Primer ministro. La imagen muestra a Sharon en Jerusalén durante la celebración de Jánuka, la fiesta de la luz, un mes antes de padecer la hemorragia cerebral que lo mantuvo en coma hasta su muerte. Foto: EFE
Por Rogelio Alaniz
Primer ministro. La imagen muestra a Sharon en Jerusalén durante la celebración de Jánuka, la fiesta de la luz, un mes antes de padecer la hemorragia cerebral que lo mantuvo en coma hasta su muerte. Foto: EFE
Rogelio Alaniz
Como los halcones, tenía las uñas largas y el pico filoso. Y como los halcones era capaz de volar alto. Se llamaba Ariel Sharon, pero popularmente era conocido por su apodo Arik. Siempre fue controvertido, como militar, como político y hasta como agricultor, el oficio que según sus propias declaraciones era el que más le gustaba. Su facilidad para despertar odios y amores era asombrosa. Siempre fue un halcón y siempre fue de derecha, pero en algún momento asombró a la izquierda con algunas de sus iniciativas por lo que, por las mismas razones, defraudó a la derecha.
Su aspecto físico estaba en sintonía con su temperamento y su fama. Robusto, arrogante, desbordaba vitalidad y energía. Sería una exageración decir que su biografía constituye un arquetipo de la cultura de los colonos judíos que fundaron el Estado de Israel, pero también sería un error desconocer en ese estilo vital y prepotente un perfil genuino de aquellos judíos que en las peores circunstancias históricas llegaron a Palestina a fundar un Estado.
Con la violencia y la muerte se relacionó desde muy niño. Se dice que no tenía dos años cuando los padres lo ocultaron en un establo para salvar su vida. A los diez años quería ser militar y, efectivamente, a los catorce integraba las milicias de Haganá. Cuando se creó el Estado de Israel y seis países árabes le declararon la guerra, el joven Sharon ya era reconocido como un soldado valiente. Su bautismo de fuego se produjo en la batalla de Letrun. Y las heridas que recibió en el campo de batalla fueron su honra y su orgullo.
Algunos méritos deben haberle reconocido sus superiores, porque pocos años después estaba a cargo de la Unidad 101, un cuerpo militar destinado a reprimir y ejecutar a terroristas palestinos. Las represalias ordenadas por Sharon fueron durísimas y en más de un caso las ejecuciones se extendían a civiles. Siempre negó esa imputación, nunca se hizo cargo de las masacres de Qibya o Bureig.
A partir de esa fecha, Sharon estará presente en todas las guerras que librará Israel contra sus enemigos. Los políticos lo subestimaban, los militares le desconfiaban, pero llegada la hora del combate sabían que inevitablemente debían contar con él. En la guerra de 1956, una iniciativa suya, que la historia recordará como la hazaña del Paso del Mitla, definió la victoria de Israel.
Sharon no faltó a ninguna de las convocatorias guerreras, en todas se destacó, en todas desobedeció órdenes y en todos los casos cuando concluyó la guerra lo licenciaron con sanciones por su indisciplina y reconocimientos a su genio militar. Sus enemigos internos que no eran pocos, le reprochaban su estilo brutal, su tendencia a reducir el conflicto con los palestinos a una exclusiva variante militar, su rancio conservadorismo. A él ninguna de esas críticas parecían afectarlo. Pertenecía a la clase de hombres que nunca vacilan.
En la Guerra de los Seis Días, conquistó el Sinaí al frente de tres divisiones. Junto con Moshe Dayan era uno de los militares más queridos por el pueblo y más odiados por los palestinos. Seis años después, Israel fue sorprendido por los ejércitos de Sadat. Se sabe que ese error militar le costó el gobierno a Golda Meier, pero se sabe menos sobre la contraofensiva que estuvo a cargo precisamente de Sharon, contraofensiva que llegó a menos de cien kilómetros de El Cairo. Nadie podía detener las tropas dirigidas por Sharon, nadie salvo Estados Unidos que no estaba dispuesto a que Egipto fuera humillado. Sharon se salió de la vaina por desobedecer, pero finalmente cedió a razones de Estado. Los amoríos de los Estados Unidos con Sadat estaban en su etapa de luna de miel y la diplomacia de Washington no quería que se derrumbara el primer hombre de confianza que tenía desde los tiempos del rey Faruk.
En 1982 Israel inició la invasión al Líbano para poner punto final a las reiteradas provocaciones de los palestinos instalados en ese país. La orden provino de Beguin, entonces primer ministro, pero la instrumentación y las estrategias militares pertenecían a Sharon. No viene al caso discutir sobre las consecuencias de una invasión que se pensó breve pero se prolongó durante veinte años. Importa recordar el acontecimiento, un episodio por el cual Sharon pagará el costo de renunciar a su cargo de ministro y será investigado por el parlamento israelí.
Las masacres de Sabra y Chatila, el operativo de sangre y muerte perpetrado por las milicias falangistas y cristianas, produjo la friolera de cerca de dos mil muertos. Sharon no fue el responsable material de las masacres de Sabra y Chatila, pero fue el responsable de no haber impedido el ingreso de las milicias falangistas a los campamentos para cometerlas. La imputación de criminal de guerra lo acompañará hasta el fin de sus días. Él, por supuesto, nunca se hará cargo de ello. Mucho más elocuente será su jefe, Menahem Beguin, quien consultado sobre el episodio, dirá con su extraño sentido del humor: “Unos goins matan a otros goins y nos echan la culpa a los judíos”.
A sus hazañas de guerrero, Sharon le sumó una carrera política que incluyó el haber sido ministro de las más diversas carteras y, finalmente, la máxima responsabilidad política, responsabilidad que ejercerá hasta enero de 2006 cuando fue derribado por un derrame cerebral que lo mantuvo en estado vegetativo durante más de siete años. Sharon llegó al poder saboteando junto con Arafat una de las iniciativas más promisorias de paz promovida por los laboristas. Ni Arafat ni Sharon -por distintas razones- estaban dispuestos a tanto. Arafat se dio el gusto de desaprovechar una de las propuestas más generosas de Israel, pero el precio a pagar fue el de haber contribuido objetivamente a que el halcón de los halcones llegara al poder.
Sharon, como enemigo, era formidable, despiadado e inescrupuloso. No tenía los sentimientos de culpa de los laboristas y, por lo tanto, actuaba sin reparar en medios. Con él adquirió mayoría de edad la estrategia de las muertes selectivas y con él se avanzó en la ocupación de tierras palestinas. El hombre siempre tuvo en claro que la presencia de los palestinos era inevitable, pero también siempre supo que a las condiciones para la paz las iba a imponer él y no Arafat.
Cuando los palestinos iniciaron la ola de atentados suicidas en Israel, Sharon no vaciló en levantar muros de protección. La decisión fue criticada en todo el mundo, menos en Israel. “Sharon fue siempre nuestro enemigo”, dijo un pacifista judío, pero tenemos que admitir que con sus decisiones se terminaron los atentados terroristas.
Como fruta del postre, el aplastador de casas palestinas, el ocupante de territorios, el organizador de los llamados crímenes selectivos, decidió avanzar hacia la paz entregando la Franja de Gaza. ¿Lo hizo por pacifista o para dividir a los palestinos? No lo sabemos, pero por primera vez en la historia de Israel su ejército debió reprimir a judíos. Nueve mil colonos fueron sacados -en su mayoría por la fuerza- de la zona de Gaza. El territorio fue ocupado por Hamas, que le declaró la guerra a Israel y a la OLP simultáneamente. Y lo que debería haber sido el comienzo de una solución, fue el inicio de un nuevo problema.
Al viejo “Arik” esos escenarios lo fascinaban: inestabilidad permanente y soluciones militares antes que políticas. En el vértigo de la acción y de las decisiones inspiradas por la violencia, él era invencible. Amó a Israel pero la amó más como soldado que como ciudadano. Su inteligencia le recordaba las necesidades de la política, pero su sangre se agitaba a la hora del combate. Podía negociar y efectivamente lo hacía, pero nunca olvidaba que la persona que tenía enfrente era un enemigo al que había que tratar de eliminar lo antes posible. Nunca dijo adiós a las armas, que lo acompañaron en la guerra y en la paz, en la victoria y en la derrota. Sin embargo, los que lo conocieron aseguran que jamás pudo superar la muerte de su hijo, el jovencito que se mató jugando con una de las tantas armas que el padre dejaba desparramadas por la casa como los novios dejan flores.
El aplastador de casas palestinas, el ocupante de territorios, el organizador de los llamados crímenes selectivos, decidió avanzar hacia la paz entregando la Franja de Gaza.