El 18 de julio de 1994, diez minutos antes de las diez de la mañana, una bomba estalló en el local de la AMIA, ubicado en calle Pasteur 633. La explosión dejó el edificio en ruinas y provocó destrozos en seis manzanas a la redonda. Como consecuencia, murieron 85 personas y hubo alrededor de 300 heridos. En ese momento hacía un mes y medio que en la ciudad de Santa Fe sesionaba la convención reformadora de la Constitución Nacional, por lo que todo el poder político estaba reunido en nuestra ciudad. Esa misma tarde se realizó un acto público de condena en las puertas de la Escuela Bialik de 4 de Enero. Allí hablaron Raúl Alfonsín, Antonio Cafiero, Graciela Fernández Meijide y el titular de la DAIA local. Recuerdo una de las últimas frases de Alfonsín: "En situaciones como estas, todos somos judíos".
Por entonces, el presidente de la Nación era Carlos Menem, y el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Saúl Bouer. El titular de la Policía Federal, era Jorge Passero. Y Pedro Klodzyck -el mismo que más adelante sería interpelado por el asesinato de José Luis Cabezas- era el jefe de "la Bonaerense". A su vez, Alberto Piotti se desempeñaba como secretario de Seguridad de la provincia de Buenos aires, que tenía a Eduardo Duhalde como gobernador, el hombre que en su momento había calificado a "la Bonaerense" como la mejor policía del mundo.
La AMIA fue fundada en 1894 y desde 1945 funcionaba en la calle Pasteur. Durante un siglo había prestado servicios solidarios a la comunidad judía de la Argentina. Cien años de existencia en un país que aún no había cumplido los dos siglos desde la declaración de la Independencia, daban cuenta de una genuina tradición nacional. La AMIA lo era y, gracias al esfuerzo arrancado al dolor, lo sigue siendo. El hecho merece mencionarse para dejar en claro, de una buena vez, que el atentado terrorista fue cometido contra la Argentina, y que los muertos y heridos fueron argentinos, siendo un detalle absolutamente secundario la religión que profesaban las víctimas.
El atentado terrorista produjo consternación por la audacia de los criminales, el número de muertos y, también, porque dos años antes, el 17 de marzo de 1992 la embajada de Israel había sufrido un ataque parecido con el saldo de 26 muertos. O sea que en dos años, en una Argentina alejada de los grandes conflictos internacionales, pero cercana a la Triple Frontera, se perpetraron dos atentados terroristas, algo que no ocurrió en ningún otro país de América Latina. La noticia fue grave, tan grave como la impotencia de saber que los asesinos actuaron con absoluta impunidad. De aquellos acontecimientos han transcurrido tres décadas y no hay un detenido y, tal como se desarrollan los hechos, pareciera ilusorio esperar novedades.
Con respecto a lo sucedido en la embajada de Israel, de nada valió que la propia Corte Suprema de Justicia decidiera hacerse cargo de la investigación. Al juez de entonces, Ricardo Levene (h), lo más brillante que se le ocurrió fue sugerir que los judíos fueron los autores del atentado. ¡Cincuenta años estudiando Derecho para arribar a semejante conclusión! El Mossad, por su lado, tampoco logró aportar pruebas concretas, aunque se sabe por trascendidos que los autores del crimen fueron ejecutados. Según informaciones disponibles, la muerte del líder de Hezbolá, Imad Mugniyah, en 2008, en Damasco, fue el ajuste de cuentas de los servicios secretos de Israel por su faena criminal en Buenos Aires.
Al margen de los trascendidos, lo cierto es que desde el punto de vista nacional, desde el punto de vista de la legalidad jurídica, la Argentina no ha dado con los nombres concretos de los autores de los dos atentados. Y en estos temas ya se sabe que ha medida que transcurre el tiempo la probabilidad de descubrir a los criminales se aleja, un objetivo que seguramente es deseado por más de uno. La situación de la AMIA, en este sentido, es patética. Las autoridades están con las manos vacías y es muy probable que sigan con las manos vacías. Investigadores, periodistas y escritores en general, han publicado notas y libros dando a conocer sus hipótesis. Eso es lo paradójico, hay hipótesis pero no hay conclusiones. Y no las hay, porque quien debería darlas no lo hizo o lo hizo mal y, en más de un caso, borró pruebas o deliberadamente confundió y enredó los hechos. La única certeza existente es que los terroristas fueron protegidos desde algunas usinas del poder. Se podrá discutir si los autores fueron iraníes, sirios, libaneses, mano de obra desocupada, mercenarios... lo que está fuera de discusión es que hubo interés en proteger a los criminales, en borrar pruebas, en confundir las investigaciones. También hubo inercia, ineficacia policial y judicial, pero, sobre todas las cosas, hubo complicidad y- esto es lo grave- complicidad en los más altos niveles del poder. ¿Quiénes fueron esos cómplices? ¿Por qué lo fueron? Esas son preguntas sin respuestas. En todo caso puede haber suposiciones, indicios, intuiciones, pero respuestas concretas no hay ni va a haberlas. Cuesta y duele admitirlo, pero los dos grandes atentados terroristas en la Argentina se han transformado en algo así como crímenes perfectos, perfectos a costa de vidas, pero también a costa de nuestras instituciones, de nuestra credibilidad y de nuestra propia autoestima como nación.
Lo que sobra en el caso de la AMIA son papeles. Los criminales están libres pero los expedientes son cada vez más gruesos, Para tener una idea aproximada de todo lo que se ha escrito sobre el tema, conviene saber que el expediente principal suma 113.600 fojas. Es como se lee: ¡113.600 fojas! No estoy confundido ni se me escapó un cero. Por el contrario, como el dato no es nuevo, es probable que ahora haya más fojas. Conviene prestar atención a estas cifras para tener una idea visual de todo lo que se ha hecho para nada. Son 113.600 fojas repartidas en 568 expedientes y 400 legajos de investigación, a lo que hay que agregar alrededor de 1.500 carpetas. Cualquiera que hoy decida hacerse cargo de esa investigación, deberá indigestarse leyendo un expediente de tamaño monstruoso conformado por papeles y papeles que no dicen nada y que lo que dicen en la página mil es contradicho en la página dos mil. Ante semejante acumulación de papeles, Franz Kafka hubiera considerado que su esfuerzo para escribir "El proceso" no fue más que un inocente juego de niños, porque lo más terrible de todo es que semejante derroche de tinta y papel no ha servido para nada.
El atentado de la AMIA ha dado lugar a múltiples hipótesis, porque como en toda investigación que no da con los culpables, habilita que hasta el vendedor de ballenitas de Plaza Once elabore su propia interpretación. Como ocurre en estos casos, cada hipótesis dispone de algún argumento irrebatible. A la pista externa se suma la interna. Las responsabilidades de "la Bonaerense" siempre estuvieron dando vueltas. También se habla de la Triple Frontera, del operativo alentado desde la embajada de Irán a través de Mohsen Rabanni, que vivió en Buenos Aires, en el muy porteño barrio de Flores atendiendo una mezquita durante casi catorce años, hasta el día que pasó a desempeñarse como agregado cultural en la embajada de su país con todas las inmunidades diplomáticas del caso.
Y ya que hablamos de Irán, y como para complicar más las cosas, al gobierno peronista de Cristina Fernández no se le ocurre nada mejor que firmar un Memorándum con nuestros verdugos. En mis buenos tiempos, acciones de este tipo eran calificadas como "traición a la patria". Algo parecido pensó el fiscal Alberto Nisman. Lo pensó y quiso actuar en consecuencia. Resultado: lo mataron como a un perro. El crimen de Nisman constituye por esto, el tercer atentado criminal contra la Argentina y su comunidad judía.
Como se podrá apreciar, hipótesis, y en más de un caso, certezas, son las que sobran, pero lo que faltan son los criminales entre rejas. Los atentados terroristas contra la AMIA y la embajada de Israel hablan de la ferocidad de los asesinos, de la muerte de decenas de personas, del dolor de los familiares sobrevivientes, pero sobre todo habla de la soberana incompetencia de nuestras instituciones y de la indiferencia, cuando no la complicidad, de funcionarios y políticos.