Por el Prof. Martín Duarte
Por el Prof. Martín Duarte
Escena uno: una alumna de quinto año de un colegio privado religioso de Santa Fe está haciendo una pasantía en la primaria de esa misma institución porque piensa seguir la carrera de magisterio después de finalizar la ESO. Su nombre es Milagros, es la abandera del pabellón nacional; ostenta diez en sus evaluaciones y en la libreta. La conozco desde los nueve años: fue mi alumna desde cuarto de la primaria hasta tercero de la secundaria. Es hija de una colega que ahora ocupa el cargo de directora de una institución de renombre. Me reencuentro con Milagros en un aula de quinto grado: observa y participa de las actividades mientras discierne su futuro laboral y profesional. Son 7:30 de la mañana, le digo con humor, desafío y una mueca de risa: “¿De verdad querés ser docente? ¿Querés llenarte de guita? ¡Sos hija de una maestra! ¡Sabés muy bien lo que significa ser maestro! ¡Mirá a tu mamá! ¡Miranos a nosotros! ¿De verdad querés terminar así?”. Ella me responde con una sonrisa incómoda pero decidida: “¡Sí, quiero ser maestra!” Pienso para mí: “Esta chica desborda talento, podría lucirse en cualquier profesión. ¿Por qué elige la docencia como carrera?”. Una “campanita de lucidez” suena en mi interior, ya sin ironía le digo (“me hago el Sarmiento”): “La carrera docente necesita a los mejores... la educación de este país reclama a los mejores... Vos tenés talento suficiente para ser una docente distinta, mejor de lo que hemos sido nosotros con vos... mejor de lo que ha sido tu madre inclusive...”. Ahí se trunca nuestra charla fugaz porque un puñado de revoltosos copa el salón con sus bochinches; una pequeña charlatana parlotea a todo volumen con comentarios diversos y descontextualizados que pretenden llamar la atención del resto del auditorio; un niño ciego espera sus actividades canturreando entre dientes; un distraído pregunta si hay que poner la fecha; otro no sabe si tiene que quedarse en el aula o ir a computación; un dormido llega -otra vez- con un retraso de 15 minutos y deambula como en un sueño en busca de su banco.
Escena dos: me toca reemplazar en un terciario de formación de docentes de primaria ubicado a 50 km al norte de la ciudad de Santa Fe; visito dos aulas que están separadas entre sí por una distancia de 20 km (salgo corriendo de una para llegar a la otra en breves minutos); en un sitio hay 70 alumnos hacinados en una antigua cuadra de panadería devenida en aula; en el otro, 30 me esperan en un salón de clases que antes fue ocupado por niños del primario. En ambos lugares, la charla gira en torno a la elección de la carrera docente: “¿Por qué elegirla?” Los alumnos del terciario son sinceros: “no hay otra opción en la zona”; “no tengo dinero para viajar a la capital”; “tengo hijos y las responsabilidades familiares me urgen: elijo lo que me queda al alcance de la mano”; “mi hermano me dijo que -de las dos carreras que se ofrecen en nuestra zona- la docencia me asegura mayores posibilidades de trabajar y prosperar...”‘; “empecé la carrera con recelo pero ahora me apasiona... ¡Descubrí que es lo mío!”. Iniciamos una rueda de trabajo al estilo taller, y el tema de nuestra charla gira en torno a: “¡Bueno, si esta no es la carrera que elegís como vocación... que sea la profesión que desempeñarás con suma responsabilidad si se considera todo aquello que está en tus manos...”.
Una frase resuena en mi cabeza: “enseñar no es sólo una forma de ganarse la vida; es, sobre todo, una forma de ganarse la vida de otros”. Pienso: “me gustaría regalarles a todos ellos -los de la escena 1 y 2- las cartas de grandes pedagogos... aunque redactar epístolas esté pasado de moda. ¿Por qué no regalarles: ‘Las cartas a quien pretenda educar’ de Freire; o ‘La carta a un joven profesor: por qué enseñar hoy’ de Meirieu; o ‘Pasión por la escuela’ que es una colección de cartas que Santos Guerra le redacta a los miembros de la comunidad educativa (porteros, directores, maestros, alumnos y padres)? ¿Cómo educar en tiempos de crisis? ¿Cómo darles confianza y esperanza a estos futuros docentes en una carrera que ejerzo con titubeos y - a veces- con angustia?”. Por eso me decidí a garabatear lo que sigue -en vísperas del Día del Maestro- y que espero sirva como breve reflexión y desafío; un escrito que -en el fondo- funciona como respuesta a mis fluctuantes inquietudes también.
En “La carta a un joven profesor: por qué enseñar hoy”, Meirieu sostiene: “Al elegir la profesión de maestro, han hecho del futuro su profesión. Hacerse profesor es invertir en el futuro. Ya que significa trabajar todos los días en los aprendizajes. Habría que tener muy mala predisposición para no esperar nada del futuro cuando, precisamente, nuestro trabajo consiste en convencer a nuestros alumnos, contra toda fatalidad, de que un futuro diferente es posible. Un futuro en el cual, gracias a que habrá conseguido aprender, podrá comprenderse mejor y comprender el mundo, y así asumir, prolongar y subvertir su propia historia (...) No tenemos por qué buscar en otro lugar razones para tener esperanza y para luchar. Ahí están, a nuestro alcance, en la lección más trivial, en el ejercicio más fácil, en la clase que tenemos que dar hoy, ahora mismo”. Meirieu parafrasea a Rilke -el escritor también había redactado una carta a un joven (poeta)-: “Adéntrense en sí mismos así encontrarán en el corazón de su proyecto de enseñar las razones para no perder la esperanza ni en su oficio ni en el mundo”.
Por su parte, en sus cartas a la comunidad educativa, Miguel Ángel Santos Guerra asevera que sin la buena elección, formación y organización de los docentes no podremos tener buena educación (“¡Ellos son la piedra angular del sistema educativo!”). Para él, es preciso seleccionar a las mejores personas de un país para esta “excelsa y arriesgada” tarea; hay que acabar con aquel “insidioso” -aunque, en muchos lugares, vigente- pensamiento de Bernard Shaw que sostiene: “aquí el que sabe hace y el que no sabe enseña”. Remarca Santos Guerra que la formación docente tiene que ser de calidad y estar prestigiada socialmente: “No se puede preparar a un maestro de forma apresurada y meramente teórica. El maestro tiene que saber, tiene que saber hacer y tiene que saber ser. Y luego tienen que estar bien organizados en escuelas bien dotadas (...). Por muy buenos maestros y maestras que haya no será posible hacer un buen trabajo si fallan las condiciones. También es cierto (...) que muchas cosas dependen de la actitud de los profesionales. Con las mismas condiciones, hay maestros y maestras ilusionados y maestros y maestras quemados”.
Por su cuenta, Freire -en sus cartas a los que “pretenden” enseñar- considera que la tarea del docente, que también es aprendiz, es placentera y a la vez exigente. Exige seriedad, preparación científica, preparación física, emocional, afectiva. Es una tarea que requiere, de quien se compromete con ella, un gusto especial por querer bien, no sólo a los otros sino al propio proceso que ella implica. Es imposible enseñar sin ese coraje de querer bien, sin la valentía de los que insisten mil veces antes de desistir. Es imposible enseñar sin la capacidad forjada, inventada, bien cuidada de amar. El proceso de enseñar incluye la “pasión de conocer” que nos inserta en una búsqueda placentera aunque nada fácil. Por eso, es que una de las razones de la necesidad de la osadía de quien quiere hacerse maestro (educador) es la disposición a la pelea justa, lúcida, por la defensa de sus derechos; así como en el sentido de la creación de las condiciones para la alegría en el aula. Un maestro educa dentro y fuera de la escuela: incluso en huelga están enseñando; está dando a sus alumnos lecciones de democracia a través de su testimonio de lucha.
“Mucho me temo que al llegar al final del camino, me tomarán como un viejo imbécil...” dice Meirieu en “Utópicos por vocación” (el capítulo conclusión de su carta a un joven profesor). “El utópico imbécil” redobla la apuesta: la ambición de todo educador pasa por darles a los chicos la posibilidad de pensar un futuro distinto al de hoy, que no esté determinado de antemano, que no sea un destino. El educador no puede renunciar al porvenir, no tiene derecho a hacerlo. ¿Hay crisis de autoridad, de la educación? ¡Esas crisis son una posibilidad de fundar una sociedad a la altura del hombre y de crear una educación de individuos que sean ciudadanos libres!
Es imposible enseñar sin ese coraje de querer bien, sin la valentía de los que insisten mil veces antes de desistir. Es imposible enseñar sin la capacidad forjada, inventada, bien cuidada de amar.