Lunes 29.4.2024
/Última actualización 22:37
La mañana comenzaba a templarse con los rayos de sol que se filtraban a través de los cipreses, cuando un sonido suave y persistente interrumpió mis pensamientos. Mientras restauro las paredes exteriores de mí casa con una mezcla de arena, arcilla y tierra, suelo ir analizando circunstancias del pasado, armando historias ficticias o conformando algunos versos. Meter las manos en el barro y construir puede ser una tarea terapéutica incluso inspiradora. Por eso la continuidad de ese ruido tenue me hacía perder la concentración, y definitivamente molestaba.
Una avispa revoloteó sobre el mechón de pelo que se escapaba del rodete y se ondulaba a un lado de mi cara. La espanté con la mano pero seguí el recorrido de su vuelo para marcar el posible refugio. Noté que había varias entrando y saliendo de una grieta diminuta, casi pegada al alero. Suspiré preocupada. El otoño es la época en que estos insectos están alertas buscando alimentos para sortear la escasez del frío. Es normal que estén inquietas, pero hacía años que no veía en el bosque una cantidad tan considerable.
En la Patagonia la conocemos como "chaqueta amarilla". Es una especie que fue introducida para controlar otro insecto que estaba perjudicando el medio ambiente, pero, lejos de solucionar el problema, trajeron contrariedades, ya que se multiplicaron descomunalmente… y se propagaron por todo el sur argentino. Y si bien no son agresivas es mejor tratarlas con cuidado. Al contemplar el pulular de las alas ambarinas, recordé cómo me habían perturbado durante el fin de semana merodeando el asado. Tienen hábitos carnívoros y muy buen gusto a la hora de definir sus apetitos. Una de ellas, al robar una minúscula porción de carne, demasiado pesada para sus frágiles extremidades, estuvo a punto de chocar contra mí ojo.
Un pestañeo oportuno evitó la colisión, y la chaqueta terminó apostada en un tronco para saborear su trofeo. En ese momento, con el desagrado bullendo en mi interior y casi intuitivamente, tomé un trozo de vara de hierro, de esas tan habituales en las edificaciones tradicionales, y comencé a escarbar el lugar exacto de acceso al nido. Saqué todas las capas de barro, el material de relleno, y detrás encontré un plato enorme de celdillas recubierto con una fina envoltura de madera, un papel protegiendo el hogar dentro de mi hogar. Sin pensarlo demasiado lo enganché y destruí completamente. Una nube de furiosa de avispas se abalanzó sobre mí cuerpo.
Me alejé un poco y despejé a las que me perseguían. Varias cayeron al suelo. Mi viejo perro, tratando de entrar a la casa, recibió el agresivo picotazo de una. Gimiendo y rengueando se acomodó cómo pudo para lamerse la pata y calmar el ardor. Busqué el rociador con nafta, sabiendo que esa es una manera de acabarlas. Pero ellas, resistiendo, me atacaron con rabia. Me picaron los brazos y el cuello. Una atrevida, consiguió morderme la mejilla. Exterminé las que pude y luego sintiendo la piel quemando me encerré en la vivienda para intentar bajar el escozor. Frente al espejo del dormitorio aprecié la carne enrojecida e inflamada y el dolor expandiéndose sin ningún pudor. Seguía sintiendo pinchazos agudos, así que me saqué la ropa y aplasté algunas que se habían colado osadamente entre las prendas.
Indagué el botiquín natural y encontré ungüentos de pañil y de llantén que son beneficiosos en estos casos. Me coloqué ambos, al tiempo que un picor raspando la garganta me advertía del riesgo inminente de un efecto más grave. No soy alérgica, pero en lúcido acto de prudencia, agarré el celular e intenté una llamada. Mí marido, que nunca atiende, esta vez me sorprendió del otro lado. "Vení rápido, me picaron las chaquetas y me cuesta respirar", solté sin más preámbulos. Me contestó que ya salía en mi auxilio. Conociendo que demoraría más o menos media hora en llegar, me recosté en la cama. Inhalando y exhalando profundamente mis sentidos se fueron serenando. Los hilos de la conciencia se desvanecieron lentamente en la habitación en penumbras. Desde afuera un zumbido insistente perforaba la pared y parecía querer arrullarme. Alcancé a distinguir el motor de la camioneta subiendo por el camino y cerré los ojos.