Un grupo de pibes y pibas camina al borde de la ruta a oscuras. Van charlando, las manos en los bolsillos, por el frío. Acaban de salir de una fiesta que “pinchó”. En la jerga quiere decir que hubo alguien que advirtió a la policía, que fue hasta el lugar y la desactivó. Tuvieron que suspenderla. Ahora los pibes escapan. Caminan por la banquina. Los autos pasan cerca de ellos a gran velocidad. Casi ni los ven. Íban a volver al amanecer, en un colectivo que ya tenían contratado. Pero tuvieron que escapar de la quinta a donde bailaban para no terminar en la Comisaría. Vuelven a casa como pueden. Mientras, sus padres duermen.
A la fiesta la programaron un par de pibes algunos días atrás. Los adolescentes que querían divertirse fueron comprando la entrada mediante una transferencia digital de dinero a una cuenta. Más tarde buscaron cómo llegar a la ubicación que les pasaron por WhatsApp. Algunos contrataron un colectivo y se compartieron el dato entre amigos. Otros, un remís, el que los lleva cada finde a bailar. Mientras tanto los organizadores buscaron precios para comprar las bebidas que iban a vender en la barra, el DJ y el sonido. Todo listo para la diversión. La fiesta pinta increíble. Hasta que cae la policía y todos deben escapar como comadrejas por el medio de un campo a oscuras. Las chicas con tacos o plataformas y minifaldas. Los pibes en remeritas. Todos bajo el rocío helado.
Mirá tambiénFalleció un joven tras ser atropellado en el ingreso a ColastinéAsí es hoy una noche de diversión en Santa Fe. En el Gran Santa Fe, en las afueras. Hay un cambio cultural que se arraigó en la pandemia. Las “clandes” pasaron a ser fiestas privadas que siguen siendo ilegales. Ya casi nadie elije ya ir al boliche. La primera opción son estas fiestas que nadie controla, las que nadie regula, a las que todos quieren ir.
Una luz asoma sobre la mesita junto a la cama. El padre mira el celular: “La fiesta pinchó. ¿Me buscás?”. Lo que sigue es despertarse en la madrugada, subir al auto y salir hasta un campo que puede llegar a quedar en Desvío Arijón, Arroyo Leyes, Colastiné Sur o San Agustín; depende a dónde se hizo la fiesta este fin de semana. Y el que no tiene un padre o madre con auto tendrá que volver como pueda, en colectivo o con la ayuda de algún amigo. Descontrol.
Pareciera ser que todas las partes involucradas en el tema de la nocturnidad lo naturalizaron. La diversión es así. Nadie se asombra de lo que pasa. Los adolescentes lo eligen, los padres muchas veces cansados de discutir aflojan y ceden, las autoridades de cada localidad hacen la “vista gorda” o se desbordan en los controles y la policía tiene que salir a “apagar el incendio” cuando reciben un llamado en el que les advierten que en tal dirección hay una fiesta.
En lo que respecta a la ciudad de Santa Fe -muchas fiestas se hacen a propósito afuera del radio municipal para evitar controles-, la gestión del gobierno local anterior había intentado ordenar la nocturnidad trasladando los boliches a la vera de la ruta 168. Pero el proyecto parece haber fracasado. Eso dicen los empresarios, que invirtieron mucho dinero y quebraron. Los adolescentes prefieren otro tipo de eventos, como las “clandes”.
La pospandemia, por decirlo de alguna manera, ya que la pandemia no terminó, parece haber afianzado esta cultura de las fiestas ilegales en las afueras de la ciudad. La gestión municipal actual dice que va imponer un nuevo orden a la nocturnidad. Y se esperan novedades. La última noticia es la convocatoria a una audiencia pública para debatir el tema.
Mientras nada cambie, la noche está sin control. La diversión pasa a ser un peligro. Y la sonrisa puede desaparecer en un instante. Como ocurrió durante la Navidad de 2020 sobre la ruta nacional 168, cuando un auto arrolló a un joven que regresaba de una “clandes” que “pinchó” en Colastiné Sur. La ruta estaba a oscuras porque se habían robado los cables de iluminación (y sigue a oscuras). El joven regresaba a la ciudad como podía, junto a un grupo de amigos. Todo muy precario. Todo muy doloroso. Y la fiesta continúa.
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