Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Entre el 9 y el 17 de octubre de 1945 se decidió el horizonte político de la Argentina por más de medio siglo, con la particularidad de que los principales protagonistas de aquellas jornadas no poseían plena conciencia de la trascendencia de sus actos, ni tampoco consideraban que sus decisiones iban a tener las consecuencias que tuvieron. El dato no debería sorprendernos demasiado, ya que abundan las circunstancias en las que, citando a un clásico, los hombres suelen hacer la historia sin saberlo con precisión.
Como se sabe, el ciclo que estamos examinando se inició con la forzada renuncia de Perón a todos sus cargos y su inmediata detención, y concluyó con la jornada del 17 de octubre, su libertad y el acto público en la plaza, donde se forjó con una sorprendente consistencia el lazo político y simbólico de la masa con el líder.
De esos días desbordantes de tensiones, intrigas y novedades políticas, interesa examinar lo sucedido el 11 de octubre, cuando el caudillo radical Amadeo Sabattini llegó a Buenos Aires y se reunió con el general Ávalos, de hecho el hombre fuerte de la política nacional en esas alucinadas jornadas.
Sabattini era en esos momentos el dirigente más prestigiado de la UCR y, según las especulaciones o fantasías de Ávalos, el político que reunía las condiciones ideales para constituirse en el garante de una salida institucional que conformara a militares y civiles. Su predicamento y prestigio parecía estar fuera de discusión entre la clase dirigente de aquellos años, al punto de que uno de los primeros en admitir esa consideración fue en su momento el propio coronel Perón, quien no tuvo reparos en ofrecerle el cargo de vicepresidente en una candidatura que, por supuesto, encabezaría él.
La seducción de Perón y su creciente gravitación en el poder no impidieron que Sabattini le dijera al emisario que él no tenía ambiciones ni precio, y que si pretendía alentar ilusiones políticas con el aval de los radicales, lo primero que debía hacer era afiliarse al partido, consideraciones que a Perón lo pusieron de muy mal humor. Y a partir de ese momento, Sabattini se transformó para el despechado coronel en el insignificante “tanito de Villa María”.
Que su animosidad contra el caudillo radical fue sincera, se confirmará unos meses más tarde, como lo registra la carta que en esas jornadas de octubre Perón le escribió a una Evita desmoralizada y al borde del pánico. En sus primeros párrafos, le señala que uno de los responsables de sus desgracias, el autor del derrumbe de su carrera política era, precisamente, “el tanito de Villa María”.
Perón no estaba del todo equivocado en responsabilizar a Sabattini de la pérdida de su poder y de su libertad, y, al respecto, existen informaciones confiables para suponer que, efectivamente, el dirigente radical había convencido a la facción de los militares antiperonistas que si se deseaba una salida política democrática para la nación era necesario reducir a la nada la gravitación de Perón.
Atendiendo a esos antecedentes, resulta más que evidente que la reunión pactada con Ávalos el 11 de octubre fue más allá de una de las habituales tertulias que en esos años sostenían políticos y militares. En el caso que nos ocupa, la reunión fue promovida por operadores radicales y militares con la intención de decidir sobre la calidad de la salida política que se avecinaba en el futuro inmediato.
La reunión fue calificada como reservada, pero a juzgar por las expectativas que despertó y la divulgación que posteriormente tuvo, la calificación de “reservada” no fue más que una consideración retórica. Por lo pronto -y atendiendo a lo que se supo después-, las principales espadas del radicalismo estuvieron al tanto de ella, entre otras cosas porque Sabattini se preocupó por mantener informados a sus correligionarios.
Que el encuentro de Ávalos con Sabattini no fue tan secreto como se dijera en algún momento, lo confirma el hecho de que Arturo Jauretche, un dirigente radical que muy bien podría ser calificado de segunda línea, fue quien le planteó a Sabattini que el destino lo había colocado frente a una singular oportunidad histórica para liderar un proceso de cambio que había iniciado Perón, pero que bien podía ser continuado por él si se decidía a ponerse a la altura de las circunstancias.
El relato que hace Jauretche de esas horas, que no vacila en calificar de históricas, está adornado por las modalidades de su pluma, pero más allá de algunas exageraciones hay buenos motivos para creer que en verdad Jauretche le planteó a Sabattini que aceptara la presidencia de facto que seguramente le iba a ofrecer Ávalos y que luego, con el poder en la mano, maniobrara para asegurar la libertad de Perón, no para proclamarlo candidato a nada sino para asegurar su definitivo retiro de la política.
Habría que preguntarse si Jauretche disponía de autoridad y credenciales políticas en la UCR como para emplazar en esos términos a un dirigente avezado y celoso de su autonomía como Sabattini, pero más allá de las especulaciones que se puedan hacer sobre la veracidad de las palabras de Jauretche, lo cierto es que cuando efectivamente Ávalos le ofreció a Sabattini la presidencia de la Nación, éste respondió ateniéndose a la conducta previsible de un político radical de aquellos años: declinó la oferta en nombre de su acatamiento a las decisiones del Comité Nacional favorable a la entrega del gobierno militar a la Suprema Corte de Justicia.
A partir de esa respuesta, Jauretche estima que ni Sabattini ni el radicalismo tenían destino en el nuevo proceso histórico que se abría, motivo por el cual luego de reprochar con amargas palabras la supuesta defección de Sabattini y considerar que los radicales eran “incorregibles”, decidió abandonar el partido e irse con Perón.
Lo más curioso de ese desenlace, en el que un político rechaza la oferta servida en bandeja de la presidencia, es que Sabattini no estaba de acuerdo con la estrategia de sus correligionarios de constituir la Unión Democrática y marchar hacia la Casa Rosada del brazo de Braden y los detestables enemigos de los años treinta, una caravana que, a su juicio, solamente podría conducir al más estrepitoso de los fracasos.
Que Sabattini era capaz de renunciar a los cargos y al boato de los honores, es algo que demostró cuando fue gobernador de Córdoba en la década conservadora del treinta, o cuando rechazó la oferta de ser el compañero de fórmula de Tamborini. Pero lo que llama la atención de los contemporáneos es que en nombre de la disciplina partidaria y las exigencias que esa decisión incluía, Sabattini se encolumnara sin ilusiones ni esperanza alguna con una salida política que no compartía ni en su forma ni en su contenido.
¿Debería haber aceptado la invitación de Perón o la oferta de Ávalos? No se puede dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, entre otras cosas porque en el campo de la historia no hay mucho margen para discurrir acerca de lo que no sucedió. Lo que sin embargo corresponde indagar es si las decisiones de Sabattini eran coherentes con su manera de entender la política, una pregunta que no admite demasiadas disquisiciones, porque si bien es posible que Sabattini no estuviera en condiciones de entender el nuevo momento político, sí era capaz de entenderse a sí mismo y, sobre todo, de entender desde qué lugar él pensaba la política y a qué valores había consagrado su existencia.
Por otra parte, a mediados de octubre de 1945 apostar a la suerte de Perón era lo más parecido a una decisión temeraria y, en el mejor de los casos, un acto dictado por el más crudo oportunismo. Incluso luego del 17 de octubre, la mayoría de los políticos de entonces estimaba que la victoria de la Unión Democrática sería un hecho de la realidad, motivo por el cual en pocos meses el nombre de Perón sólo quedaría como el mal recuerdo de una época lamentable.
Llama la atención de los contemporáneos que en nombre de la disciplina partidaria, Sabattini se encolumnara sin ilusiones ni esperanza con una salida política que no compartía ni en su forma ni en su contenido.