Desde 1775, año en el que Francisco Javier de la Rosa concluyó en Santa Fe su libro manuscrito e ilustrado sobre anacoretas, hasta el momento en el que la juvenil Josefa Díaz Clucellas plasmó sus primeras pinturas en el barrio del puerto, pasó casi un siglo sin que en Santa Fe se gestaran imágenes propias.
Fue un largo ciclo de apagón icónico, también precedido por las láminas acuareladas con las que el jesuita Florián Paucke (1719 -1780) ilustró los textos que componen su libro "Hacia allá y para acá", trabajo realizado en el convento cisterciense de Zwettl, Austria. Se trata del misionero que llevó a la cima el funcionamiento productivo y artístico de la reducción de San Francisco Javier en el noreste santafesino, y fue expulsado junto a la completa Compañía de Jesús de los reinos de España por decisión de Carlos III en 1767.
"La negra y el niño", lienzo realizado por Josefa Díaz Clucellas en 1873. José G. Vittori/Museo Histórico Provincial
Pero antes de morir, Paucke nos dejó un libro inapreciable que pervive. Es el que resume sus memorias, comenzado aproximadamente cuando De la Rosa concluía el suyo en Santa Fe, dedicado, paradójicamente, a eremitas lejanos en tiempo y distancia. De modo que mientras uno escribía y graficaba desde aquí sobre vidas doblemente alejadas, como "entretenimientos para evitar el ocio", el otro, excluido a su pesar de la tierra adoptada, se aferraba a sus mocovíes y sus obras a través de una pertinaz memoria que intentaba conservar lo que aquí, sin su guía y su cotidiano empeño, se convertía en ruina.
Lo cierto es que hasta que la inclinación artística de Josefa, alentada y orientada por las enseñanzas del maestro italiano Héctor Facino, terminen con casi un siglo de carencias icónicas de cepa local, se extiende sobre nuestra historia artística un oscuro manto de ausencia. Recién en 1869, según la escasa información atinente a sus años juveniles, Josefa o "Pepa" como la llamaban familiares y amigos, habría pintado sus primeros cuadros en la casa del barrio del puerto ubicada en la actual esquina noroeste de La Rioja y San Luis.
Pero vayamos por partes, ya que los hilos de esta trama confluyen, desde sus extremos temporales, en el Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López, que conserva imágenes pintadas al óleo por Francisco Javier de la Rosa y Josefa Díaz y Clucellas. Posee, en consecuencia, los accesos al puente histórico que, por encima del extenso hueco icónico, une las últimas imágenes del siglo XVIII con las primeras del siglo XIX.
Además de su libro "Soledades de la vida y retiro penitente por amor a la virtud y menosprecio del mundo", manuscrito único e ilustrado, que se conserva en la órbita del Arzobispado, De la Rosa (¿1722? - ¿1794?) pintó un lienzo al óleo sobre el mismo tema, una reseña de vidas de anacoretas que le sirvieron de inspiración y ejemplo para su propia vida de ermitaño en cercanías de la laguna Setúbal, así llamada por la presencia de la chacra del portugués Juan González de Setúbal que se extendía hasta la orilla oeste del espejo de agua.
Se desconoce la fecha precisa de realización del óleo en cuestión, aunque puede tomarse como referencia aproximada el año que él escribe en la portadilla de su libro sobre el mismo tema (1775). Se sabe de su polifacética condición de hacedor solitario. También, que estaba emparentado con don Carlos Rosa, homónimo de su padre nacido en Roma, y casado aquí con Rosa González de Setúbal. Con esta familia anudará una singular relación, haciéndose cargo del oratorio de la chacra que, mediante su trabajo, se convertirá en la capilla de Guadalupe, punto de germinación de la devoción popular por esa virgen, tan significativa que le sumará un nuevo y potente nombre a la laguna.
En ese lugar de retiro, oración, penitencia y trabajo intenso de elaboración de objetos religiosos y edificación de la nueva capilla, Francisco Javier pintará el óleo que atesora el museo. Muy oscurecido por el tiempo y la oxidación de los materiales empleados, la arquitectura del cuadro de mediano tamaño muestra en el centro de su borde superior la figura de la Virgen de Guadalupe, irradiante de luz, que tiene encadenado a sus pies a un ennegrecido diablo que se contorsiona para observar a quienes lo observan. A los costados de la virgen, más colorida y luminosa que el resto de las figuras, éstas se organizan en bandas horizontales que, debajo de sus pies, ocupan todo el ancho del lienzo. En ellas se secuencian las imágenes de los anacoretas o eremitas seleccionados por Francisco para desplegar su relato icónico, completado con sus nombres o textos breves sobre hechos excepcionales de sus vidas. Es una obra difícil de clasificar, cuya iconografía recuerda a pinturas del medioevo temprano caracterizadas por su primitiva linealidad y desproporción respecto del contorno, pero emisoras del claro mensaje de despojamiento de los bienes y las tentaciones mundanas, cabal expresión artística del pensamiento y forma de vida de su autor.
En la otra orilla del salto temporal, en la segunda mitad del siglo XIX, se encuentra una joven artista nacida en Santa Fe (1852 – 1917), primera pintora de la Argentina y Sudamérica, de cuyos pinceles, en 1869, tomarán forma las imágenes de un gaucho, una china (obras costumbristas) y dos naturalezas muertas con frutas, tema este último sobre el que volverá con cierta frecuencia, moderna estilización y singular relevancia. Con estas obras participará en 1871 en la Primera Exposición Nacional de Córdoba.
En el museo que cumple 80 años, se destaca una tela pintada hacia 1873 que, a pesar de sus inocultables deterioros (cuarteaduras y desprendimientos de la capa pictórica), atrae de inmediato la mirada del visitante. Me refiero al lienzo titulado "La negra y el niño", doble retrato de una mujer afroamericana, descendiente de esclavos, que sostiene en su falda a un niño blanquísimo (Antonio Crespo Picazo, hijo del futuro gobernador Ignacio Crespo y Telma Picazo). Ese impactante contraste, acentuado por las respectivas vestimentas de las figuras (ocres, azules y un vestido oscuro a rayas para la mujer y una prenda liviana, más blanca que su piel, para el niño), profundiza la caladura psicológica y sociológica, pensada o simplemente percibida, de la pintora.
La imagen, realizada para colgar de una pared en la intimidad de una casona patricia, no transmite una crítica hacia la esclavitud, sino la integración a la familia de una descendiente del macabro tráfico de esclavos de los siglos precedentes, asumido hasta el siglo XIX sin problemas de conciencia. Si algo llama la atención, además del contraste cromático, es la mirada de ambos retratados, que los une en el brillo, intensidad y dirección de sus ojos oscuros, factor de igualación humana en una relación despareja; y, por otra parte, acento expresivo del implícito vínculo de afecto.
Lejos de cualquier atisbo crítico, el lienzo es un valioso registro de época, no exento de la carga emotiva de la artista. Tanto es así, que la pintora destaca como elementos visuales de integración social, las fulgencias de un aro de oro que, en la oreja de la "nana", ciñe una piedra preciosa o semipreciosa, y un anillo de áureo metal en su dedo anular. No son meros detalles retóricos. En todo el trabajo se advierte la intención de hacer notar un vínculo de proximidad y confianza entre los retratados y de asimilación familiar de la negra que posa junto al niño blanco en esta escena representativa de una Santa Fe en tránsito de la colonia a la república democrática.