- El problema entre nosotros no fue solamente un desfasaje en la edad (le comenta a su hermana mientras se cepilla el largo cabello iluminado con matices rubios), sino la desilusión que te queda adentro. La amargura al percibir esos gestos narcisistas donde es importante fortalecer el ego sin medir las consecuencias, sin reparar en el daño que se le hace al otro. Es difícil no anidar cierto rencor…
- No te pongas tan trascendental (la mujer, que es una réplica de la anterior pero con pelo oscuro y corto, y quizás un poco más delgada o atlética, le da una palmadita en el hombro), la cuestión central es que él tenía 23 y vos 50. Es obvio que después de la pasión de los primeros tiempos, las necesidades y los intereses de cada uno iban a definir el rumbo. Hay una desigualdad evidente porque él debe vivir experiencias que vos ya transitaste y además seguramente quiere alternar con chicas. Es normal.
Viendo los signos de disgusto asomando en el rostro suave que tiene enfrente, le pasa un mate amargo y prosigue con naturalidad.
- No me malinterpretes… sos hermosa. Más que cuando éramos unas adolescentes alocadas y hacíamos rezongar a los viejos con nuestras escapadas nocturnas (se ríe ante el recuerdo vago que acaba de deslizarse por su mente). La madurez pulió tu belleza y te aportó seguridad. Todos los tipos que conozco están locos por vos. Fijate que conmigo no pasa. Bueno… es cierto que tal vez se note mucho que el sexo opuesto no me mueve una célula. Sin embargo, desde las épocas remotas de la niñez (pronuncia irónicamente la gemela), cuando recién empezábamos a descubrir aquello que nos gustaba, los varones se sentían más atraídos por tu sonrisita de nena buena que por mis aires aventureros. Lo llamativo es que tenés un imán tremendo con los muy jóvenes y eso te juega en contra. Terminas como ahora… sufriendo.
Ella hace una mueca de supuesto fastidio y le saca la lengua, mientras arma un rodete sobre su nuca y va hacia el armario para elegir una blusa. La habitación es amplia, con grandes ventanas donde las cortinas color maíz están sujetas por un lazo acordonado y permiten que el sol penetre desbordando su tibieza de otoño. En la cama, los almohadones amarillo pálido están a tono con el acolchado y refugian el sueño de Malva, una gata callejera que encontró amparo en ese hogar donde lo femenino, reina.
Prefiere guardar silencio. Su mano se pasea agradablemente sobre las telas colgadas en el mueble. Simula reparar en texturas y matices, cuando en realidad sus pensamientos se escurren en los resquicios de la memoria, evocando los primeros mensajes románticos con ese muchacho, la conexión que hubo entre ellos, los encuentros con sabor a viento fresco y fruta dulce. Un leve desencanto interrumpe el recorrido de sus reflexiones. El cambio radical de sus actitudes la sorprendió. Entregó sus emociones con esa honestidad que a veces se reprocha y él renegó de su sentir y la despojó de valor. Eso resultaba miserable.
- "Me molesta mucho el desamor con qué se vive hoy". Exclama abruptamente, mientras una lágrima abre las compuertas de sus ojos ámbar y el abrazo las aferra un poco más.
- "Vas a estar bien". Susurra la otra, intentado esquivar la tristeza que le pulsa la garganta. Después la despega de su cuerpo, la agita suavemente y finge hacer unos pases mágicos como en los juegos de la infancia. Le despolva el resentimiento y las energías nefastas. La hace girar hacia un lado. Luego hacia el otro. Pronuncia una fórmula sanadora en un dialecto ignoto. Ensaya un guiño y chasquea las yemas de los dedos.
El espejo adherido a la pared refleja los movimientos exagerados y los mohines graciosos de sus caras idénticas. También, el mate caído, la yerba desparramada en la alfombra oscura y el termo metálico sobre la cómoda de madera situada a un costado, junto a fotografías y adornos felinos de porcelana china muy antiguos, herencia de la abuela paterna.
La claridad se va tornando difusa. Tras el vidrio, la tarde anuncia su retirada sobre la arboleda lejana, que combina verdes y sepias, con el perfil del cerro Motoco. Las luces de la casa se encienden. Las figuras se desplazan acomodando el desorden y retomando la cadencia cotidiana de los atardeceres cordilleranos.
Ambas abandonan el dormitorio con una templanza cómplice floreciendo entre sus labios. Una decide alimentar la estufa con los leños apilados prolijamente en la galería, la otra se dirige a la cocina para preparar un postre. "A veces algo rico alivia las penas del alma" murmura para sí y saca de la alacena dulce de leche y una lata con chocolates. "Algo rico, y una copita de licor".
¿Cómo será la vida sin mí cuando muera?
Por Graciela Ribles
Mi nombre es Ana, con Sofía, somos inseparables desde la infancia.
Hace unos días mientras caminábamos por el parque, Sofía me hizo una pregunta que me dejó sin palabras:
- Ana… ¿cómo será la vida sin mí cuando muera?
No supe qué responderle. Solo pude abrazarla y le aseguré que eso no iba a pasar pronto. La pregunta quedó rondando en mi cabeza y me hizo pensar en la muerte de una manera que nunca antes había hecho.
Un par de días después volvimos a encontrarnos en el parque. Sofía me habló de nuevo sobre la muerte, esta vez fue diferente. Tuvo un sueño extraño en el que se encontraba atrapada en una puerta giratoria como las que hay en los hoteles y no podía salir.
- Esa puerta representa la muerte (dijo).
Pensé en lo que me había contado y encontré una idea diferente para la interpretación de ese sueño.
- Sofía, tal vez esa puerta no sea la muerte, sino la puerta que nos mantiene atrapadas en el mismo lugar, sin avanzar, ni cambiar.
Ella me miró con asombro y me preguntó a qué me refería.
- La vida es como un llavero, si lo usamos correctamente podemos abrir puertas y descubrir cosas nuevas. Pero si nos aferramos a una sola llave nos quedamos atrapadas en un mismo lugar (le dije).
Sofía sonrió y me abrazó.
- Tenés razón, la vida es un llavero y nosotras somos las que decidimos cómo usarlo.
La tarde se desdibujó, el paisaje se vio envuelto por una espesa niebla, no podía ver a Sofía pero la sentía, escuché su voz llamándome.
- Ana… ¿dónde estamos?
No supe qué responderle. Cuando la niebla se disipó, la pradera cubierta de lápidas me reveló dónde estábamos. En ese instante las imágenes del accidente volvieron con claridad.
El conductor alcoholizado que pasó el semáforo en rojo, nosotras cruzando la avenida por la senda peatonal, el golpe, la oscuridad. Cerca de nosotras, una mujer con ojos ahogados, mira hacia la nada.
¿Cómo será la vida sin mí cuando muera? Había preguntado Sofía.
Frente a ella la respuesta. Con absurda melancolía intentamos abrazarla, pero nuestra esencia espiritual la atraviesa. Mamá siente la brisa helada, sube el cuello de la campera y camina hacia la salida del cementerio.