Por Juan Carlos Moisés
Nuevo libro de César Bisso
Por Juan Carlos Moisés
El nuevo libro de César Bisso se compone de tres partes. No tienen título, solo un epígrafe que las precede. Podrían tenerlo, porque los poemas refieren lugares, personas, personajes, identidades, hechos diversos, de nuestro país y de más de un continente. Pero el autor hace otro recorrido, no lineal, buscando la unidad del todo con el tono de la escritura. Desde el título del libro nos hacemos a la idea de movimiento, una especie de atención activa, que "acontece", como remata un poema. De hecho, escribe: "Lo único que me salva es el camino".
De esto se trata "Andares". De la necesidad de un camino que tiene muchos nombres. Un camino que también es un andar hacia adentro, y hacia el fondo, como venas que llevan el flujo en un cuerpo que respira: "Ondula mi andar por inciertos pasillos subterráneos" ("Cuevas de Artá"). Y el arco es amplio, sea el viaje infinito de lo cotidiano (¨La vuelta"), cuya luz parpadeante intuye el camino, sea "El profeta" que "desde siempre recorre ciudades del mundo".
Recuerdo con claridad los poemas de César Bisso en los que el tema es el río, libros que son el río mismo, como "El otro río" o "Isla adentro", que tienen que ver con su espacio natal, Coronda. Ahora nos lleva del agua a los caminos. También el río es una de las muchas formas de los caminos, como lo es la memoria. Y también hay otros viajes tan inciertos como reveladores, y "Andares" da cuenta de ellos: "Con la suave cadencia que viajan los camalotes/ ellos te llevan hoy por arenas movedizas".
De entrada, leemos: "El poema es culpable porque no sabe ser inocente". Al poema lo mueve la curiosidad, el riesgo. Como el "guerrero" en la batalla, "el poeta siempre está desnudo en el poema", escribe Bisso. El registro del libro se mueve entre una fuerte y amplia carga de sentido: "El silencio apaga la última aureola de la calle/ y no queda nada, solo la vida fiera, / el barro del misterio, la sed de los cadáveres,/ el grito fantasmal de guitarras que cae al abismo/ tras una zamba sin memoria" (sobre la muerte de Jorge Cafrune); y el verso despojado, directo: "Soy el país oscuro, remoto". El tema es el mismo.
Las dedicatorias de la segunda parte del libro, más que una mención al pie, se entrelazan en cada poema: son hechos que hacen a su arquitectura y a su esencia. En "El jardinero de Deiá", escribe: "Una voz escabrosa busca la palabra irrevocable". Es la búsqueda de Robert Graves, a quien está dedicado el poema, y también la del autor, dos voces para darle forma al mito vivo de la poesía. Y hay más referencias a poetas, cada una imbricada sutilmente en el poema. Por ejemplo: a Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Ledo Ivo, Rubén Vela, Vicente Huidobro, etc.; a cantantes: Alfredo Zitarrosa, Nina Simone, Atahualpa Yupanqui, el mencionado Cafrune. "Andares" está hecho de voces, pero también de puro silencio, como si el silencio fuera un lugar: "Mujeres que hablan detrás del silencio", "Tanto silencio afila las garras del puma".
En la última parte, vamos de "El cándido Tafí con sus rieles oxidados", en Tucumán, al duende que "anda suelto/ derramando plegarias", en Tilcara; de "El milagro está sujeto a los pies./ Ahora entiendo. Lo único que me salva es el camino", en Talampaya, a "La tierra memoriosa estalla bajo el sol andaluz", en Sevilla; de "Una noche en Masaya", en Nicaragua, a "La tarde ciñe corona de taninos/ sobre la frente del monte devastado", en el norte santafesino.
El poeta ve, vive, escribe, a manera de testimonio o desde la contemplación, pero sin que uno impida la otra. Como en el poema que se titula "San Francisco del Monte de Oro". Es el nombre de una localidad de la provincia de San Luis, en un valle serrano. Describe el rancho en el que Domingo Faustino Sarmiento, en 1826, a los 15 años de edad, fundó su primera escuela. Pero es algo más que una precisa y preciosa descripción: el poema hace que alrededor y dentro de las paredes de adobe y piedra sigan pasando cosas, las mismas cosas, doscientos años después.
Me permito agregar las reminiscencias que me trae el lugar, porque a solo cien metros tuve mi segunda casa, donde viví algunos años, y el rancho histórico era paso obligado para bajar al pueblo. Como lector, agradecido por permitirme hacer con el poema este viaje de regreso.
Después de un largo y generoso recorrido por donde nos lleva el libro, en el último poema (titulado "Llueve en Toay"), que es breve y aquí se transcribe, el poeta vuelve a su río, al agua como lenguaje, a su, paradójicamente, "punto de apoyo para no caer".
(*) Análisis literario dedicado a la obra "Andares", de César Bisso. Ediciones La Yunta, Serie Poesía. Buenos Aires, 2023.
Llueve en Toay (a Olga Orozco)
Llueve en el pueblo donde rara vez ocurre.
Estoy sentado en un banco de la plaza,
frente a la iglesia de ángeles dormidos
con sus agujas que apuñalan el cielo.
La sombra de un pájaro en vuelo
esquiva la estocada del agua.
El viento sopla contra corvos caldenes
en el pueblo donde no se oye nada.
Imagino la casa, encendida.
Es como si estuviera viendo
donde la luz abriga su belleza.
En el patio de magnolias púrpuras
sigo el paso de las hormigas
por baldosas quebrantadas.
Bajo el alero, una niña goza
pasteles de membrillo y miel.
La foto demora la infancia,
evoca fragmentos de alegrías.
Es cuando irrumpe otra lluvia
dentro de sus ojos verdes
y anochece Toay en una página.
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