Custodia. Un móvil de la policía provincial y una camioneta de Gendarmería nacional hacen guardia esta mañana frente a la baleada residencia del gobernador Antonio Bonfatti. Foto: Agencia Rosario/El Litoral
Por Rogelio Alaniz
Custodia. Un móvil de la policía provincial y una camioneta de Gendarmería nacional hacen guardia esta mañana frente a la baleada residencia del gobernador Antonio Bonfatti. Foto: Agencia Rosario/El Litoral
por Rogelio Alaniz [email protected]
“Los tenemos que derrotar, desarmar, capturar o matar”. Hillary Clinton Se hace muy difícil creer que los sicarios que dispararon contra la casa del gobernador Antonio Bonfatti lo hayan hecho por cuenta propia, algo así como una respuesta irracional, resentida y violenta de cuatro o cinco facinerosos con algunas copas o algunos porros de más. Por el contrario, hay buenos motivos para suponer que fue un acto premeditado, una advertencia macabra ordenada por personajes que probablemente pertenecen a la misma ralea social de los autores de los disparos, pero que disponen de cuotas de poder y un sentimiento absoluto de impunidad que les permite perpetrar uno de los atentados más serios contra la democracia desde su recuperación en 1983. Sería irresponsable de nuestra parte, o algo peor, subestimar lo sucedido, atribuirlo a una anécdota desgraciada o a un episodio menor del cual no vale la pena preocuparse o alarmar a la opinión pública. Por el contrario, lo sucedido pone en evidencia que el narcotráfico en Rosario (pero no sólo en Rosario) se siente con el poder necesario como para intentar atemorizar a un gobernador y, en este caso, a su familia, ya que, fieles a un estilo que en Colombia y México hizo escuela, los canallas apuntan contra la familia de sus víctimas, contra aquello que puede ser la zona más vulnerable de un hombre público, preparado para soportar críticas, injurias o ataques personales, pero impotente cuando las amenazas están dirigidas contra su esposa o sus hijos. Las primeras pistas acerca de los autores de los disparos apuntan hacia narcotraficantes y barrabravas, dos letrinas sociales que suelen estar comunicadas a través de diferentes conductos y que en los últimos tiempos el gobierno provincial ha perseguido con firmeza. En todos los casos, importa insistir que no se trata de la inspiración alienada de un lumpen, sino de una decisión planificada y llevada a cabo por peligrosas excrecencias sociales. La pregunta a hacerse refiere a lo que corresponde hacer más allá de las previsibles redadas policiales de los primeros días. Hay que interrogarse sobre cómo hemos llegado a esta situación. Hay que hacerse todas las preguntas que corresponden, porque antes y por diferentes motivos este tema se subestimó. A lo que debe agregarse que durante un tiempo las autoridades políticas no pudieron o no supieron qué hacer con él. No se trata de levantar el dedo acusador para señalar culpables, sino de aprender de lo que no se hizo o se hizo mal, sobre todo porque el flagelo del narcotráfico no cayó sobre estos pagos de la noche a la mañana, ni tampoco es una exclusividad de Rosario o la provincia de Santa Fe. En consecuencia, hay que hacerse cargo de que la lucha contra estas mafias es una tarea de todos, es decir, de los poderes provinciales y nacionales y, muy en particular, de toda la clase dirigente. El más elemental sentido común aconseja que a ciertas alimañas sociales es mejor liquidarlas antes de que se desarrollen. La tragedia de Colombia, en su momento, y la de México, en los últimos años, debería ser aleccionadora. Se debe proceder con la ley en la mano y las decisiones claras sobre los objetivos propuestos. Para eso, hacen falta políticos con coraje, jueces y policías decentes y una sociedad decidida a acompañarlos. También hacen falta políticas sociales inteligentes y solidarias. El narcotráfico -nunca se debe olvidar- opera sobre la desintegración social, la desesperanza, el resentimiento y las necesidades insatisfechas. En la provincia de Santa Fe, el tema no nos resulta ajeno, pues en su momento -de esto hace más de ochenta años- las autoridades políticas decidieron ponerle punto final a la mafia de Chicho Grande y Chicho Chico, una decisión que se aceleró luego de que los delincuentes secuestraran y asesinaran al joven Abel Ayerza, hijo de una familia de la llamada alta sociedad de entonces. En los años treinta -como ahora-, la sociedad vivía aterrorizada por lo que hoy se conoce como la inseguridad. A las bandas mafiosas se les sumaban las más diversas manifestaciones del delito, motivo por el cual la gente reclamaba mano dura y pena de muerte, con lo que se demuestra que ante situaciones parecidas la respuesta de la sociedad suele ser similar. Sin embargo, fue necesario que la mafia asesinara al periodista de Crítica, Silvio Alzogaray, a Marcelo Martín, hijo de un empresario y al propio Ayerza, para que el gobierno de entonces, de signo demócrata progresista, pusiera las barbas en remojo y en poco tiempo ajustara cuentas contra el delito. Con las controversias del caso, los protagonistas de esas jornadas bravas fueron los comisarios Eduardo Paganini -cuñado de Lisandro de la Torre-, Félix de la Fuente y José Martínez Bayo. A estos nombres se le debe sumar el del comisario Víctor Fernández Bazán, un temible policía de la provincia de Buenos Aires que tuvo un protagonismo decisivo en el esclarecimiento y castigo a los asesinos de Ayerza. Valga este recordatorio de los años treinta para evocar los tiempos en que Rosario actualizó su título de la “Chicago argentina”, pero también para tener presente la respuesta que en su momento dio la clase dirigente al flagelo de los secuestros, extorsiones, intimidaciones públicas y asesinatos. A título de anécdota, importa recordar que Juan Galiffi pudo eludir la Justicia y regresar a su Italia natal donde cultivó una excelente relación con Benito Mussolini, algo previsible en un personaje para quien una de sus fuentes de ingresos era la organización de bandas de sicarios destinadas a apalear a obreros huelguistas y dirigentes políticos de izquierda. En tiempos presentes, lo sucedido en la casa del gobernador Bonfatti debe ser evaluado como una inquietante señal de alarma acerca del peligro que representan estas bandas que vienen actuando cada vez con más audacia y exhibiendo recursos económicos y militares cada vez más amplios. La lucha contra el narcotráfico es el desafío más grande que se le presenta a la democracia, porque la mafia de las drogas no sólo enferma a la sociedad, sino que corrompe al sistema político, degrada las instituciones e impone en la calle la ley de los sicarios. Los ejemplos de Escobar Gaviria, Amado Carrillo o Joaquín Guzmán no son reliquias lejanas sino inquietantes ejemplos. Seguramente todavía estamos bastante lejos de México o Colombia, pero ninguna clase dirigente responsable puede esperar que se llegue a esos niveles de infierno para decidirse a actuar en serio. La balacera contra la casa del gobernador debe ser considerada, por lo tanto, como la gota que rebasó el vaso. Asimismo, lo sucedido deja en evidencia la calumnia perpetrada por algunos personajes lamentables del oficialismo nacional de considerar al gobierno santafesino como cómplice de los narcos. Las balas disparadas contra el domicilio de un gobernador honrado, confirman de una vez y para siempre quiénes son los narcotraficantes y quiénes sus víctimas. La lucha contra el narco es una batalla que debe librarse en varios frentes. Hay decisiones represivas, jurídicas, sociales y culturales, pero el primer paso a dar es hacerse cargo de que es una de las batallas más serias que la Argentina debe librar de aquí en adelante, una batalla que exige de la clase dirigente saber que un tema de esta gravedad no puede estar sometido a las picardías electorales y, por el contrario, debe ser una política de Estado donde los mejores recursos del poder se movilicen en una misma dirección. Sin exageraciones, pero también sin indiferencia o neutralidad, es necesario insistir en que necesitamos terminar con el narcotráfico, antes de que el narcotráfico termine con nosotros.
Hay que hacerse todas las preguntas pertinentes, porque antes y por diferentes motivos este tema se subestimó. La balacera contra la casa del gobernador debe ser considerada como la gota que rebasó el vaso.