¿Cómo expresar el dolor? ¿De qué manera insuflar ese sentimiento en un trozo de madera? ¿Cómo lograr conmover al observador? En el siglo XVI, el borgoñón Juan de Juni, aquerenciado en España, logró con sus tallas polícromas alterar el ritmo respiratorio de la feligresía católica y asombrar a los sensibles al arte, religiosos o no, con las piezas maestras de su imaginería manierista; trabajos que anticipaban la exuberancia del barroco por venir.
Nacido en Joigny, Francia (1506), de donde toma su apellido (Jean de Joigny), luego castellanizado, habrá de convertirse con el tiempo en un escultor con mayúsculas que entregará sus principales obras a una España donde echará raíces, se casará tres veces y tendrá varios hijos.
Pero antes de arribar a la Península ibérica, pasará un tiempo de formación e inspiración en Italia, por entonces venero del arte universal, donde abrevará de las esculturas clásicas (entre ellas, Laooconte y sus hijos) y, muy en especial, de dos grandes maestros renacentistas: el sienés Jacopo della Quercia (1374 – 1438), y el florentino Michelangelo Buonarroti (1475 – 1564). Jacopo, figura del primer Renacimiento, inspiró a Miguel Ángel, y ambos, a Juan de Juni.
La Virgen de los Dolores, imagen de la Catedral de Santa Fe. Crédito: Gustavo J. Vittori.
El artista borgoñón llegará a España hacia 1533, durante el reinado de Carlos I. Apenas pisó la tierra de los íberos, Juan se radicó en León, donde realizó diversos trabajos antes de trasladarse a Salamanca. Pero donde se asentará por décadas será en Valladolid, sitio en el que su genio creativo y su excepcional destreza con las gubias y los pinceles darán forma a sus principales obras.
De ese rico legado, estas líneas se detendrán en un par de piezas, sobre todo en una, que muestra su capacidad para captar y transmitir el dolor humano, acción artística que presupone la sensible capacidad de sentirlo dentro para luego expresarlo. Cierto es que el lugar -la España de los muy católicos Carlos I y Felipe II- contribuía a estimularlo. Era una época en la que el fervor religioso saturaba con misas, fiestas religiosas y pasos procesionales la vida cotidiana de los hispanos. Y en la que los crecidos recursos de la Iglesia, y la concurrente munificencia de reyes y nobles ricos multiplicaba los encargos a los productores de arte sacro.
Entre ellos, Juan de Juni brillará con luz propia, y, en esta nota, lo hará a través de dos obras vinculadas con los padecimientos de María, los dolores y angustias causados por el martirio de su hijo. Una es el grupo escultórico que le encomendara, para ornar su sepultura, el obispo franciscano de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara.
Destinado a ocupar la parte baja del retablo que presidía su capilla funeraria en la desaparecida iglesia de San Francisco en Valladolid, hoy despliega a las siete figuras remanentes, incluido el Cristo yacente en torno al cual se organiza la escena previa a su entierro, en una amplia sala del Museo Nacional de Escultura, albergado en el histórico Colegio de San Gregorio de esa estupenda ciudad castellana.
Los movimientos de las figuras de gran tamaño, torsionadas, flexionadas, agobiadas por el dolor, componen una escena de abrumadora teatralidad. Pero prefiero singularizar todos esos sentimientos en una sola pieza, la de Nuestra Señora de las Angustias, imagen mayor de la iglesia vallisoletana a la que le da nombre.
Fue esculpida por Juni hacia 1561, el año en que se integra como hermano a la cofradía penitencial de la Quinta Angustia (referida a la crucifixión y agonía de Jesús). La imagen policromada exhibe su pericia en el oficio, y un singular talento para transmitir el dolor espiritual y la soledad que abisman a María tras la brutal muerte de su hijo. La Virgen está sentada sobre unas piedras del monte de la Pasión, y mira sin fuerzas hacia arriba, transida de angustia y tristeza, en dirección a su hijo ya exánime en la Cruz implícita, y al cielo del Dios al que Cristo ha dirigido sus últimas palabras.
Esta imagen de bulto, esculpida en madera y pintada por Juni, es considerada por muchos estudiosos la más valiosa escultura religiosa castellana en el ciclo avanzado del Renacimiento español (aunque toda ella preanuncia el barroco). Tal es su significancia, que ocupa una capilla especial, de grandes dimensiones, con dos cámaras. En la segunda, bajo un templete neoclásico circular, la estudiada iluminación exalta el movimiento de los ropajes y enciende el expresivo rostro de María, en tanto fulge en su cabeza una corona de tipo resplandor elaborada en metal precioso finamente labrado.
A través del tiempo la imagen ha experimentado cambios; entre ellos, desafortunados repintes y el agregado de siete cuchillos, difundida pero burda representación de las siete angustias o dolores experimentados por la Virgen a causa de su hijo. Esos cuchillos simbólicos, que punzan su corazón, fueron incorporados a la escultura en 1623, determinando un cambio de advocación -pasó a llamarse Virgen de los Cuchillos- que habría de durar largo tiempo.
Felizmente, con criterio moderno, los repintes fueron eliminados y los colores originarios recuperados. También se quitaron los cuchillos del pecho. Así, la Virgen volvió a la primigenia advocación de las Angustias, en la iglesia homónima ubicada sobre la calle del mismo nombre.
También en la catedral de Santa Fe fue quitado el único cuchillo que atravesaba el corazón de metal adherido al ropaje de la Virgen de los Dolores. Se trata de una imagen del siglo XVIII vestida con una túnica talar de terciopelo negro y un manto del mismo género que, a la antigua usanza, le cubre la cabeza y baja hasta los pies. Según la tradición, fue comprada por Javiera de Larramendi a unos marineros por 200 pesos de la época. Es una pieza de buena factura, con acento expresivo en el joven y bello rostro de una María sufriente, efecto que se acentúa con una peluca de pelo natural y el relieve de pequeñas lágrimas perladas que se deslizan sobre sus mejillas.