Deambular entre tumbas
El cementerio municipal funciona como una especie de espejo deformado donde se refleja nuestra Santa Fe: una frente a la otra, las dos urbes lucen destartaladas y desamparadas como los que las “habitan”.
Deambular entre tumbas
Cuando era niño, el cementerio municipal santafesino me resultaba un lugar incómodo para recorrer. Me resistía a acompañar a mi madre cuando llevaba flores a su padre y a su hijo (mi hermano) que había muerto en un accidente casero cuando tenía casi 2 años. Cuando ella falleció, me llegó el turno de hacer esas visitas familiares en compañía de mi papá. En un principio, las efectué con cierta vacilación y resistencia que planteé en mis sesiones de terapia: “¿Para qué visitar tumbas si los que están allí dentro no se enteran de nada? ¿Para qué poner flores si pronto se marchitarán?” Recuerdo que mi psicólogo respondió escuetamente: “¡Los rituales se hacen para los vivos! ¡En primer lugar, importan para el que los realiza y los que lo rodean!”
Con los años, me amigué con el lugar. Lo tomé como un espacio de aprendizaje; plagado de signos y advertencias para los mortales. Muchas veces, me detuve a leer una advertencia escrita en la puerta del cementerio, a la izquierda del visitante ocasional: “Tú que ciego en el placer/ cierras del alma los ojos/ contempla en estos despojos/ lo que eres, lo que haz de ser. / Ven a este sitio a aprender/ del hombre la duración/ que en esta triste mansión/ de desengaño y consejo/ cada sepulcro es espejo/cada epitafio lección.” (Francisco Acuña de Figueroa, 1790- 1862).
Q.E.P.D
En “Río de las congojas”, de la escritora Libertad Dimetrópulos, se narra la mudanza de Santa Fe la Vieja a su actual sitio. La mudanza incluye a los difuntos: “Sobre los burros cargaron a sus muertos que desenterraron de la iglesia y del camposanto... allí se los ve irse...”. La novela comienza con una cita de un poema de Yannis Ritsos: “Conviene que guardemos a nuestros muertos y su/ fuerza, no sea que alguna vez/ nuestros enemigos los desentierren y se los lleven/consigo... Recordemos/ cómo robaron los espartanos de Tegea los huesos de/ Orestes. Convendría/ que nuestros enemigos nunca supieran dónde los/ tenemos encerrados... o, todavía mejor, que ni siquiera nosotros sepamos dónde yacen. / Tal como se han puesto las cosas en nuestros tiempos/ -quién sabe-, /puede que hasta nosotros mismos los desenterráramos y los tiráramos algún día.” ¿Por qué la cita de este poema? Primero, porque, en las últimas noticias sobre saqueos producidos en nuestro cementerio municipal, veo y sufro cómo hemos descuidado la morada donde yacen nuestros ancestros y porque percibo que algunos ciudadanos se han convertido en una amenaza para -inclusive- sus propios predecesores (el poema parecería una profecía cumplida). Por otro lado, porque Ritsos menciona que los espartanos robaron los huesos de Orestes y esto me moviliza a buscar información sobre las profanaciones en la historia de la humanidad.
Profanaciones
Profanar es un verbo que refiere a faltar el respeto a algo religioso o sagrado. Es decir, se deshonra, ultraja o mancilla una cosa que, por sus características, merece respeto. En el caso de la violación de un “campo santo”: se trata de acciones como el robo, la destrucción de lápidas, el desenterramiento de cadáveres y la inscripción de frases ofensivas. A lo largo de la historia, hemos tenido noticias de profanaciones vinculadas con -por ejemplo- ritos satánicos, antisemitismo, venganzas políticas o con negocios oscuros de estudiantes de medicina.
Ya en la Antigua Roma, las lápidas tenían advertencias destinadas a los sacrílegos. En su texto “Ne velis violare. Imprecaciones contra los profanadores de tumbas”, Javier Del Hoyo (2014) recoge el siguiente dato: “En un epitafio en verso procedente de Bolonia, escrito en una gran estela, puede leerse: ... que se cumplan todos tus deseos, buen lector, si haces el favor de no profanar mi epitafio”.
En “La mención a Judas Iscariota en epitafios latinos cristianos de la hispania visigoda y bizantina: el delito sepulcral y la condena mágica”, Sabino Perea Yébenes explica que se asustaba a los saqueadores de tumbas con una curiosa maldición: “Si alguien removiera este sepulcro, sea partícipe de la suerte de Judas” (lápida del siglo VI con el garabato de un ahorcado). Visto y considerando la biografía de Judas (el traidor de amigos que se suicida), con su maldición se buscaba desalentar las fechorías de los saqueadores.
Como decíamos más arriba, las profanaciones se han dado cita a lo largo de la historia de la humanidad y por distintos motivos. El cine las ha retratado espléndidamente en películas que presentan “cazadores de tesoros” que luchan contra maldiciones que su avaricia insaciable despierta de su profundo sueño (“La momia”, “Tomb Raider” o “Indiana Jones”). Más allá de este último dato de color, quiero poner el foco en un caso en especial ocurrido en Latinoamérica: en 2014, en el Cementerio Central de Cali, un grupo de muchachos que acompañaba un funeral, se dirigió a otra tumba, rompió la lápida y sacó el cadáver de un joven para tratar de quemarlo en el contexto de un enfrentamiento entre bandas enemigas. Al respecto y para entender de alguna manera lo que pasa también en nuestra ciudad de Santa Fe, me parece destacable y esclarecedor un texto publicado por la Conferencia Episcopal de Colombia, donde Monseñor Monsalve (Arzobispo de Cali) precisa que “profanar los cementerios, un cadáver o un acto de exequias, es una injuria grave y escandalosa contra lo sagrado, que pone de manifiesto la perversidad en la que puede caer una persona o, más gravemente aún, un grupo o una ‘auto-organización’ de grupos marginales, excluidos y desbordados dentro de una sociedad que descuida así a sectores vulnerables de su población”. Tras alentar a la sociedad para que genere “modelos alternativos a los de las pandillas y la barbarie”, el Prelado afirma que “la violencia sobre un cadáver en el cementerio es una bofetada espantosa a toda la sociedad”.
Una urbe en decadencia
La palabra “necrópolis” viene del griego que significa: “ciudad de los muertos”. Para mí, el cementerio municipal funciona como una especie de espejo deformado donde se refleja nuestra Santa Fe: una frente a la otra, las dos urbes lucen destartaladas y desamparadas como los que las “habitan”. La de los difuntos hace rato que tiene sectores que se están tambaleando, humedad por doquier, canillas rotas, zonas oscuras apropiados por las palomas, senderos intransitables, tumbas irreconocibles (no sabemos si le dejamos flores a un familiar o a un desconocido), yuyos más altos que las cruces o espacios inseguros donde se nos puede caer una viga en la cabeza, nos pueden robar la billetera u otra cosa grave. La de los vivos -¡ustedes la sufren diariamente!- luce igual de “desfalleciente” (obras inconclusas, montañas de basura en las esquinas, baches peligrosos como agujeros negros, etc). Tal vez, la gran diferencia entre una y otra es que los muertos no votan (¡a veces sufragan en nombre de ellos!): estos vecinos no pueden cortar avenida Perón para reclamar por obras; no van a ir hasta el municipio para exigir que los funcionarios “funcionen”; no van a salir en los medios “puteando” a diestra y siniestra por el estado calamitoso de su vecindario. Pagaría lo que fuera para presenciar una suerte de escena dantesca o de escalofriante humor negro: nuestros zombis litoraleños arrastrándose hasta Salta y 1° de mayo para exigir que pongan “cerebro” en el desarrollo de la gestión pública. Como no va a pasar: ¡Que se jodan los muertos! ¡Que se mueran esperando! Pregunto: ¿Por qué el cementerio local llegó a esta situación tan lamentable? ¿No había presupuesto? ¿Había otras prioridades? ¿Se hizo lo que se pudo pero la situación del país no ayudó? Intuyo que una gestión de gobierno tiene que ser buena de principio a fin (“No basta tener buenos comienzos: ¡hay que tener buenos finales!”) aun con escasos fondos; en la adversidad, “se ven los pingos” (¡Sobre todo los que tienen aspiraciones políticas de gestionar a escalas mayores!). Insisto y cierro, el cementerio municipal es el espejo donde nos miramos: ¿Qué valor le damos a nuestros ancestros, a nuestra historia, a nuestra próxima morada? Después de padecer una y mil adversidades, incontables crisis y deambular con los “dientes apretados” de la noche a la mañana: ¿Los santafesinos no tendremos derecho a descansar en paz ni siquiera cuando la Parca nos llame?