I
I
Fue en enero de 1994 cuando no recuerdo a quién se le ocurrió que podría ser corresponsal del diario en Punta del Este. La propuesta me interesó y después de arreglar los detalles económicos del caso acomodé la valija y marché hacia la ciudad de veraneo, transformada en una suerte de Meca del menemismo gobernante de entonces. Llegué a destino, alquilé un departamento a una cuadra de la calle principal, es decir, la avenida Gorlero, y arreglé los detalles para enviar las notas en un tiempo en el que no había celulares, internet, wi-fi y todas las novedades tecnológicas de la actualidad, y si las había, yo no había accedido a sus beneficios. Fax y teléfono, eran mis exclusivas variables de comunicación. Después dependía de mi capacidad para establecer relaciones públicas, sabiendo de antemano que en Punta del Este presentarse como periodista de El Litoral era como jugar en Primera B o algo parecido. Pues bien, me las ingenié para estar en todas, para organizar en absoluta soledad algo así como una redacción con capacidad para enviar notas de la farándula gracias a mi amistad con Ante Garmaz; notas de cine, gracias a mis relaciones con Beto Bandoni, y notas políticas, que no eran difícil de obtener si uno se instalaba en El Greco, el bar en el que se reunía toda la fauna política, empezando por los menemistas, que tácitamente habían establecido que para existir en el universo político de entonces había que estar en Punta, el lugar elegido por Carlos Menem para veranear. Y el lugar en el que también se destacaban por sus hazañas nocturnas, Carlos y Carlitos Menem Junior; hazañas que en algún momento incluyeron una detención por desorden en un boliche nocturno. Carlitos fue detenido, su mamá, doña Zulema, armó el escándalo del caso, pero el padre, Carlos, dijo que si había cometido una infracción que se haga responsable de sus actos. Una respuesta que, como se comentó en los infatigables mentideros de entonces, originó una nueva refriega entre Carlos y Zulema. Detalles domésticos, estos últimos, que la farándula menemista de entonces consumía con avidez de cholulos, porque, importa decirlo, en términos sociales, el menemismo -es decir, el peronismo real de entonces-, había hecho del cholulismo, del consumo frívolo de tonterías -incluido el exhibicionismo de ropas caras, ciclomotores, yates y cenas en los restaurantes más distinguidos-, un estilo de vida, enriquecido por las compañías de señoritas que como muy bien las distinguía Edmundo Rivero en su tango "Pucherito de Gallina": "(…) chicas bien de casas mal, con estas otras chicas mal de casas bien". Así era el peronismo versión menemista: no sé si le gustaba el caviar, el salmón o el vino Luigi Bosca, o el champagne Pommery, pero les gustaba que los vieran consumiendo esas marcas. Como también les encantaba exhibir relojes de marca, zapatos de marca, autos de marca y, por supuesto, perfumes de marcas, con los que invadían el aire de los territorios que ocupaban.
II
Ese verano de 1994 en Punta del Este me di todos los gustos, todos los gustos profesionales se entiende. Conversé con Mirtha Legrand y Pinky; asistí a los desfiles de modelos de Roberto Giordano y Pancho Dotto; almorcé con Hermenegildo Sabat y hasta me tomé la licencia de entrevistar a una princesa de no recuerdo qué país de Europa del Este, que así se presentaba, muy enojada porque la invasión de turistas peronistas con su grosería y vulgaridad consumista estaban arruinando un lugar de veraneo elegido por los dioses. Capítulo aparte eran los desayunos en El Greco, la cita obligatoria de los políticos menemistas decididos a "pertenecer", con la misma convicción con la que asistían al casino, ocasión en la que conocí, por ejemplo, al ruso Gerardo Sofovich, quien me atendió con mucha amabilidad mientras saboreaba un whisky y le advertía al hijo que aflojara con las apuestas en la ruleta, porque ya llevaba gastado, más o menos en plata de ahora, unos doce millones de mangos. Conclusión parcial: ser menemista en los noventa, es decir, peronista de pura cepa, exigía desayunar en El Greco, y darse una vuelta por el casino a la noche.
III
Para enero de 1994 el menemismo estaba en su esplendor. Menem era el profeta del peronismo y en Punta del Este no conocí un peronista que no fuera menemista, distinción que me tomo la licencia de realizar ahora, porque en 1994 a nadie se le hubiera ocurrido establecer algo así como una diferencia entre peronismo y menemismo. Menem era un caudillo que solo el pantagruélico vientre del peronismo era capaz de gestar. Para la fecha que menciono, la agenda política inmediata era la reforma constitucional prevista para mediados de año en nuestra ciudad. Estaba fuera de discusión que la reforma se hacía para asegurar la reelección de Menem, y que una vez habilitada esa pretensión los peronistas votarían con disciplina de soldados al rey de la República de Cholulandia. La oposición, se sabe, denunciaba periódicamente los episodios de corrupción, pero los peronistas estaban persuadidos que mientras el "uno a uno" funcionara, los argentinos mayoritariamente no perderían el sueño por la cleptocracia riojana, como años después no lo perderían por la cleptocracia de Río Gallegos. Peronismo de alta escuela, como le gustaba decir al compañero Carlos.
IV
Menem llegó a Punta del Este exhibiendo sus frivolidades y tilinguerías. El jefe de la farándula política de entonces había anticipado sus deseos de veranear en la misma ciudad donde veraneaba su amigo Bernardo. Es decir Bernardo Neustadt, el periodista más famoso y más controvertido de entonces y, al mismo tiempo, el promocionador de los formidables aciertos políticos y económicos de Menem y Cavallo. Su programa "Tiempo Nuevo", compartido con Mariano Grondona, salía al aire todos los martes y sus niveles de audiencia eran altísimos, más allá de que por lo menos un cuarto de esa audiencia los detestara por "gorilas" o "derechistas". Ahora, por esas vueltas de la vida o por esa capacidad asombrosa del peronismo para mimetizarse con las modas históricas, Bernardo había pasado a ser el "compañero Bernardo" y la consigna de "combatiendo al capital" devino en "compartiendo el capital" y "corrompiendo al capital".
V
No quería irme de Punta del Este sin entrevistar a Bernardo Neustadt. Un amigo de La Nación me pasó el teléfono, y apenas llamé reconocí del otro lado de la línea su voz inconfundible, algo cascada, algo culta, algo autoritaria. De entrada me dijo que no, que estaba de vacaciones. Insistí y di en la tecla, porque le hablé de Santa Fe y le recordé los finales de los años sesenta, cuando dirigió un programa en Canal 13. No sé qué fibra toqué de su corazón o de lo que quedaba de su corazón, pero aceptó que fuera a su casa, me dio la dirección y allí caí con mi grabador y mi fotógrafo. La casa de Bernardo era la casa de un rico: el living, el mobiliario, las cortinas, las ventanas, eran las de un rico; también constituían una marca de clase los cuadros en las paredes y las marcas de las bebidas en el bargueño. Y como para confirmar mis previsibles hipótesis, me comentó, como al pasar, que no muy lejos de allí tenía otra casa. Lo dijo sin fanfarronería y sin culpas, como si ser periodista y millonario fuera lo más normal del mundo. Hablamos largo y tendido más de una hora. Lo defendió a Menem y se defendió él mismo. "Mi poder no está en mi linda cara ni en la plata que hice; mi poder está en el apoyo que recibo de la gente…por eso los presidentes, los ministros y los gobernadores vienen a mi estudio". Su coherencia era notable: un neoliberal thatcherista en estado químicamente puro. "El día que los argentinos admitan que el éxito no es una mala palabra, empezaremos a ser un país normal". Pregunté y repregunté una o dos veces. No más. Yo iba a hacer una entrevista, no a debatir con él. Destaco su inteligencia y la solidez de sus posiciones políticas expresadas con ese talento singular para traducir un corpus ideológico en ejemplos cotidianos, la clave si se quiere de su maestría periodística.