Por Leonor García (*)
Todos hacían los mismo, todas las casas de la cuadra y del mundo. Los veranos eran noches eternas amparados bajo los ventiladores que ubicaban en las ventanas, mirado hacia afuera.
Por Leonor García (*)
El calor de ese verano no se parecía a nada. Hace calor, decían cuando se ponían a recordar. Los adultos, sentados en sillas rojas y naranjas, respetaban el horario de la nostalgia y la lenta suavidad de la noche.
Estaba acostada en un colchón, la habían tapado con una sábana fina. Tenía el pelo mojado y se le pegaba al cuello.
Todos hacían los mismo, todas las casas de la cuadra y del mundo. Los veranos eran noches eternas amparados bajo los ventiladores que ubicaban en las ventanas, mirado hacia afuera.
María organizaba las noches, durante el fin de la tarde, antes de sacar los colchones, lavaba el piso con veneno para insectos, no los quería cerca.
No tenía hijos, solo las ganas con las que se había apoderado de todos los niños que vivían en la cuadra.
En el pasillo también dormían los primos. No había peligro, el portón que daba a la calle estaba cerrado. Si el cajón de soda está así nadie puede entrar, le decía madre. Se podían escuchar diez narices que respiraban, incluida la suya. Soplar adormece, igual que el sonido de los grillos cuando frotan las patas, pensaba.
La temporada de grillos habilitaba la caza. En la escuela algunos niños los capturaban, otros los aplastaban solo para sentir el crujido. El último grillo del frasco no había muerto rápido, antes le habían sacado las patas. La primera pasó de mano en mano, sin sangre ni gritos, solo silencio. El bicho se movía con pereza, igual que la gente a la hora de la siesta. El ruido de la campana aceleró el juego, con una chinche clavaron el cuerpo mutilado del grillo en la higuera.
Adormecida, pensó en sus pies mudos, que no sonaban como los de sus primos. Los veía moverse debajo de la tela blanca. Su colchón estaba cerca de la parrilla, donde el asado del domingo se estremecía ante el cuchillo de María. El patio era un largo pasillo que conectaba tres casas: la de los primos y la de ellos.
La hora del baño era a la noche, luego de la cena. El camisón celeste tenía cuatro botones que jamás se prendían en verano.
Arrastraban los colchones en fila, los acomodaban. Las tres puertas permanecían abiertas, cubiertas con cortinas. Todas las telas del verano estaban a punto de romperse, como la tierra seca de la escuela o los codos de María.
La luz de la tele iluminaba el pasillo de azul, el ruido venía de lejos, como de otros sueños. Los pies se movían chillando, se frotaban, cubiertos de sábanas. En el extremo del pasillo dentro del asador, una punta plateada se asomaba, le recordó la escuela, la caza y los grillos. Se levantó de espaldas a la luz, a los sonidos. Vio que el cajón de soda estaba puesto de manera correcta, alejándolos del peligro.
Buscó en el asador el cuchillo que usaba María. Se levantó para poner fin al ruido.
(*) Escritora y profesora de Letras