Desde siempre la percepción de la realidad ha representado un problema para la condición humana en su conjunto. Si existe el sintagma "realidad objetiva", si fue necesario adicionar aquel término y adjetivarla como objetiva, es porque la aprehensión de la realidad por sí sola no inspira confianza. Desde Platón hasta Descartes, los filósofos entienden que los sentidos nos engañan, y más tarde Freud agregó que la realidad es una construcción donde las fantasías inconscientes juegan un papel significativo. Tanto en uno y otro caso la experiencia de la realidad permanece condicionada por la subjetividad misma, de allí la pretensión de la ciencia moderna de eliminar o reducir dicha variable en su manera de interrogar la naturaleza.
Lejos de adoptar una posición relativista que deja caer las verdades absolutas, la mayoría cree que su juicio sobre tal o cual asunto merece la categoría de realidad objetiva. Es por ello que, en el afán de preservar el lazo social y contener su ambivalencia constitutiva, suele adoptarse la siguiente regla en reuniones familiares: "En la mesa no se habla de política, fútbol o religión". Se trata de tópicos propicios para la profundización de las diferencias, donde cada uno defiende sus grandes verdades y presenta las evidencias del caso como irrefutables. Más allá de la satisfacción narcisista que se obtiene cada vez que nos conceden la razón en una discusión, lo interesante es cuando ello no sucede. La necedad del otro hace surgir un sentimiento de impotencia, ¿cómo es posible que mi interlocutor, quien posee asimismo la facultad de pensamiento propia de los Homo sapiens, no perciba el mundo tal y como lo veo todos los días? La teoría psicoanalítica puede introducir aquí una lectura sobre el problema. Si bien no agota la cuestión, al menos esclarece una de sus múltiples aristas.
Lo verdadero y lo falso ha sido objeto de reflexiones desde que el hombre es hombre. Las sentencias y máximas de figuras ilustres se superponen en nuestro acervo cultural, con su aire solemne y sin importar si se contradicen entre sí. En el primer volumen de "Humano, demasiado humano", Nietzsche escribe una frase que más tarde devino aforismo: "Las convicciones son enemigas de la verdad más peligrosas que las mentiras". Como toda frase lograda, tiene la virtud de condensar en pocas palabras una idea que invita a trascender el llamado sentido común. Si acaso mentimos, solo es necesario invertir la fórmula para hallar lo verdadero. Una y otra son tan próximas como el anverso y el reverso de una hoja de papel. En cambio, las convicciones presentan un problema más complejo. Cuando estamos convencidos de algo nuestros oídos se cierran y, en consecuencia, transformamos todo signo que irrumpe en lo cotidiano en un correlato confirmatorio de nuestra certidumbre inicial.
Para argumentar este principio la práctica clínica psicoterapéutica ofrece un punto de apoyo. Si, por ejemplo, un adolescente cultiva la idea de que no es tenido en cuenta por sus figuras significativas, entonces tenderá a interpretar dichos y hechos en tal sentido. Si sus padres obsequian un celular a su hermana, encontrará en ese gesto una verificación de la disimetría retenida en su queja. En cambio, si él fuese el destinatario original del presente, podrá pensar que se pretende compensar con un objeto material una falta que es de otra naturaleza, confirmando nuevamente su tesis inicial. Si ambos hermanos se benefician al mismo tiempo con idéntico regalo, llegará a conjeturar que fue incluido solo para disimular la injusticia o acallar su queja, y así sucesivamente. Las convicciones actúan como un punto cardinal hacia donde se encamina la infinitud de una argumentación que se satisface a sí misma. Allí ya no hay pregunta alguna, sino más bien un momento de concluir.
Dicho sea de paso, en las relaciones humanas no hay más que diferencias y la idea de justicia distributiva en el campo de los afectos es una exigencia imposible. No importa el arreglo al que se llegue, siempre habrá alguien disconforme. Hay muchas causas, contingentes y no tanto, que contribuyen a un buen o mal encuentro entre los sujetos. En otras palabras, el problema no es que existan diferencias, sino cuando hacemos de ellas una causa vital que ordena nuestra existencia, es decir, un síntoma.
Aunque en ocasiones se valora la tenacidad en las convicciones como un ejemplo de entereza de espíritu, esa misma cualidad también las hace dogmáticas, cuando no irrefutables. Sin necesidad de recurrir a la noción freudiana de inconsciente, el filósofo Colin Murray Turbayne lo explica con sencillez: "La interpretación es siempre un proceso activo condicionado por lo que esperamos. En gran medida, vemos lo que buscamos ver porque estamos pensando en ello".
En psicoanálisis entendemos que las fantasías no son un refugio imaginario ante una realidad que se presenta como decepcionante, sino el principio activo de construcción de la realidad misma. Por ello, al menos desde esta perspectiva, nadie puede jactarse de estar firmemente asentado en las coordenadas de la realidad, ni imponer su visión del mundo como verdadera. De allí las reservas del caso cuando se define a las psicosis, ya en el campo de la psicopatología contemporánea, como un "análisis distorsionado de la realidad" y una "incapacidad para separar la realidad de la fantasía".
Si es un enfoque que genera rechazos, es porque no siempre es posible soportar dicho límite a la omnipotencia del pensamiento y consentir a la posición humilde que de allí se desprende. En efecto, agujerea el sueño de la razón y sus promesas de progreso.
Las fantasías inconscientes son entonces solo un caso particular dentro del conjunto de las convicciones y funcionan como una mediación entre la experiencia del mundo y su interpretación. Su rasgo diferencial es que no suelen advertirse, salvo cuando se tornan problemáticas y deciden a comenzar un espacio de psicoterapia. Uno de los trayectos posibles de la terapia es reconstruir el guion de las fantasías inconscientes, es decir, aquella clave silenciosa con la cual cada uno da sentido a su mundo.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.