Osvaldo Agustín Marcón
Osvaldo Agustín Marcón
Sin adentrarnos en los confines del pensamiento científico recordemos, al menos, cuántas objeciones despiertan aquellas formulaciones teóricas a las que se atribuye validez universal. El denominado bullying es una de ellas. Esta nominación remite a un cuadro de ideas nacidas en países europeos, con posteriores desarrollos -fundamentalmente- en Estados Unidos y Canadá. El noruego Dan Olweus fue quien acuñó dicha expresión, aunque la etiología conceptual puede rastrarse hasta los estudios del “padre de la etología” (o ciencia del comportamiento animal), el zoólogo austríaco Konrad Lorenz.
En América Latina esta teorización fue importada, casi en estado puro, sin pasarla por los necesarios tamices regionales. Así, el bullying se refiere a una suerte de triángulo actoral formado por la víctima, su/s victimario/s y los espectadores (de distintos tipos), tal como la proponen desde aquellos países. Sin embargo esta mirada deja afuera a otros actores, igualmente importantes en la construcción de las situaciones. Así, la teorización no otorga un protagonismo central a la propia institución escolar, sus diseños curriculares, los medios de comunicación, los ethos culturales dominantes, los padres, los directivos, los docentes, etc. Pueden ensayarse comentarios sobre ellos pero lo sustancial en la teoría es aquella tríada.
Entonces, en las bases del bullying como concepción, tal como fue importada, encontramos una limitación decisiva que, luego, incide en las intervenciones. No es el único obstáculo pero alcanza para informar que diversos teóricos ya postulan re-pensar la cuestión. Para América Latina ya se postula pensar en términos de “violencia escolar” antes que bullying. Es cierto que ella incluye muchas otras situaciones pero, precisamente, allí se encuentra el meollo de la objeción. Apelar al referido triángulo quita responsabilidades a otros protagonistas depositándolas en una zona específica del conflicto, con lo cual se lo desnaturaliza avanzando, en no pocos casos, hacia su psico-patologización.
Esa manera de abordar el problema estimula, entre otras cosas, la negación del espacio escolar como microcosmos de la comunidad de la que forma parte, es decir como caja de resonancia de conflictos más profundos. Ya en este punto, podemos animarnos a dar otro paso y pensar la violencia escolar como expresión de la violencia discriminatoria, socialmente instalada y actualmente en plena expansión.
En este sentido, señalemos que la elección del (o la) adolescente sobre quien se construirá progresivamente una víctima, necesita de determinados patrones que hagan viable la victimización. En el análisis de tales pautas y, más aún, en su legitimación social, podemos hallar importantes indicadores que sirvan para intervenir transformando positivamente las realidades. Para ello es indispensable dar respuesta a la pregunta que forma parte del título, es decir, si el bullying está (o no) funcionando como manera de derivar la responsabilización hacia esos tres actores, liberando de responsabilidades a las usinas en las cuales se legitiman los patrones para la violencia discriminatoria. Diversas expresiones (recordemos, por caso la muy difundida “esos negros de m...”, entre otras) han adquirido notable potencia simbólica y material en las comunidades en las que las escuelas se inscriben. Si hacemos un esfuerzo introspectivo, posiblemente notemos que décadas atrás esas expresiones u otras ya existían, pero no con la robustez actual. En la estructura social, ellas algo indican.
Si el análisis se cierra sobre aquel triángulo, pocas posibilidades quedan de hacer silencio y asumir responsabilidades ante las diversas expresiones de violencia social, ahora en los espacios escolares.
La teorización no otorga un protagonismo central a la propia institución escolar, sus diseños curriculares, los medios de comunicación, los ethos culturales dominantes, los padres, los directivos, los docentes, etc.
Para América Latina ya se postula pensar en términos de “violencia escolar” antes que bullying. Es cierto que ella incluye muchas otras situaciones pero, precisamente, allí se encuentra el meollo de la objeción.