Alejandro A. Damianovich (*)
Alejandro A. Damianovich (*)
Entre aquellos que merecen ser reconocidos como fundadores de la República Argentina, no dudo en destacar a Estanislao López. A lo largo de su intensa vida pública, durante las atareadas décadas preconstitucionales, definió situaciones, abrió procesos, superó coyunturas críticas y bosquejó soluciones a largo plazo; tan dispuesto para la guerra como para el debate, según fuera el planteo del adversario, pero siempre alentando la organización republicana y federal del conjunto de los pueblos de la Liga.
Desde Santa Fe fue un caudillo nacional, aunque fuera el jefe de un Estado pequeño y pobre, un desprendimiento de la gobernación de la intendencia de Buenos Aires, poco poblado y siempre amenazado -desde el sur por los ejércitos porteños, y las naciones de pampas y ranqueles, y desde el norte por poderosas parcialidades de abipones y mocovíes que los españoles no habían podido someter.
Fue desde este lugar, por entonces subalterno en relación con otros centros del país, que López pensó la República con claridad y madura convicción. Llenaba sus escritos con palabras poderosas, para que los oídos retuvieran su sonoridad y se habituaran a ellas, cuando faltaban décadas para que comenzaran a adquirir encarnadura en la vida política. Gustaba hablar de la República cuando la República todavía no existía; del Estado Nacional, cuando no lo había; de la organización nacional por iniciarse; del Congreso que vendría.
Razonaba estas ideas como lo hacían los hombres del interior. Porque se esperaba que la Nación, cuando se erigiera por sobre las provincias en el marco de un sistema federal, fuera la figura jurídica capaz de fijar normas equitativas de convivencia entre aquellos pueblos cuya memoria se hundía en la profundidad de los tiempos coloniales, y capaz también de distribuir los recursos aduaneros que hasta entonces acaparaba Buenos Aires.
Defendía sus razones a favor de la organización nacional sabiendo que desde Buenos Aires serían cuestionadas, tanto por Rivadavia como por Rosas, porque la constitución federal del país significaba para la ciudad-puerto renunciar a su proyecto de preeminencia regional iniciado mucho antes de 1810. Desde el unitarismo o desde el provincianismo confederal de Rosas, se expusieron razones contra las ideas constitucionalistas de López que asombran por lo coincidentes que se presentan en este punto.
El resultado de sus luchas por el ordenamiento político nacional y el logro de condiciones favorables a la organización federal de la República, creó una especie de mito en torno a su persona. En tres ocasiones le tocó restablecer con las armas el orden regional alterado: la primera cuando su antiguo aliado Francisco Ramírez invadió la provincia para entablar su propia guerra contra Buenos Aires; la segunda cuando el general Lavalle derrocó y fusiló al coronel Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires, en 1828; y la tercera cuando el general Paz usurpó el gobierno de Córdoba y organizó una liga de provincias adictas.
El general López, que mereció el mando coordinado del Ejército Federal en los dos últimos casos, pudo garantizar el equilibrio regional. Su condición de árbitro respetado y temido, capaz de tratar de igual a igual con Rosas y de apaciguar a los disconformes, fue más valorada después de su muerte. Carentes de su protección, los federales constitucionalistas de Corrientes se lanzaron contra Rosas sucumbiendo en Pago Largo, y Domingo Cullen, ministro, confidente y concuñado de López y sucesor en el mando de la provincia, resultó fusilado sin proceso por orden directa del gobernador de Buenos Aires, como secuela de la misión que había desempeñado ante las fuerzas bloqueadoras francesas.
López hizo de su ciudad un centro de toma de decisiones de la política argentina. Se firmaron en ella el Tratado del Cuadrilátero en 1822 y el Pacto Federal en 1831. Fue sede además de la Representación Nacional de 1828-29 y de la Comisión Representativa de las Provincias Federales en 1831. Brindó asilo político a Juan Manuel de Rosas, Fructuoso Rivera, Juan Bautista Bustos, Juan Felipe Ibarra y al Padre Castañeda. Ofreció protección a San Martín a su regreso de la guerra por la independencia americana, amenazado por sus enemigos de Buenos Aires.
Conforme a sus ideas, el mayor legado de López fue el Pacto Federal de 1831, al que quiso darle otra vuelta de rosca después de vencida la Liga del Interior y utilizarlo como base para la convocatoria de un Congreso una vez que pasaran dos años desde la pacificación general de las provincias. Aunque Rosas, sin llegar a un choque frontal con López, quitó su apoyo a este proyecto, el Pacto quedó allí, como piedra angular de la Confederación, a la espera de las propicias circunstancias que llegaron luego de Caseros, y que movieron a los gobernadores reunidos en San Nicolás a reivindicarlo y a cumplir las cláusulas de sus artículos finales. El resultado fue la soñada Constitución Nacional, dictada en Santa Fe en 1853, a una distancia de dos cuadras de la casa de López y a poco más de 100 metros de su sepultura.
La dimensión de la figura de López, negada por la historiografía afín a los intereses de Buenos Aires y desdibujada en la actualidad por desconocimiento de los alcances que tuvo en su tiempo, siempre fue señalada por los historiadores de Santa Fe. Ramón J. Lassaga, José Luis Busaniche, Ignacio Álvarez Comas, Raúl Ruiz y Ruiz y Leoncio Gianello, entre otros muchos que produjeron trabajos de menor extensión, nos dejaron estudios en valiosas biografías, lamentablemente hoy casi olvidadas.
Al celebrarse el centenario de su nacimiento en 1886 y el de su muerte en 1938, los gobiernos de José Gálvez y Manuel María de Iriondo, pusieron énfasis en su recordación. Cuando el bicentenario de su nacimiento en 1986, el gobernador José María Vernet restableció la bandera provincial creada por López y nuestra Junta Provincial de Estudios Históricos, como en 1938, produjo publicaciones alusivas y reuniones de estudio que convocaron a historiadores de todo el país.
Estanislao López falleció a los 52 años en su casa, en su cama y en medio del afecto de su familia y de su pueblo. A pesar de haber participado en todas las batallas que comandó y de los serios riesgos que corrió en combate, tuvo la fortuna de no morir asesinado como Quiroga, Lavalle, Urquiza o el Chacho Peñaloza, ni en combate como Ramírez o Vera, ni fusilado como Dorrego o Cullen, ni olvidado como Belgrano, o en el destierro como Artigas, San Martín o Rosas. Caudillo de caudillos, árbitro y garante del equilibrio general, principal impulsor de la organización nacional en esos días, murió serenamente entre los suyos el 15 de junio de 1838, hace 180 años.
(*) Presidente de la Junta Provincial de Estudios Históricos.
Su condición de árbitro respetado y temido, capaz de tratar de igual a igual con Rosas y de apaciguar a los disconformes, fue más valorada después de su muerte.