nación pudo haber sido el autor de actos repugnantes. ¿Cómo nos pudo pasar esto?, me preguntaba un señor en el bar? ¿Cómo pudo llegar a la presidencia de la nación semejante canalla?, dice su amigo. Mi respuesta es sencilla: porque millones de argentinos lo votaron; y lo votaron sabiendo la calaña moral del personaje. Juan Grabois lo expresó con su habitual descaro: "Alberto es un canalla, pero yo lo volvería a votar". Confesiones de invierno. Un clásico mandamiento populista criollo: "Es un canalla pero lo volvería a votar". Mayra Mendoza, actual intendente de Quilmes, aporta lo suyo: "Alberto es un farsante, traicionó a Cristina". Digamos, un clásico enemigo del pueblo. No sé si vale la pena incursionar en el lodazal en el que retozaron, alegres y vivarachos, Alberto y Cristina. Lo que me consta es que Alberto fue presidente de la nación porque así lo dispuso la Señora. Mayra Mendoza habla de traición. Es su punto de vista. Yo le preguntaría con cierta cautela: ¿La pésima gestión de Alberto, eliminado del poder real un año antes de concluir su mandato, es consecuencia de haber traicionado a Cristina o, por el contrario, de no haberse animado a "traicionarla", es decir, hacer con ella lo mismo que hizo Néstor con Duhalde? Vaya uno a saberlo. Tía Cata suspira y exclama: "Pobre Argentina: tan lejos de Dios y tan cerca de los peronistas".
Insisto en que sin el apoyo de Cristina, Alberto jamás hubiera sido presidente. Ella le otorga el bastón de mariscal. Lo conoce desde hace más de veinte años. Sabe que es un farsante, un tramposo, un oportunista, un felón. Lo sabe. Y tengo motivos para sospechar que el conocimiento de las "virtudes" morales de su candidato, más que un impedimento fueron una de las razones fuertes para promocionarlo. Cristina nos obsequió a los argentinos un presidente amoral y pérfido; un presidente cuya palabra no vale nada y, además, él está secretamente orgulloso de que así sea. Cristina en estos temas ha demostrado ser infalible: primero nos honró designando como vicepresidente a Amado Boudou. Albricias. Siete años después nos agasaja con Alberto Fernández. Pero la señora Mayra Mendoza reitera que Cristina fue engañada. Supuestamente, ella no tiene nada que ver con el desastre de la gestión que se inició en 2019 y concluyó en 2023. La culpa siempre la tienen los otros. Alberto, Macri, Milei, mi tío Colacho. De ese pantano, de esa ciénaga que el kirchnerismo se esmeró en cultivar, Cristina se propone salir pura e inmaculada como una virgen.
El primer beneficiado por esta calamidad es el actual presidente Javier Milei. El propósito de votarlo a él porque hasta el candidato más excéntrico era preferible a la continuidad del peronismo a través de Massa. En el camino, Milei y sus seguidores aprovechan para sacar todas las ventajas posibles. Sus argumentos conservadores y reaccionarios en materia cultural adquieren ahora una inesperada justificación: el feminismo, los derechos humanos, la solidaridad con los pobres no serían más que burdas mentiras, pretextos tramposos, gastadas coartadas morales. Milei y sus seguidores se escandalizan porque una mujer es golpeada, pero mientras tanto aprovechan las circunstancias para desmontar todas aquellas instituciones que precisamente se levantaron para proteger a la mujer del azote de hombres que solo son guapos para golpear a mujeres. El kirchnerismo no solo que no cumplió con sus promesas, sino que desde su máxima conducción hizo lo posible y lo imposible para que Milei fuera considerado por una mayoría de argentinos el presidente posible y deseado. Nadie hizo tanto como el peronismo, nadie se esmeró tanto, nadie preparó las condiciones más propicias para que Milei llegara al poder. Estos últimos capítulos inmundos, infames, canallescos, constituyen un aporte más que el peronismo brinda a la causa de La Libertad Avanza. Yo no sé si Milei y es una bendición o una desgracia para los argentinos, pero lo que los hechos históricos parecen empeñarse en confirmar es que con calamidades como las que perpetró el peronismo, nos permite decir, en algunos con alegría, en otros con un áspero sabor en la boca, que nos merecemos a Milei.
A estas peripecias truculentas la opinión pública las sigue con esa curiosidad a veces salpicada con toques morbosos, pero en todos los casos sin disimular la indignación que provoca que la máxima autoridad política de la nación pudo haber sido el autor de actos repugnantes.
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