La noche comenzaba a reclamar su espacio sobre la ciudad, arrojando sombras largas sobre las baldosas de la peatonal. El viento helado de otoño serpenteaba entre los edificios, colándose por los cuellos de los abrigos y haciendo temblar a los más desprevenidos. Caminaba sin rumbo fijo, con la mente sumergida en la inercia de la rutina, cuando un sonido inesperado quebró la monotonía de la tarde.
No era el ruido de los colectivos ni el bullicio de los transeúntes. Tampoco era el eco lejano de una radio en algún bar. Era una voz humana, cálida, profunda. Una voz que parecía haber atravesado océanos y décadas para llegar hasta allí.
A pocos metros, junto a un cartel tambaleante, un hombre con un micrófono y un parlante, de esos modernos, dejaba que su alma se derramara en notas y versos. Su rostro estaba surcado por arrugas, pero en su canto había una juventud intacta, como si el tiempo no lo hubiese alcanzado. Con los ojos cerrados y una expresión serena, cantaba La Bohème de Charles Aznavour, con la misma melancolía con la que la habría entonado el propio Aznavour en algún rincón de París.
"Je vous parle d'un temps que les moins de vingt ans ne peuvent pas connaître…"
El aire se cargó de imágenes invisibles. De repente, la peatonal se difuminó y las baldosas bajo mis pies se volvieron empedrado irregular. A mi alrededor, las fachadas se tornaron de piedra gastada, las ventanas se llenaron de macetas con geranios y, en la cima de la colina, dominando la escena, se alzaba el Sacré-Cœur, con su cúpula blanca desafiando la noche parisina.
Montmartre: Alma Bohemia de París
En mi mente, recorrí las mismas calles que una vez pisaron Renoir, Van Gogh, Modigliani y Picasso. Sentí la presencia de aquellos artistas que vendían sus cuadros por una moneda o simplemente por un plato de comida caliente. Vi los cafés iluminados donde se discutía de arte y política, donde se soñaba con revoluciones pictóricas y se brindaba con vino barato.
Montmartre era más que un barrio: era una promesa de libertad, una apuesta a la belleza sin concesiones, un refugio para aquellos que no querían rendirse ante la mediocridad del mundo.
Aznavour lo entendió mejor que nadie cuando escribió La Bohème. Su canción no solo habla de un amor perdido, sino de un tiempo que ya no existe, de un París que se fue, de una juventud que se evaporó con los años.
"On était jeunes, on était fous, on chantait la Bohème et tout nous semblait possible."
Éramos jóvenes, estábamos locos, cantábamos la bohemia y todo nos parecía posible.
El cantante callejero seguía entregándose a su música, sin importarle los transeúntes que pasaban sin mirar, sin importarle el frío que se filtraba por sus ropas gastadas. Cantaba con una pasión que solo tienen aquellos que han vivido lo suficiente como para entender la nostalgia de lo que se pierde.
Lo miré con otros ojos. ¿Acaso él también venía de un tiempo que ya no existía? ¿Acaso su voz, como la de Aznavour, era un último intento de sostener la belleza en un mundo que cada vez la valora menos?
La peatonal de Santa Fe y el Montmartre de mi ensoñación se superpusieron en mi mente. Dos lugares distintos, dos realidades separadas por miles de kilómetros y siglos de historia, pero unidas por una misma esencia: la del artista que persiste, que canta, que resiste a la indiferencia.
Cuando la canción terminó, un silencio espeso se apoderó del aire. Era como si nadie se atreviera a romper la magia que acababa de tejerse.
Metí la mano en el bolsillo y saqué unas monedas, que dejé caer en el sobrero mal gastado con un sonido metálico y triste. El hombre abrió los ojos y me sonrió, con una expresión de gratitud serena, pero también con la melancolía de quien sabe que, en unos minutos, la vida seguirá su curso y él volverá a ser invisible para la mayoría.
"Gracias", le dije, como si eso fuera suficiente.
Él asintió, y sin más, comenzó a tocar otra canción, esta vez en español. La magia de Montmartre se disipó. El empedrado volvió a ser baldosa. La bohemia se evaporó con el frío nocturno.
Estaba de vuelta en Santa Fe.
Pero algo dentro de mí había cambiado.
Caminé por la peatonal con la certeza de que, mientras haya alguien que cante con el alma, mientras existan artistas que se resistan al olvido, la bohemia no morirá del todo. Se mantendrá viva en cada acorde, en cada verso, en cada corazón dispuesto a soñar, aunque solo sea por el tiempo que dura una canción.
La peatonal de Santa Fe y el Montmartre de mi ensoñación se superpusieron en mi mente. Dos lugares distintos, dos realidades separadas por miles de kilómetros y siglos de historia, pero unidas por una misma esencia: la del artista que persiste, que canta, que resiste a la indiferencia.
Montmartre era más que un barrio: era una promesa de libertad, una apuesta a la belleza sin concesiones, un refugio para aquellos que no querían rendirse ante la mediocridad del mundo.
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