Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
I
Supongo que después de veinticinco años de perpetrado el atentado terrorista contra la AMIA, más que recordar una fecha, un aniversario, lo que se impone es protestar, poner el grito en el cielo, porque no otra actitud corresponde después de un cuarto de siglo de impunidad con el crimen más alevoso de nuestra historia y uno de los operativos terroristas más sanguinarios del mundo. A esta altura del partido no tiene demasiado sentido hablar del terrorismo islámico, porque de esa plaga ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir y, además, hay un límite para condenar a quienes no hicieron otra cosa que cumplir con sus amenazas. Me explico. Lo que corresponde no es lamentarse tanto por la catadura moral de los asesinos y, por el contrario, corresponde que el Estado nacional haga lo que debe, es decir, descubrir y condenar a los asesinos. El problema, la tragedia política del caso AMIA, no es entonces la maldad de los fanáticos musulmanes, sino la impunidad, es decir la incapacidad, la impotencia, cuando no la complicidad de las autoridades públicas para dar con los culpables. Ante tanto silencio algunas aclaraciones se imponen. Los crímenes pueden ser más o menos perfectos y las autoridades puede que a veces no logren descubrirlos. En estos casos habría inercia, ineficiencia, pero no complicidad. Y en este punto es en el que hay que señalar la diferencia: la impunidad no es ineficiencia, es complicidad con los criminales. Complicidad del poder público con los criminales. No se trata de incapacidad para no descubrirlos, sino de voluntad, deseo de no descubrirlos. No hay impunidad sin esa voluntad, sin ese deseo del poder. Y lamentablemente con el atentado de la AMIA -y podemos sumar el atentado contra la Embajada de Israel- lo que hay es impunidad del Estado. ¿Macri es entonces responsable? No exactamente. Digo el Estado, no el gobierno, aunque en el caso del gobierno de Menem y del gobierno de Cristina, tengo mis dudas, mis serias dudas, porque no otra sensación provoca, por ejemplo, que el gobierno de Cristina haya firmado ese acuerdo “pampa” con la teocracia islámica de Irán.
II
Algunas otras consideraciones son necesarias a la hora de reflexionar sobre la tragedia de la AMIA. El atentado terrorista fue contra la Argentina. ¿Está claro? Fue un operativo criminal desarrollado en nuestro territorio, avasallando nuestra soberanía y asesinando a argentinos. Con ese operativo la teocracia de Irán nos declaró la guerra, salvo que alguien crea que en realidad la masacre no fue dirigida contra los argentinos sino contra los judíos. Y no lo digo en broma. Hay muchos ignorantes, muchos imbéciles y muchos canallas que suponen que fue un ataque contra Israel y que los responsables de esto somos los argentinos por cobijar en nuestro territorio a los judíos. Es más: vuelta a vuelta renace la hipótesis de que en realidad a la Embajada de Israel y a la AMIA las demolieron los propios judíos para victimizarse. No es joda. No son pocos los que lo dicen y, además, lo creen. Sin ir más lejos, cuando se niega que la teocracia iraní es la responsable de los sucedido en la AMIA, y que el Mossad estuvo detrás de todo, incluso “inventando” un auto para justificar el presunto atentado suicida, dejan abierto con unos sugestivos puntos suspensivos la hipótesis de que fue un autoatentado.
III
A no llamarse a engaño. El atentado terrorista fue una agresión a la Argentina en primer lugar, y en segundo lugar fue un ataque a la comunidad judía impulsado por esa atroz pasión de judeofobia que encharcó de sangre al siglo veinte y se propone continuar con su letanía en el siglo XXI. Aclare Rogelio que no entiendo: ¿fue contra los argentinos o contra los judíos? Contra ambos, porque de los judíos de los que estamos hablando son argentinos, la AMIA es una mutual que desarrolló su actividad en la Argentina, en el país cuyo prólogo de la Constitución Nacional declara -para nuestro orgullo- que está abierto a todos los hombres del mundo de buena voluntad. El joven, la mujer, el anciano, asesinados aquel siniestro 18 de julio de 1994 eran argentinos y judíos. ¿Cuesta tanto entenderlo? ¿Cuesta tanto caminar y masticar Chiclets? Si hubiera sido un ataque a la Sociedad Italiana o a la Sociedad Española o a la Sociedad japonesa no costaría tanto entenderlo. Pero con los judíos hay que admitir que todo es más complicado porque la judeofobia es una pasión exclusiva, uno de los atributos trágicos provenientes del fondo de la historia, que se proyecta hasta el presente con su carga de sangre, odio y extermino y cuya manifestación delirante y criminal se expresó en el Holocausto y persiste a través de sus históricas modalidades: a los judíos se los persigue por ser una raza detestable, por practicar una religión criminal o por haberse atrevido a construir un Estado propio.
IV
Ochenta y cinco muertos hubo en el atentado de 1994. Veinte personas murieron dos años antes, cuando dinamitaron la Embajada de Israel en pleno centro porteño. Los muertos son argentinos: algunos, judíos; algunos, cristianos; algunos, tal vez agnósticos, pero todos muertos por la misma mano. A esta lista macabra hay que sumarle ahora el nombre del fiscal Alberto Nisman. En realidad, ya lo han sumado. Nisman es el muerto ochenta y seis de la AMIA. Y en esta decisión no hay un punto de exageración. Hay que decirlo y repetirlo: Nisman no se suicidó, no fue víctima de un súbito e inesperado ataque depresivo: fue asesinado, y ese crimen sigue impune, una impunidad que se sostiene porque en su momento ha contado con la complicidad abierta, descarada, del gobierno kirchnerista y sus principales voceros, todos empecinados en presentar un asesinato como suicidio. ¿Es que acaso no lo fue? No, no lo fue. El viernes presenta la denuncia contra el gobierno nacional por haber entregado la soberanía nacional a la teocracia de Irán y el domingo, “casualmente”, se suicida víctima de un ataque depresivo y de culpa, justamente un señor a quien jamás en su vida se le conocieron estados depresivos, ni tampoco nadie lo vio arrastrando sentimientos de culpa por la calle. Digámoslo una vez más: lo asesinaron. Y lo peor de todo, es que en ese asesinato están comprometidas estructuras del Estado nacional. ¿El kirchnerismo es cómplice? Lo es, en tanto sostiene contra viento y marea la hipótesis del suicidio o, para ser más precisos, la coartada del suicidio, suponiendo que somos idiotas y que podemos tragarnos semejante embuste.
V
En estos días murió con noventa y dos años el escritor italiano -siciliano habría que decir- Andrea Camilleri, el creador, el padre, del comisario Montalbano, un apellido que rinde un homenaje a ese otro escritor de novelas policiales que fue Manuel Vázquez Montalbán. Soy sincero: no pertenezco a la tribu de incondicionales de Camilleri, pero admito que sus novelas me interesaban y que su lectura me propició momentos de felicidad que es lo que se le debe exigir a todo escritor. Camilleri empezó a publicar de grande. Tenía 69 años cuando nos enteramos que existían el comisario Salvo Montalbano y sus entrañables colaboradores: Fazio, Galluzzo, Catarella, por señalar a los más destacados. El escenario: una imaginaria pero real Vigata, en el corazón de Sicilia. Las tramas giran alrededor de los temas de siempre: el amor, la muerte, el dinero, la locura, el poder. Pero ambientado en Sicilia, con sus aristócratas decadentes, sus mafiosos implacables y populares, sus amantes despechados, sus mujeres fatales, sus políticos chapuceros y corruptos, sus periodistas sensacionalistas. Y su cocina. Montalbano es un amante de la buena mesa y de la cocina siciliana en particular. Es también un comisario recto, duro con los poderosos, comprensivo con los más débiles y decidido en todas las circunstancias a aplicar la ley, una ley que para él es la que está escrita, pero también la que no está escrita, la que nace del humanismo, de las tradiciones, de las relaciones comprensivas entre los hombres. Salvo tiene una novia a distancia con la que se aman y se pelean periódicamente. Y sus arrebatos de malhumor más que un defecto son un atributo siciliano. Gracias Camilleri.