Si nos dejamos llevar por los episodios de nuestra cotidiana vida política, corremos el riesgo de hundirnos en la desesperanza. En tiempo presente todo parece conjugarse en contra. Y pensar que hubo un tiempo en que las identidades políticas parecían más precisas: se era de derecha o de izquierda; conservador o progresista; liberal o estatista. Pues bien, la entidad que ahora ha adquirido autonomía es la categoría de "loco", "chiflado", con sus derivaciones previsibles. Sin ir más lejos, el presidente de la Nación carga con esa imputación desde hace tiempo y, a decir verdad, hay instantes, momentos, en los que el mandatario pareciera decidido a darle razón a sus críticos. Para no ser menos, la señora Cristina recomendó una colonia psiquiátrica a quienes sugieren que Victoria Villarruel puede ser una aguerrida militante peronista. Aún no se había apagado el eco de la voz de la señora, cuando el senador peronista por Formosa, José Mayans, preguntó en qué loquero deberían estar internados los que propusieron a Alberto Fernández presidente del Partido Justicialista o, esto corre por mi parte, presidente de la Nación. Para no ser menos, la tropa de La Libertad Avanza decidió sumarse a estos diagnósticos políticamente temerarios. La señora Lilia Lemoine no vaciló en acusar de "loca", a la diputada Lourdes Arrieta. "No tiene los patitos en fila", dicen que dijo Lilia Lemoine, una dirigente de LLA que todos los días se esmera para adscribirse a esta suerte de corriente políticamente psiquiátrica que pareciera imponerse en estos desdichados pagos. Después, tenemos el culebrón tropical que cuenta con la actuación protagónica de Alberto y Fabiola, culebrón en el que también arreciaron las imputaciones psiquiátricas. Un ex presidente acusado con buenos fundamentos de propinarle palizas memorables a la primera dama como si fuera un personaje salido de uno de aquellos viejos tangos cantados por Edmundo Rivero. "Los bifes, los vecinos me decían, parecían aplausos, parecían, de una noche de gala en el Colón". Una advertencia importa para un público no tan familiarizado con los rituales canallas del tango: Rivero hablaba de rufianes y cafisos; nuestra deplorable realidad política habla de un presidente y una primera dama. Y mientras tanto, una diputada acusa a la otra de "desteñida", una imputación que Chirusa no se hubiera animado a hacerle a Margot por considerarla demasiado vulgar y tonta.
Este parece ser el exquisito nivel que ha ganado el debate público criollo. Y esto sucede en el país donde Sarmiento discutió con Alberdi; Mitre polemizó con Vicente Fidel López; José Hernández debatió con Leandro Alem; Juan B. Justo con Enrico Ferri; Lisandro de la Torre con monseñor Franceschi o, para no irnos tan lejos, Rodolfo Terragno con Domingo Cavallo. Sin duda, existen condiciones para arriesgar que vivimos tiempos de decadencia. Uno de los síntomas inefables de esa decadencia es la devaluación del lenguaje. El insulto, la vulgaridad, la grosería pareciera que disponen de buena tribuna, entre otras cosas porque desde las máximas responsabilidades institucionales es lo que se emplea y se emplea hasta con cierto regodeo. Se sabe que solo se expresa oralmente con claridad y lucidez quien es capaz de sostener un pensamiento complejo. Esta afirmación puede ser matizada, pero en lo fundamental es verdadera. No parecen estos ser tiempos de claridad o de pensamientos complejos. Basta disponer de paciencia para seguir la agenda política diaria para advertir que no exagero. La riqueza verbal de algunos notorios políticos argentinos no es superior a la de dos barras bravas comentando un partido de fútbol en el bodegón del barrio.
Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de los desatinos de la política, de la deliberada guaranguería de algunos de sus dirigentes, sigo creyendo en este país. No quiero pecar de optimista en un país donde todo aconseja a ejercer el más rancio pesimismo. Pero cuando escucho a amigos quejarse acerca del presente o del destino de este país, mi tenaz espíritu contradictorio me arrastra a ejercer algunas modalidades de optimismo político y social a pesar de las miradas recelosas de quienes me escuchan hablar con ese tono en tiempos en los que por cuestiones mucho menores te acusan de "loco". Imagino a un optimista como alguien que extraviado en el desierto se alegra porque sus ojos registran un espejismo. Puede que yo también sea víctima de ese engañoso juego de luces, pero contra viento y marea creo, y me empecino en creer a pesar de los espumarajos de la política, la vulgaridad de algunos de sus dirigentes más prominentes, de los números de las encuestas que a veces se parecen a avisos necrológicos, que hay una Argentina que funciona y que a pesar de los espejismos hay un oasis más cerca de lo que pensamos. No invento la pólvora. Algo parecido pensaban hace algunas décadas y en un nivel mucho más elaborado Eduardo Mallea, Ezequiel Martinez Estrada o monseñor Zazpe. Sus hipótesis críticas, desgarrantes pero esperanzadas daban cuenta de la complejidad de un país, sus tensiones internas y sus frustraciones y esperanzas.
Afirmo, creo y quiero creer, que existe una Argentina que funciona. Está allí, vive, gesta su tiempo cotidiano. Mis pruebas son visuales, las pruebas de un viajero que recorre el país con cierta frecuencia y, tal como advierten las señales ferroviarias, se para, mira y escucha. Recorro pueblos, ciudades, llanuras y me digo: esto funciona, esta es la Argentina que construimos. El campo y la ciudad. El paisaje rural y urbano posee su propio lenguaje. Provincias como Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Buenos Aires, Mendoza, contienen un futuro. Se trata de traducir al lenguaje de la decisión y el poder político esa realidad territorial. En todos los tiempos hay motivos para protestar y quejarse; incluso, desesperar de un destino que juzgamos injusto. Pero para no irnos tan lejos, miro en la provincia de Santa Fe ciudades como Rafaela, Esperanza, Sunchales, Venado Tuerto, Casilda; y miro en provincia de Córdoba a San Francisco, Villa María, Carlos Paz, Río Cuarto o, en provincia de Buenos Aires a San Nicolás, San Pedro, Tandil, Zárate, y me digo: es lo más parecido al primer mundo con sus luces y sus conos de sombra. Puedo ampliar los lugares para justificar que efectivamente existe una Argentina viable; existe, funciona y posee futuro. Argentina, a pesar de todo, a pesar de errores, de crisis prolongadas, de miserias y corruptelas, sigue siendo el mejor lugar para vivir desde México a la Antártida. Y, además, el más seguro. Y si no, miren las estadísticas de crímenes en México, Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil. Nos falta ajustar algunas variaciones políticas, nos falta una clase dirigente que se proponga pilotear los desafíos de la historia. No es un objetivo inverosímil. La Argentina, insisto, es un país en el que vale la pena creer, apostar por su futuro. Sus riquezas naturales, su capital humano, su privilegio geográfico lejos de las tormentas del mundo, una convivencia alejada de los fanatismos religiosos y raciales. Si algún interrogante se impone en este país, es por qué disponiendo de tantas cartas a nuestro favor hemos perdido apuestas imposibles. Como el personaje del tango no podemos seguir lamentándonos con la cantinela tanguera que tantas veces he tarareado sin saber que no estaba quejándome de una fatalidad existencial, sino describiendo una de nuestras fatalidades históricas: "Cuántas veces con un cuatro a un envido dije "quiero" y otra vez me fui a baraja sobrando con treinta y tres". No desconozco los problemas de nuestra patria, sus dificultades, sus prolongadas crisis; no ignoro nuestras actuales penurias, (todos los días hablamos de ellas hasta el cansancio), no ignoro las oportunidades que hemos rifado y las posibilidades que hemos dejado pasar, pero no perdamos de vista saber dónde estamos parados y conocer nuestras posibilidades históricas.