"La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita". Primer párrafo de El Aleph de Jorge Luis Borges publicado en 1949. El texto marcó un antes y un después en la literatura argentina. Una mujer fue la beneficiaria inmediata del relato: Estela Canto, según quienes la quisieron, tan hermosa como inteligente, tan libre como desenfadada. Escritora correcta, excelente traductora y novia de Borges, aunque ella se ocupó de advertir, cuando se lo preguntaban y cuando no se lo preguntaban, que lo admiró pero nunca estuvo enamorada, y mucho menos lo deseó físicamente. Borges por el contrario estuvo muy enamorado de ella. Le escribió cartas muy inspiradas, con frases muy bellas que se conocieron por la indiscreción de Estela. "No sé qué le ocurre a Buenos Aires. No hace otra cosa que aludirte infinitamente". Por supuesto que se sintió honrada por la dedicatoria y sobre todo por el obsequio del original. Nada de ello impidió que años después lo vendiera en 25.000 dólares, operación comercial de la que Borges tuvo conocimiento, aunque como buen caballero que siempre fue, no deslizó ninguna de sus habituales ironías, lo que confirma que cuando las cosas de la vida le golpeaban cerca, prefería el hábito del silencio al maravilloso juego de palabras que practicaba con la calidad de un genio. A propósito de ello, Estela Canto en su libro, "Borges a contraluz", recuerda que alguna vez lo convenció de probar cocaína. Según Estela, nunca le produjo ningún efecto. Y su conclusión es reveladora de lo que pensaba del hombre que decía no estar enamorada: "Su imaginación era tan extraordinaria que no necesitaba de ningún estímulo químico".
Pero esta nota de "Crónicas santafesinas" no pretende balbucear algunas palabras elogiosas sobre Borges. Cito deliberadamente el primer párrafo de El Aleph para destacar un pequeño detalle que para mí adquiere singular importancia: "...noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita". Así es la cosa. Vivimos, estamos, nos vamos. No sé si cambiamos ni cuánto cambiamos, pero lo seguro es que más allá de nosotros, la que cambia es la ciudad. Por la muerte de Beatriz, Borges registra que las carteleras de una publicidad de cigarrillos ya no es la misma. Yo agregaría que tampoco es esa esquina donde alguna vez me cité con un amigo o una mujer, un baldío ahora ocupado por un solemne edificio de alto, un bar devenido en supermercado, una sala de cine transformada en templo religioso, el banco de una plaza que ya no está, una calle de adoquines que la asfaltó el progreso. La ciudad cambia pero solo quienes ya disponemos de más pasado que futuro podemos advertir, y sobre todo disfrutar, la naturaleza de esos cambios. Digamos, para no extraviarnos entre tantos circunloquios, que es necesario ser viejo para registrar la intensidad de esos cambios. A los jóvenes les está vedado disfrutar de esos dones; ni siquiera se lo proponen. Un bar que se cierra, una arboleda que se fue, una casa que se derriba no les dice nada que vaya más allá de lo inmediato. Ser joven significa estar ocupado por el presente y de vez en cuando interrogarse sobre el futuro. La juventud no tiene pasado o si lo tiene es mínimo; a los veteranos es lo único o casi lo único que nos queda. Una aclaración importa: no hablo de pasado como una cantinela melancólica y algo decadente; me refiero a ese pasado que alienta la capacidad de "recordar", es decir, "pasar por el corazón" lo vivido. El pasado no es un don gratuito. Hay que saber merecerlo; hay que disponer de la imaginación, la sensibilidad y tal vez la voluntad para hacerlo posible. Para algunos el pasado es un acto creativo, para otros es apenas un paisaje desolado de ruinas.
Vivo como todo santafesino de clase media; con sus angustias, sus pequeñas felicidades, sus apremios cotidianos. Mi relación con la ciudad en ese plano realista no es muy diferente a la de cualquiera. Los días se suceden con sus alternativas habituales. De vez en cuando alguna novedad, agradable o desagradable, y no mucho más. Pero hay otra relación que mantengo con la ciudad. Y ella tiene que ver con el pasado, con los recuerdos. Mis mejores textos y mis mejores poemas nacieron de esa inspiración. También mis mejores momentos. Más de una vez hablé de este romance que mantengo con mi ciudad. Es una relación con matices, con registros que hay que saber descubrir. Creo que el escritor Michel Butor decía en uno de sus ensayos que una caminata por tu ciudad, la más habitual caminata, permitiría, si sabemos establecer relaciones entre la mirada y el pasado, escribir una novela. Yo no sé si he llegado a tanto, pero está claro que la ciudad encierra claves que hay que saber interpretar; incluye revelaciones que hay que saber descifrar. Camino por bulevar y cada cuadra adquiere significados precisos. Donde ahora hay albañiles levantando un edificio de departamentos alguna vez estuvo el Comedor Universitario. Como en ciertas novelas de ciencia ficción uno de pronto descubre que esa vereda con su baldosas rotas, ese trajín de albañiles entre escombros, se transforma y regresa el bullicio de estudiantes que todos los días del año a mediodía y a la noche nos citábamos en ese lugar ahora desolado, y que dentro de un tiempo será dirección de hogares cuyos habitantes seguramente ignorarán qué hubo bajo ese cielo que ahora contemplan, no muy diferente al que conocimos hace casi medio siglo. Camino por la zona de la terminal; allá había un bar donde más de una vez con otros amigos que ya no están, vimos salir el sol. Camino por una calle cualquiera. Donde ahora hay una casa de dos pisos, elegante, limpia, algo ostentosa, había un viejo caserón habitado por estudiantes durante más de veinte años. ¡Cuántas noches compartidas con vino, asado y celebraciones a la amistad y al amor con hombres y mujeres devenidas en inolvidables! Cuántas mañanas y tardes estudiando acompañado de mate y chimentos; cuántas reuniones clandestinas; cuántos amigos que se fueron, algunos de la ciudad, otros de la vida.
La relación con la ciudad. Es si se quiere mi exclusivo tema literario. Allí está todo: el amor, la desdicha, la amistad, el transcurrir de la vida. Nunca es una relación fácil. Y no lo es porque vivir no es un oficio sencillo. Dime cómo te relacionas con tu ciudad y te diré cómo has vivido o qué has hecho de tu vida. Una ciudad es un destino, un destino personal. Joyce es Dublin, Pavese es Turín, Sartre es París, Cabrera Infante es La Habana y Gardel es Buenos Aires. Con la ciudad mantenemos una relación ambigua. Nunca sabemos con certeza si queremos quedarnos o irnos. O si nos equivocamos quedándonos o si cometimos un error irreparable al irnos. Hace unos días por su relación de cercanía y extrañeza con su ciudad le cité a una amiga este poema de Juan Gelman titulado "Mi Buenos Aires querido". "Sentado al borde de una silla desfondada/ mareado, enfermo, casi vivo/ escribo versos previamente llorados/ por la ciudad donde nací/…/ Hay que aprender a resistir./ Ni a irse ni a quedarse/ a resistir,/ aunque es seguro/ que habrá más penas y olvido".
Así es la cosa. Vivimos, estamos, nos vamos. No sé si cambiamos ni cuánto cambiamos, pero lo seguro es que más allá de nosotros, la que cambia es la ciudad.
La ciudad encierra claves que hay que saber interpretar; incluye revelaciones que hay que saber descifrar. Camino por bulevar y cada cuadra adquiere significados precisos.