A mediados del siglo XVIII, la revolución industrial impulsó procesos de urbanización a nivel mundial. Los avances tecnológicos y la industrialización propiciaron una transformación estructural y sectorial, pasando de economías basadas principalmente en la agricultura hacia economías de escala productoras de manufacturas. La migración masiva de la población del ámbito rural al urbano, en busca de nuevas oportunidades laborales y mejoras en la calidad de vida, expandió los asentamientos existentes e incitó la creación de nuevas ciudades en torno a los establecimientos productivos.
La urbanización constituye un elemento clave del desarrollo económico, ya que existe una correlación tan sólida entre ambos que las tasas de urbanización y el tamaño de las ciudades pueden servir como indicadores del nivel de ingreso per cápita. Desde los primeros asentamientos urbanos hasta el presente, donde más de la mitad de la población reside en áreas urbanas, las ciudades han funcionado como espacios de integración donde las actividades económicas y sociales se potencian mutuamente.
Toda urbanización aporta ganancias de aglomeración propias de la concentración de personas y actividades que aumentan la productividad. Al respecto, Gilles Duranton y Diego Puga identifican tres factores fundamentales: el aprovechamiento compartido de bienes indivisibles que requieren grandes volúmenes de usuarios para ser rentables, como servicios públicos, infraestructura y equipamientos de gran escala; la multiplicación de conexiones que favorecen el crecimiento tanto de individuos (oportunidades laborales, educativas y encuentros sociales) como de empresas (diversidad de proveedores, trabajadores e inversionistas); y el intercambio de ideas, la innovación y el desarrollo económico que permite la circulación de conocimientos.
Sin embargo, las ciudades también suponen costos de congestión debido a la mayor concentración. Algunos desafíos que contrarrestan los beneficios y oportunidades son: el incremento de los tiempos de traslado debido a la congestión, la saturación del mercado laboral que incrementa el desempleo y reduce los salarios, la contaminación que afecta la calidad de vida y la salud de los habitantes, el acceso desigual a servicios básicos y el aumento de los costos de la vivienda. Estas ganancias por aglomeración y costos de congestión, actúan como dinámicas opuestas que se complementan para ir definiendo el tamaño y la eficiencia de una ciudad.
A diferencia de los países desarrollados, en América Latina la urbanización no fue desencadenada por procesos de industrialización, sino que ocurrió tardíamente mediante la exportación de materia prima a mediados del siglo XX. Remi Jedwab y Dietrich Vollrath (2015) exponen que el desequilibrio de los países latinoamericanos, reflejado en costos de aglomeración superiores a las ganancias, impide que las ciudades exploten la totalidad de su potencial económico, derivando en una "urbanización sin desarrollo".
La reiterada adopción de políticas que impulsan la urbanización, pero también provocan distorsiones económicas que socavan la productividad, se traduce en ciudades densamente pobladas, con un marcado estancamiento del PBI per cápita y una elevada informalidad urbana reflejada en el mercado laboral, los medios de transporte, la calidad habitacional y las irregularidades del tejido. Las economías de aglomeración y los costos de congestión también influyen sobre la forma urbana y su distribución interna.
Tomando como base un modelo simplificado como la "estructura urbana monocéntrica", es fácil comprender que la densidad de construcción y población, junto con los precios del suelo, se reducen con la distancia al centro o al área de mayor concentración de actividad económica; mientras que los costos de traslado se incrementan. A medida que las ciudades evolucionan y las sociedades se desarrollan, dicho modelo monocéntrico se extiende hacia formas urbanas descentralizadas, donde los valores del suelo se diferencian cada vez más debido a las diferencias en los costos de transporte y las crecientes combinaciones de servicios públicos y amenidades proporcionadas en las distintas ubicaciones descentralizadas.
Si bien la mayoría de las urbes cuentan con un área central que concentra gran parte de la actividad económica, la revolución tecnológica y el auge del trabajo remoto como consecuencia de los efectos de la pandemia por Covid-19 han desencadenado un aplanamiento de la curva distancia-precio del suelo. Estudios recientes han demostrado que la multiplicación del trabajo remoto, y la consecuente reducción de los costos de traslado y periodos de congestión hacia el ámbito laboral, han motivado a un número creciente de personas a residir en viviendas de mayores dimensiones ubicadas en áreas más alejadas de las zonas centrales.
Este desarrollo suburbano no solo ha generado transformaciones en la forma urbana, sino que también ha ocasionado una disminución de los precios del suelo en las zonas centrales. Equilibrar las ganancias de aglomeración con los costos de congestión es uno de los dilemas centrales en la planificación urbana del siglo XXI. Las ciudades, como motores de la productividad y la inclusión social, deben convertirse en espacios donde la innovación, el desarrollo económico y la calidad de vida se fortalezcan mutuamente. Para lograrlo, es indispensable contar con políticas públicas integrales que, desde la movilidad hasta el mercado inmobiliario, permitan superar las brechas de desigualdad y garanticen un acceso equitativo a las oportunidades urbanas.
Las ciudades no son meros conglomerados de edificios y calles; son espacios vivos donde las personas sueñan, trabajan y construyen su futuro. Lograr un balance entre densidad y dispersión, centralidad y descentralización, requiere gobernanzas metropolitanas sólidas y visionarias capaces de liderar un desarrollo que priorice el bienestar colectivo por encima de intereses particulares. Como señaló Jane Jacobs, "las ciudades tienen la capacidad de proveer algo para todos, solo porque y solo cuando, son creadas por todos".
De cara al futuro, la urbanización en América Latina tiene una oportunidad única: aprender de sus errores pasados y apostar por un modelo urbano inclusivo, resiliente y sustentable. Este es el momento de construir ciudades que sean verdaderos reflejos de equidad y progreso, donde cada habitante encuentre las herramientas necesarias para materializar su propio potencial. Solo entonces, las urbes dejarán de ser espacios fragmentados por la desigualdad y se convertirán en motores de inclusión y productividad para toda la sociedad.
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