I
I
Jorge Luis Borges postula que hay un momento, un instante en la vida, que le permite a un hombre saber quién es. Podría agregar que ese instante también define la vida de un hombre ante los otros, ante el juicio de la historia y la consideración de sus amigos y contemporáneos. Ese instante lo vivió Sebastián Piñera en esa siesta teñida por la garúa sobre las aguas del lago Ranco, a 800 kilómetros de Santiago. Piñera supo que el helicóptero se caía. Lo supo porque sabía conducir esas naves y porque su intuición o ese realismo descarnado que distinguía a su personalidad se le reveló en la ráfaga de un segundo. Él conducía la nave y a su lado viajaban su hermana y dos amigos, un padre con su hijo. No consultó, no vaciló, no perdió el tiempo. Hizo lo que mejor sabía hacer: tomar decisiones. "Salten ustedes primero, porque si yo salto con ustedes el helicóptero se nos va a caer encima". Una frase dicha en el momento oportuno contiene a una vida; una frase en esas circunstancias incluye la pasión, el drama y la tragedia. Sabemos que la vida siempre brinda ocasiones para justificarnos. Piñera podría haberse quedado callado; podría haber saltado con ellos porque después de todo su afirmación acerca del helicóptero aplastándolos no era un dogma científico. ¿Quién se lo iba a reprochar? Salvo su conciencia, nadie. Pero no lo hizo. O mejor dicho, hizo lo que le dictaba su corazón, su honor y su coraje. No saltó. Permitió que saltaran los otros. Se los ordenó, porque si algo sabía hacer era dar órdenes. Sabía que sus posibilidades de vida de allí en más eran escasas, casi nulas, pero no dudó. Se quedó solo frente al destino. Su hermana y sus dos amigos salvaron sus vidas. Él murió. Tal vez su última visión fueron las aguas encrespadas del lago, los cerros en el horizonte envueltos en brumas y silencio. O tal vez la oscuridad y el epitafio en el precipicio. Sin sentimentalismos livianos ni cursilería, hay que decir que el último acto de Piñera fue su sacrificio para que tres personas pudieran vivir. Multimillonario, liberal, individualista, ególatra, sus adversarios nunca se privaron de calificarlo con los peores términos. Pero para que otros vivieran él afrontó la muerte en silencio. Solo. Lejos de los bullicios de las multitudes, de las luces de la farándula, de los agasajos y halagos de los incondicionales que, según sus adversarios, lo fascinaban. Ciertas verdades decisivas hay que decirlas: Sebastián Piñera a la hora de la verdad, a la hora, en el minuto o en el segundo donde se juega la vida o la muerte, fue generoso, solidario y valiente.
II
El presidente de Chile, Gabriel Boric, fue un adversario empecinado y tenaz de Piñera. Lo fue desde la oposición, desde el llano, desde los tiempos cuando era un estudiante revoltoso que salía con sus compañeros a la calle, se trenzaban con los carabineros mientras cantaban consignas contra la "Piraña", es decir, Piñera. Los azares de la política o el arbitrio de los dioses, o lo que sea, permitieron que ese joven barbado, iracundo y de izquierda, fuera elegido presidente. En el camino, el izquierdista fue aprendiendo acerca de los rigores del poder, las posibilidades de la inteligencia y la distancia entre los ideales y lo real. Nunca dejó de considerar a Piñera un neoliberal incorregible, pero aprendió a respetarlo. En definitiva, Boric aprendió a ser un estadista. Y cuando murió Piñera se portó como tal. Cumplió con los protocolos que distinguen a la política de Chile, y le rindió honores de Estado al hombre que fue elegido presidente en dos ocasiones. Con eso hubiera alcanzado. Honores de protocolo y pésame a la familia. Pero Boric hizo algo más. Habló. Y si sus palabras fueron importantes fue porque allí latían verdades que iban más allá del protocolo. "Fue un demócrata desde la primera hora", dijo; y tal vez algún izquierdista palideció de furia. Problemas de él. Boric no mentía. Piñera fue siempre de derecha, qué duda cabe, pero cuando Boric era un niño él ya era un empresario millonario y un político importante. Un político que, para furia de muchos de sus correligionarios de derecha, se hizo presente en el acto celebrado por la oposición a Augusto Pinochet en el Teatro Caupolicán para manifestar su rechazo al proyecto de Constitución amañado por el pinochetismo. Y cuando el dictador convocó a un plebiscito, él hizo público su NO. Se puede editar una guía telefónica con los nombres de los izquierdistas que lo detestan, pero también se puede hacer otro tomo con los nombres de los pinochetistas que lo odian.
III
Envidia, saudade y nostalgia de argentino. No las voy a disimular. Boric y todos sus ministros estuvieron presentes en la ceremonia fúnebre. Chile despedía a su ex presidente con todos los honores. En el acto estuvieron presentes los ex presidentes Michelle Bachelet y Eduardo Frei. Una socialista y un demócrata cristiano honrando a un conservador. Esta escena la imagino en Uruguay, pero no en la Argentina. Bachelet habló y fue clara como siempre: "En estos duros momentos hay un país y un estado que lo acompaña", dijo de quien fue su duro contrincante electoral. Señaló, como al pasar, sus diferencias, pero enseguida dijo lo más importante: "Las diferencias a Sebastián no lo incomodaban, su corazón liberal las alentaba". Bien ahí Michelle. Una socialista ponderando las virtudes de un corazón liberal. Frei también estuvo a la altura de los acontecimientos. "Fue un demócrata ejemplar y un líder para toda la nación". No exageraba. Piñera fue el primer presidente de derecha después de Pinochet. Y, como dijera uno de sus críticos, fue el político que convenció a la derecha de que las elecciones eran importantes y que no era ni justo ni saludable creer que la democracia es un peligro o de que es necesario defenderse de ella.
IV
A la caída de la tarde cuatro hombres se hicieron presentes en la ceremonia. Llamaban la atención. Sus ropas eran más modestas, sus rostros más curtidos, sus ademanes más rústicos, aunque sus ojos, algo empañados, miraban de frente. Los emisarios extranjeros preguntaron quiénes eran esos hombres. Después se supo: eran Juan Carlos Aguilar, Richard Villarroel, Esteban Rojas y Luis Urzúa. Los mineros. Claro. Los mineros que en 2010, allá lejos, en la Puna de Atacama, en las insondables minas de San José, estuvieron enterrados durante casi setenta días. Urzúa, el jefe del grupo que sobrevivió en las tinieblas, el último en salir a la superficie, le dijo a un periodista: "Estamos vivos gracias a lo que él hizo por nosotros". Y no exageraba. Se supone que cualquier presidente ante tragedia semejante se hubiera preocupado por las víctimas. Algunos más, otros menos. Piñera fue el que más lo hizo. Toda su energía, su capacidad de mando, las puso para salvar la vida de quienes "son nuestros hijos". Treinta y tres mineros salvaron sus vidas hace catorce años. Ahora, cuatro de ellos se cuadraban al lado de sus restos para la despedida, para darle el saludo final al hombre que hizo lo imposible para sacarlos de la tumba en la que estaban hundidos.
V
Dejo para historiadores evaluar su gestión de gobierno. Imagino que como todos habrá cometido errores y conquistado aciertos. Si fuera chileno seguramente hubiera votado a Ricardo Lagos o a la propia Bachelet, pero siempre lo habría respetado. Incluso, hasta en el error. Los principales estadistas del mundo enviaron sus condolencias. Todos, a derecha e izquierda, ponderaron sus virtudes cívicas y políticas. Hasta Cristina Fernández lo hizo. Se lo merecía. Los que lo conocieron en la intimidad celebran su bonhomía, su alegría de vivir. Fue uno de los hombres más importantes de Chile en los últimos treinta años, pero no andaba por la calle ostentando poder. A su manera, era sobrio, austero. No me lo imagino bailando como un zombi o extraviado en un ataque de furia. Tampoco usurpando privilegios. Todos sabían que era uno de los hombres más ricos de Chile, motivo por el cual no practicaba la vanidad de la ostentación porque estaba muy seguro de quién era. En una de sus últimas intervenciones públicas dijo: "Chile somos todos. Y debemos soñarlo, dibujarlo y construirlo entre todos". Algún lector preguntará por qué en lugar de hablar de Chile no hablo de la Argentina. Lamento que no me haya entendido. Desde la primera frase a la última, estuve hablando de la Argentina.
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