Mis padres se separaron cuando yo tenía seis años. Las travesuras con los pies descalzos, treparme a las ramas gruesas del mango del patio y colgarme cabeza abajo haciendo morisquetas, y aquella rebeldía infantil en el colegio de monjas, donde la maestra, demasiado pulcra y elegante, me retaba porque estaba despeinada, terminaron. Vivíamos en Posadas y nos mudamos a Santo Tomé, a una casa situada frente a la de mis abuelos maternos. Fue una transición difícil: otra ciudad, otra escuela y una vida nueva sin papá. Porque él ya no estaba a diario para armar un barrilete o llevarme de paseo a Apóstoles o Jardín América, lugares de encuentro con tíos y primos; nos visitaba cada tanto, por una semana o, con suerte, mucha suerte, dos. Crecí soñando que volvíamos a ser una familia y esperando cada cumpleaños el paquete con alma de tierra colorada que contenía un vestido y una caja de bombones.
Continué anhelando ver llegar a ese hombre que tenía una marca pequeña en la cara de la que jamás supe el origen y que él afirmaba con picardía que era la mordida de una tigresa para hacerme reír a carcajadas. Nuestro tiempo juntos era hermoso: yo le brindaba todo mi cariño y él me cocinaba pastelitos de ricota. Las despedidas eran terribles porque siempre tenía miedo de no volver a verlo y arrastraba mi angustia pueril por donde iba preocupando a los seres que me rodeaban. Cuando llegué a la adolescencia, los meses comenzaron a pasar sin noticias y su ausencia empañó mi intimidad. Había noches en que me dormía llorando porque lo extrañaba… Rogaba a Dios que me devolviera a mi papá.
En la secundaria, simulaba ser valiente y decidida. Conservaba la inocencia y también ese toque de bondad o simpatía que me reportaba afectos perdurables. En los recreos, charlando con mis compañeras, repetía como un mantra que mi papá iba a regresar. Me costaba admitir que en realidad ya no viajaba ni me mandaba regalos. ¡Estaba grande para vestiditos! Seguramente se notaba que sufría cuando hablaba de él, porque mi mejor amigo, quizás cansado de escucharme ilusionada, me dijo una tarde, con tono apesadumbrado que eso no iba a ocurrir nunca. Tenía razón y me rompió el corazón. Sin embargo me ayudó a entender que no todo es factible, que hay desencuentros y que la vida toma rumbos diferentes a pesar del amor.
Desde que tengo memoria trato de recomponer el vínculo quebrado y es ciertamente muy complejo. Hay períodos de acercamientos y de estancamiento, diferencias, silencios que parecen definitivos, y no voy a negarlo, hay instancias en que la ternura me doblega, me soborna evocando aquel sentimiento tan puro y tan inmenso, y entonces me animo a insistir. No puedo aislarme de las emociones que me provoca escribir cada palabra. No juzgo las elecciones de cada uno, pero los niños van construyendo su personalidad a través de sus experiencias y a mi se me pegó la tristeza para siempre. Está plasmada en mi carne, en mi mirada, incluso en esa dulzura algo agria que le imprimo a mis poemas.
En la Comarca, el invierno está llegando a su fin, y a mi alrededor lo natural renace con vigor. Los frutales están llenos de brotes y las semillas de la huerta ya dejan asomar sus verdores. Todo cambia, los ciclos se renuevan. Comprendí que felicidad es disfrutar de la magia de los momentos y lo importante es envejecer en paz. Aprender a escuchar esa voz interior que nos dice lo que precisamos para estar en comunión con nuestra historia y nuestro entorno, y definir con honestidad lo que nos hace bien y lo que nos hace mal, es un verdadero desafío. Hay distancias que dejan un vacío latiendo de dolor pero que son necesarias. Lo sé porque tengo tantas heridas como pecas en la piel. Sin embargo la realidad es dinámica y no cierro las puertas, dejo un haz de luz filtrando en el umbral porque a veces, el amor, no es tan imposible.
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