Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
ralaniz@ellitoral.com
Cuando a fines de diciembre de 1936 los concejales radicales de la ciudad de Buenos Aires levantaron la mano para aprobar la prórroga de las concesiones a la Cade -empresa proveedora de energía eléctrica-, sentaron el precedente de que la corrupción de la década de los años treinta también había penetrado en el partido de Hipólito Yrigoyen. La llamada década infame (con todo lo que de arbitrario tiene esa designación) lo será no sólo porque los conservadores eran corruptos, sino porque a esas prácticas también se habían sumado los radicales, por lo que existirán buenos motivos para pensar que ya no se trataba de un gobierno corrupto sino de un régimen corrupto. Como se sabe, los procesos de estigmatización histórica no suelen detenerse en matices o sutilezas. Para los críticos de la década, todo es corrupción, fraude y violencia institucional, entre otras cosas porque para muchos de ellos la década feliz será la siguiente. Sin embargo, a la hora de la evaluación histórica en la vida real, hay muchas más cosas que consignas más o menos oportunistas. Incluso imputaciones como el fraude electoral merecen relativizarse, porque -como referencia- en la ciudad de Buenos Aires o en la provincia de Córdoba, el fraude no existe o se ha reducido a su mínima expresión. Los ejemplos de Luciano Molinas y Amadeo Sabattini dan cuenta de esta realidad. Por su parte, en la ciudad de Buenos Aires la presencia en el Concejo Deliberante de una amplia bancada radical y socialista en contraste con una mínima representación conservadora demuestra que el problema en Buenos Aires no es el fraude sino la corrupción, asumida en este caso por la bancada radical, acontecimiento tan singular que dio lugar a que un político pícaro y ligero como Agustín Justo dijera que el radicalismo sentó el extraño antecedente de corromperse siendo oposición. La década del treinta no fue el infierno que pintan los nacionalistas, olvidando que ellos también fueron protagonistas de ese tiempo, pero está muy lejos de haber sido un paraíso como intentan sugerirlo algunos historiadores conservadores. De lo que no hay dudas es que fue un tiempo difícil en un mundo que marchaba hacia el infierno de la guerra. En ese contexto, el balance de Argentina dista mucho de ser catastrófico, pero ello no alcanza a ocultar resonantes episodios de corrupción que, comparados con los de los tiempos actuales parecen contravenciones inofensivas, pero en su momento fueron escandalosos. El negociado de la Cade es un episodio más de la saga corrupta que incluye: “noticias” como el de las “Tierras de El Palomar” o los “Niños cantores de la lotería”, en un contexto de fraude electoral, la firma de un controvertido acuerdo económico internacional como el de Roca-Runciman, o acontecimientos casi mafiosos como el asesinato de Enzo Bordabehere en la cámara de senadoras de la nación. Para mediados de la década del treinta, las empresas que proveen servicios eléctricos a Buenos Aires son la Chade y la Ítalo. Se trata de empresas extranjeras, filiales de poderosos conglomerados multinacionales, que vienen proveyendo de servicios eléctricos desde 1907 y 1912. Las protestas de socialistas y ligas de usuarios contra los abusos de estas empresas son cada vez más habituales, pero va a ser en la década del treinta cuando se van a intensificar, entre otras cosas porque el servicio prestado es de regular para abajo, los costos de las tarifas son abusivos y los privilegios que estas empresas disfrutan son indefendibles. En 1936, la Chade con sede en Barcelona decide trasladarse a Buenos Aires por el peligro que representa el inicio de la guerra civil en España. La conveniencia de esta iniciativa intenta disfrazarse como un proyecto de nacionalización. La Chade pasa a llamarse Cade (Compañía Argentina de Electricidad) pero por el proceso de transferencia no pagan un peso porque, como dirá el ministro de Economía, Federico Pinedo -que en algún momento fue abogado de la empresa-, se trata de una nacionalización que hay que alentar y por lo tanto eximirla de costos. Los ediles radicales argumentan a favor de este proyecto a través de sesudos discursos que -luego se sabrá- fueron escritos en las oficinas de la Cade. Con la “nacionalización” viene la propuesta de prorrogar las concesiones por cincuenta años, divididas en dos etapas de veinticinco cada una. La pretensión es abusiva, pero mucho más grave son las condiciones que se imponen. Como se sabrá luego, la prórroga incluye eliminar los pocos instrumentos de regulación existentes, renunciar a la llamada “cláusula progreso”, consistente en rebajar el precio de las tarifas como consecuencia de las innovaciones tecnológicas; la municipalidad, por su parte, se compromete a ser cliente de Cade e Ítalo y renuncia a cualquier intento de construir una empresa eléctrica nacional. ¿Cómo se arriba a este acuerdo? A través del sencillo y eficaz expediente de sobornar a los trece concejales radicales. Se dice que cuando el presidente Agustín Justo se enteró de que el proyecto demoraba en aprobarse porque los concejales de la UCR pedían más plata, en principio, le manifestó a uno de sus colaboradores su indignación por este proceder, pero acto seguido se recompuso y dijo lo siguiente: “Si se quieren corromper los vamos a dejar corromperse, cosa que en el futuro ninguno de ellos esté en condiciones de criticarnos por lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer”. Lo cierto es que tanto la Cade como la Ítalo pusieron mucha plata para que se apruebe un proyecto que los beneficiaba en toda la línea. Algunos datos son sugestivos. En junio de 1936, llega a Buenos Aires un alto funcionario de la Cade. Llega con su elocuencia y su generosa chequera. Se llama Daniel Heinemann y su primer contacto en Buenos Aires es el abogado de la empresa, el radical antipersonalista, Vicente Gallo. Nunca se sabrá con exactitud cuánto cobraron los concejales por votar esta ley, pero las cifras estimativas hablan de alrededor de 100.000 pesos por cabeza, una verdadera fortuna para la época. El presidente de la UCR entonces era Marcelo T. de Alvear y, según todos los datos disponibles, el dirigente estaba enterado de lo que iba ocurrir y cómo iba a ocurrir. Félix Luna recuerda en uno de sus libros cuando el joven Arturo Frondizi le manifiesta a Alvear su oposición a la prórroga y éste muy enojado golpea con un puño la mesa y le dice que necesita esa plata para la próxima campaña electoral y que si Frondizi tiene otra solución que la proponga y se deje de hablar en el aire. Frondizi no es el único afiliado radical opuesto a la prórroga. También se oponen los muchachos de Forja y la mayoría de los integrantes de la convención radical de la ciudad de Buenos Aires. La oposición es tan amplia y los argumentos tan irrebatibles que el propio Alvear llega a decir en un momento que el proyecto no puede votarse, posición que modificará cuando una carta muy discreta y sugerente de Heinemann lo convenza de los beneficios de la prórroga. Por esas extrañas casualidades de la política, entre el 22 y el 23 de diciembre sesionan simultáneamente la convención radical de la ciudad de Buenos Aires y el Concejo Deliberante. En el comité de calle Lavalle los radicales discuten, se insultan, un matón dispara contra Frondizi cuando argumenta a favor del carácter antiimperialista de la UCR. Finalmente, se vota y la moción de rechazo a la prórroga se impone por amplia diferencia. Los radicales se diferencian de sus correligionarios concejales a los que ya se los califica como “cadistas”, pero sus buenos deseos llegan tarde. Ese mismo día los “cadistas” aprueban el proyecto, mientras los socialistas se retiran indignados del recinto. El 29 de diciembre se sancionan las ordenanzas 8.028 y 8.029. El 30 de diciembre, Heinemann escribe a sus amigos: “Os envío de todo corazón mis felicitaciones por el resultado obtenido y mis mejores deseos para 1937”. Heinemann tenía muy buenos motivos para estar feliz.