Pongo en mi mano un puñado de arroz. Mano/cuenco, pienso. A veces, la mano es solidaria, y da. Ayuda a soportar el esfuerzo o brinda una caricia. En esta ocasión recibe los granos, se identifica con su sencilla dimensión, con el misterio ancestral acumulado en siglos de cultivo que residen dentro de su apariencia opaca. La leche está humeando en el cazo. Le agrego el arroz en forma de lluvia. Advierto el sonido que hace al caer, la discreta vibración del líquido.
Siempre me gustó la lluvia, su generosidad incluso exagerada, su melancólico goteo sobre las veredas. Pero el arroz con leche, no. Durante la infancia me era indiferente. Prefería los helados y las delicias que ingeniaba la abuela. Fue en la madurez que comencé a disfrutar de la dulce templanza, de la pureza que desprende su esencia al fusionarse con la cascarita de limón, la canela y ese toque de vainilla al final. Lo dejo reposar unas horas. No es necesario. Sin embargo hay cierta paz en la comunión de los ingredientes que comparten su propósito de nutrir sueños y nostalgias.
La mañana suele resultarme breve. Tomo el saco ocre del perchero y salgo a la intemperie. Unos rayos luminosos acentúan el esplendor del paisaje. Las flores del damasco conservan el brillo del rocío. Una pareja de liebres saltando en el sendero perturba la calma de mi Border collie, Amigo, que ladra su hambre de carne silvestre con impotencia. Lo tranquilizo tocando su pelaje blanco con manchas negras. Las manos nuevamente, palpando la vida con suavidad de madre.
Recorro el pequeño frutillar que dispuse a un lado del invernadero. Observo que está creciendo con brío y hay esperanzas de buenas frutas. Las manos cuando siembran se conectan con la tierra, con el origen de la savia y descubren el milagro. Busco leña para los fuegos. El de la estufa que todavía permanece encendida a pesar de los albores de la primavera; y el del asador, que sustenta los rituales familiares.
La naturaleza está despertando del letargo del hielo. La milenrama, las mentas y el toronjil despabilan sus nervaduras tiernas al contacto de la brisa sureña, que es como un aliento de cielo. El frío aun es intenso. Quizás por eso la tristeza se pega a mi piel como si anhelara abrigarme. Isuzu y Tornado aparecen maullando detrás un ciprés. Es agradable sentirlos cerca, verlos trepar a los troncos para llamar la atención, como si fueran niños.
Por un instante me trasformo. Muto en aprendiz de gato, corriendo hasta alcanzarlos. Les doy empujoncitos, los hago girar: ellos se divierten. El juego se expande sobre el pasto blando donde me recuesto para atraerlos. Se aproximan ronroneando. Frotan su atigrada tibieza contra mi ropa. Permanezco así un rato más, contemplando las nubes, escuchando los pájaros. Mis reflexiones retornan al arroz que yace sobre la mesa. Una canción de ronda suena despacito en mí interior. La musicalidad va trenzando recuerdos y emociones.
La risa de mi hija parece flotar entre las hojas como un tenue regocijo de gramíneas. Mientras está en la escuela, siento su persistencia en todos los espacios y rincones. Su voz se acurruca en mi memoria repitiendo:
- ¡Mamá, haceme arroz con leche me quiero casar!
Al decirlo, el rostro amplifica su alegría y me dan ganas de abrazarla. Sonrío, y la imagen se pierde dentro de mis ojos. Regreso cargada con ramas secas. Distingo la fumarada de la chimenea haciendo piruetas alrededor de los árboles. Las coloco cerca del radal para fraccionarlas por la tarde. En la puerta espera mi anciano perro Negro, mestizo de mediano tamaño y repleto de canas. Tiembla mucho y le cuesta caminar. Le permito entrar y lo acomodo con paciencia en un ángulo debajo de la escalera. Le doy unas gotitas de aceite de hierbas para el dolor.
Hay plantas que curan. Y manos que atienden y calman los malestares del cuerpo. Me siento a su lado para acompañarlo y mimarlo. Sus ojos restauran la ilusión de la perseverancia fundada en el afecto. Recostado sobre una manta, aprecio que su respiración se va relajando hasta quedar dormido. Me levanto con cuidado. Vigilo los movimientos para mantener el silencio. La cocina es una santuario del amor, susurro al abrir la canilla.
El agua se desliza por los dedos que pulcramente rozan el jabón y forman una fina espuma. Las burbujas se extravían en el desagüe llevándose restos de musgo y de gérmenes. Con un repasador, saco los resabios de humedad. Enciendo dos hornallas. En una coloco la cacerola con la blanca emulsión y las especias; y en otra, un recipiente al que voy agregando azúcar. Moderadamente, los cristales varían su tonalidad hasta cambiar de estado y de textura y se convierten en caramelo. Se hace evidente la magia de los elementos. Lo derramo sobre una fuente de vidrio y lo dejo enfriar.
Continúo elaborando el postre. Un aroma exquisito cautiva el aire y enamora mis percepciones. Puedo experimentar como el alma se ensancha, revela su satisfacción, de igual manera que los granos se empapan del calor de la leche, liberan almidón y van conformando una mezcla perfumada y cremosa. Cuando está en su punto justo, le aporto las últimas notas de dulzor y lo vuelco sobre la agrietada rigidez almibarada. No me puedo resistir. Con una cuchara pruebo apenas. El placer se disuelve en mi boca y arranca del pasado el sutil rastro de cariños que no se pueden olvidar.
Los párpados entornados recuperan el significado de lo remoto. Degusto la inocencia de la niñez que me encandila con sus mínimas explosiones de júbilo en medio del desamparo. Quizás por eso no me agradaba comer arroz con leche. Resaltaba mansamente los vacíos que tenía que aprender a completar. Una impresión cítrica merodea por mis labios y erosiona la clara languidez de los pensamientos peregrinos.
El reloj estampa la claudicación del tiempo sobre la rústica pared. Por la ventana veo llegar a mi hija. Una ráfaga de viento sacude las lavandas y le da la bienvenida. La saludo con el gesto simple de levantar la mano. Con ella mis manos son pluma que hace cosquillas y ungüento sanalotodo, y el arroz con leche tiene, definitivamente, el sabor de la felicidad.