Hace unos días, resurgió en nuestro país el debate sobre un tema tan fundamental como los alimentos. Esto ocurrió después de que diversos medios de comunicación y, posteriormente, la justicia, revelaran la existencia de casi seis millones de kilos de comida vencida o próxima a vencer, almacenada en dos depósitos gestionados por el Ministerio de Capital Humano del Gobierno Nacional.
No es intención de esta nota la de ingresar en el terreno de las responsabilidades políticas y judiciales concretas -aunque las hay y habrán de responder por ellas quienes corresponda-, sino poner el foco en una cuestión más amplia: la del derecho a la alimentación y la (des)atención de los gobiernos a la cuestión del hambre.
Existe una parte de la población para la cual el acceso para alimentos no es, al menos hoy, un problema. Esto podría valorarse casi como un privilegio si consideramos que, de acuerdo al último informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA para el primer trimestre de 2024, más de la mitad de la población argentina es pobre: un rápido 55,5% al que se llegó desde el ya elevado 44,7% medido en el tercer trimestre de 2023. La inflación y el impacto en el precio de los alimentos se identifican como las principales causas de este aumento, que refleja a unas 25 millones de personas que no llegan hoy en nuestro país a cubrir los gastos de la canasta básica total (que además de la alimentación, contempla salud, educación, vivienda y transporte) y unos 8 millones en situación de indigencia, que no alcanzan a cubrir siquiera la canasta alimentaria.
Es a simple vista claro que estamos en una situación muy grave, que requiere de serios esfuerzos para revertirla cuanto antes. Pero existen también otros múltiples aspectos a los que debemos -desde la sociedad y desde los gobiernos- mirar y atender con urgencia, para que cada persona tenga la posibilidad de contar cada día en su mesa con alimentos de calidad, y evitar males mayores.
Agricultura familiar y soberanía alimentaria en emergencia
Conceptos como soberanía alimentaria y seguridad alimentaria pueden entenderse, desde un marco más amplio, como alusivos al derecho de los pueblos a una alimentación saludable y nutritiva, generada de forma respetable con el ambiente, priorizando las necesidades de quienes producen, distribuyen y consumen, por encima de los grandes intereses y especulaciones del mercado. Para alcanzar una soberanía alimentaria, son necesarios cambios significativos en el sistema agroalimentario.
La mayor parte de los alimentos que llegan a las ciudades provienen del trabajo de productores familiares, que hoy están en peligro de extinción. La decisión del actual presidente de cerrar el Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena -INAFCI- no hace sino agravar esta situación, dejando a este sector aún más desprotegido y sin políticas públicas que aborden las distintas causas de su progresiva desaparición.
La concentración de la tierra, de la producción y la comercialización (esto es, pocas personas que acaparan mucho, con capacidad para definir precios abusivos para su propio y único beneficio); la falta de apoyo técnico y financiero; insumos dolarizados y otros gastos, como los de transporte, que se vuelven impagables; y políticas y regulaciones pensadas principalmente para los agronegocios y la exportación, son algunos de los factores que socavan la existencia los pequeños agricultores. Adicionalmente, la ausencia o deficiencia en servicios e infraestructuras que caracteriza a la ruralidad en nuestro país, también dificultan la vida y la sostenibilidad económico-productiva de las unidades familiares.
Sólo el Estado puede atender la urgencia alimentaria
Esta disminución de familias agricultoras en el campo está anunciando, en un mediano plazo, la dificultad de garantizar alimentos suficientes para abastecer a la población. Sin embargo, mientras este proceso ya está en marcha, este sector clave y estratégico para el país y la sociedad, continúa siendo ignorado o perjudicado por las políticas públicas. Esto tiene que cambiar.
Lo mencionado hasta aquí no se trata de la mera opinión de quien suscribe. Distintos actores y organismos internacionales, la FAO entre ellos, advierten sobre crisis alimentarias a acentuarse tanto en países ricos como pobres. Destacan además la urgencia de planificar la seguridad alimentaria y de fortalecer a la agricultura familiar.
Entender la alimentación como un derecho, pone al Estado en el rol de principal garante del mismo. Resulta fundamental que los gobiernos sean capaces de superar miradas fragmentarias, asistencialistas o de emergencia, para impulsar verdaderas políticas alimentarias desde un enfoque de derechos y alentar sistemas alimentarios más justos, que vayan acompañados de procesos regenerativos y sostenibles para garantizar una alimentación adecuada a las actuales generaciones y también a las futuras.
Los últimos años han demostrado que el mundo y quienes lo dirigen no nos garantizan en el siglo XXI una humanidad libre de epidemias, ni de guerras, ni de catástrofes ambientales. Es necesaria una verdadera decisión colectiva para impulsar sin más espera, un plan urgente y concreto que permitan a toda la población garantizarse a sí misma una alimentación adecuada y de calidad. No esperemos que sea demasiado tarde.
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