Ricardo Dupuy
11 - Esplendor, misterio y ocaso del edificio Plaza Ritz
Ricardo Dupuy
Quizás lo que tengo para contar, hoy a más de sesenta años, suena impiadoso pero les aseguro que en aquellos tiempos nadie se horrorizaba, más aún, sonaba como algo divertido. Simpático al menos.
Lo cierto es que las palomas siempre fueron un problema para el Gran Hotel Ritz de Santa Fe pero, por entonces, se habían convertido en uno grande. Un gran problema, al punto de ocasionar la pérdida de clientes, pecado mortal para un hotel. Lo nuestro comenzó con la visita del gerente del Ritz a casa.
Don César Lo Celso era de Génova, un hombre menudo, con fisonomía algo rústica pero domesticada, seguramente por su trabajo de "alto roce social", como se encargaba de destacar. Lo recuerdo con cabellos ralos, totalmente canos y estrictamente peinado a la gomina.
Siempre puntilloso, vestía rigurosamente saco y corbata, y sus zapatos eran negros de charol. ¡Impecables! Nosotros, que vivíamos en calle de tierra, no alcanzábamos a comprender como estaban tan lustrosos. Al menos hasta que Lalo llegó con el chimento que antes de entrar a casa lo había visto hacer la cigüeña. Pararse en un pie y llevar el empeine del otro hacia atrás de los gemelos para lustrarlos.
Papá y Don César eran viejos paisanos italianos, desde jóvenes en Argentina. Amigos desde los años de la escuela Avellaneda, acostumbraban pasar largas horas comentando cada quien sus preocupaciones. A nosotros nos gustaban, más que otras, las historias del hotel y la forma que tenía Don César de contarlas en cocoliche. Si el tema era apto para menores se nos permitía estar, si no, papá hacia un gesto y nos íbamos sin chistar. Ese día el tema fueron las palomas. Las palomas del Ritz.
-Ya no sabemos que más hacer. Decía Don César, con cara de preocupado, mientras apuraba un vaso de Aperol. Es que lo que comenzó siendo un lindo detalle hoy se ha convertido en una auténtica plaga. ¡Una úlcera maledetta!
-¿Probaron con veneno? Interrumpió papá, aprovechando un sorbo generoso. Seguro que el gallego de la ferretería debe tener algo contra las palomas.
-Ma sí, embardunamos la azotea con veneno para ratas y solo cayeron unas pocas, y con la lluvia tuvimos que mandar a los mozos a lavar todo para evitar que llegue a los huéspedes. También encargamos a Julián que trepe a romper nidos, pero casi se cae desde las alturas… Hasta conseguimos tres halcones; nos habían dicho que se comían a los pichones, pero nada, se mandaron a mudar y sin hacer su lavoro.
Yo y mis hermanos, Gustavo y Lalo, escuchábamos absortos. Fue Gustavo, el mayor quien dio con la punta del ovillo.
- ¡Si vamos nosotros con las gomeras no queda ni una! Comentó en vos bajita para no interrumpir a los mayores.
Aquella fue una noche larga para mí, no pude pegar un ojo pensando en la cacería de palomas en los altos del Ritz. Larga y productiva noche…
Por la mañana terminé de atar cabos y se me ocurrió el negocio. Convoqué a reunión de hermanos al regreso de la escuela, en la casilla del fondo.
- ¿Por qué no hablamos con Don César y le proponemos que nos deje cazar las palomas?… Desde la terraza no se nos escapa ni una.
- Pero tenemos que pedirle permiso a papá. Cortó Lalo, el menor, que por entonces no pasaba de diez años, ni del metro de estatura.
- Está bien, hablemos, pero la idea es buena, le podemos pedir cincuenta centavos por cada paloma. ¿Les parece? Dijo Gustavo.
Y así fue. Se las hago corta: papá aceptó, con poco entusiasmo, pero aceptó. Nos impuso como regla estar presente y "cazar" sólo los fines de semana después de estudiar, siempre y cuando el gerente aceptara, cosa que él veía muy difícil.
Pero Don César aceptó también, aunque impulsado por el no saber qué hacer. Resignado, aceptó. El gerente del Ritz suponía que iba a ser otro intento fallido, así lo comentó a los administradores y al personal. Se equivocaba. Todos se equivocaban.
Es que ni papá, ni Don César, ni mucho menos los administradores, conocían nuestro "as en la manga". Sólo Gustavo y yo. Bueno, y él por supuesto, aunque por su edad, sin dimensionar del todo su don. Su gran don.
Lalo con nueve años, y menos de un metro de estatura, tenía una puntería excepcional, al punto de poder pegarle a una paloma al vuelo a más de diez metros. Y no sólo una vez, siempre. Cuando papá y Don César lo vieron practicar en el campito de la esquina quedaron con la boca abierta.
Y así nació la "Brigada Palomita". Gustavo juntaba durante la semana piedras redondas de obras en construcción. Lalo apuntaba, tiraba y le pegaba a todas. Yo, el más delgado y ágil, buscaba presas caídas a los saltos entre techos y balcones de los vecinos, y papá, el capitán, las metía en bolsa de arpillera y cobraba la faena en el privado del hotel.
Sábados a la tarde, camino a casa, pizza grande, especial en Yusepín y rosas amarillas o blancas en la florería Gladis, para que mamá no se enoje. Cuatro felices cazadores, a carcajadas limpias por Boulevard, rumbo a Barranquitas, donde vivíamos. El capitán, en señal de reconocimiento, solía llevar en andas al mejor y más chiquito de sus soldados.
Pero, como se sabe, la felicidad nunca dura lo suficiente…
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