Basílica de la Natividad en Belén. Foto: UNESCO
Por María del Carmen Caputto
Basílica de la Natividad en Belén. Foto: UNESCO
MARÍA DEL CARMEN CAPUTTO
Belén de Judea es un pueblo trazado a la manera de un laberinto en la montaña, disperso como un pesebre de parroquia. Sólo un pueblo de pastores en lo alto, entre cañadones profundos y la inmensidad de espacios bíblicos.
Un territorio de pastores que venden sus ovejas a precio de mercado, en un espacio sagrado. Ahí nació Emmanuel, “Dios con nosotros”.
Estoy en el pueblo elegido, mirando pasar a las mujeres palestinas envueltas en sus mantos blancos, como María, la Virgen. Me siento próxima a la escena del establo, me ilusiona el anuncio del Nacimiento, deseo ver al Niño envuelto en pañales rústicos acostado en su improvisada cuna.
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Miro el perfil de esos rostros que pasan por la explanada de la Basílica, y ellos me observan con presumida desconfianza, mientras sopla la brisa del desierto. Observo sus dedos ásperos surcados por la labranza.
Subiendo una cuesta, doblando a la izquierda, escondido en una intimidad complaciente, está el mercado. Parece una acrópolis griega, me digo. El mercado tiene una ubicación privilegiada, pero el espacio es caótico. Los carneros degollados se exponen como manjares palaciegos con sus ojos abiertos, chorreando sangre espesa; los patos y las gallinas molestan con sus aleteos; los repollos se desparraman por el suelo como flores de delicada jardinería. También está el puesto de hierbas y talismanes para curar males pestilentes, el burro cargado de heno, y el sol iluminando naranjas y limones como en una pintura barroca.
La sangre de los carneros degollados salpica los senderos naturales del espacio. La gente se apretuja en los límites del bazar persa y los olores a carne fresca se entremezclan con las fragancias de las especies y el aroma del perejil que se presenta con la solemnidad de las orquídeas.
Mi sensación de irrealidad crece, desconfío del tiempo, traspongo un instante a otro instante y a otra escena. Un hombre pasa con su mula; creo que escapa de Herodes. Simultaneidad de tiempos, pisadas de babuchas tornasoladas deslizándose entre el barro y los excrementos.
En el mercado se escucha un griterío; son voces humanas indescifrables. Un hombre como otros, con su cabeza envuelta en su keffieh, el manto a cuadros que es reminiscencia de la cercanía del desierto palestino, desahoga su nostalgia en la somnolencia de una pipa de kifi y dibuja nubes de vapor en la atmósfera. Otros dos hombres apuestan su destino frente a un tablero de backgammon. Están inmóviles, impasibles, impertérritos, suspendidos en una noción del tiempo diferente de la mía. Se escuchan los martillos de una fragua, los silbidos que anuncian el paso de las ovejas y luego sus bramidos, los cuchillos preparándose para el degüello. Así crece el alboroto, en este lugar a medias real y a medias imaginado.
El pastelero se ha ubicado en un rincón y ofrece baklava, un manjar de almíbar que flota sobre una base de latón de un metro de circunferencia, tan grande como la improvisada bandeja. Lo ha traído sobre su cabeza. De inmediato, una mujer pidió una porción y el almíbar le moja las manos, chorrea a través de sus dedos rollizos y mancha su túnica beduina bordada con lanas de cabra teñidas de colores en la soledad del desierto.
Mercado en Belén. Foto: Archivo El Litoral
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En el lugar donde nació el Niño, los primeros cristianos griegos, en el año 399 d.C., hicieron construir una iglesia. Dicen que existe la roca donde estaba el pesebre, pero cuesta varios dólares verla. Sobre el frente de esa iglesia ortodoxa, que llaman Basílica de la Natividad, hay una gran explanada presidida por una estrella de luces de colores, en memoria de la que anunció desde Oriente la bienaventuranza del Nacimiento. Sobre ese espacio abierto pasan en procesión mística los monjes bizantinos, vestidos en sus hábitos negros, acariciando sus barbas, como sabios doctores del templo. La comitiva de una excursión turística mira curiosa y ordenada.
Cuando los Reyes Magos venidos de Oriente llegaron al establo con sus regalos de oro, incienso y mirra para el recién nacido, se les unieron los pastores que dormían a cielo abierto vigilando sus rebaños. Tal vez por eso, no pude evocar la escena en la soledad del templo oscuro. Sentí la opresión del silencio.
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Frente a la Basílica, apostados en la terraza de una comisaría, los soldados israelíes controlan. En el pueblo hay una atmósfera de incontenida desconfianza. En cada mirada, un interrogatorio; en cada gesto, un enigma. Los chicos son los únicos que ríen al paso de esa Babel infinita de pelos, bocas, ojos y cámaras. Se ríen de la desnudez de las piernas y de los turistas.
En la calle, como en un balcón de piedra que mira hacia los montes de Judea, veo un pueblo imperturbable en su estridencia, un vergel entre montes áridos y una inmensidad sin manantiales que añora el rumor del agua.
Un ómnibus árabe me lleva por medio shékel de regreso a Jerusalén. Partimos al caer la tarde. Hoy, recuerdo el canto del muecín anunciando el ocaso desde el minarete de la mezquita y el sonido nítido del campanario de la Basílica llamando a la oración. Recuerdo el extraño reposo en que parecía entrar ese pueblo de Judea, donde nació en 1040 a.C. y fue coronado el venerado rey David de los judíos: Belén, el pueblo elegido por Dios para nacer hombre entre pastores. Siento una emoción impropia al evocar el anuncio de la gran Alegría, mientras escucho el registro dulce y monocorde del muecín repetir tres veces un versículo del Corán: “Yo alabo la perfección divina y eterna. La perfección de Dios, el Deseado, el Existente, el Único, el Supremo”.
Miro por última vez la estrella de la Anunciación armada con bujías Philips de colores, pero está apagada.
Procesión popular en la explanada del templo. Foto: Archivo El Litoral