Por Miguel Ángel De Marco (*)
Hacia el 170º aniversario de la sanción de la Constitución Nacional
Por Miguel Ángel De Marco (*)
El apoyo que la entonces Ilustre y Fiel Villa del Rosario prestó al general Urquiza durante la campaña de Caseros, el rápido aumento de su población y la excepcional posición geográfica en que se encontraba, hicieron que el director provisorio de la Confederación Argentina prestara inmediato respaldo a su aspiración de recibir el título de ciudad.
Verdadera encrucijada de caminos, próxima al Arroyo del Medio, en mayo de 1852 había visto pasar a los gobernadores que el 31 de ese mes firmaron el Acuerdo de San Nicolás, y había celebrado con entusiasmo, dentro de su pobreza, la firma del pacto que abrió las puertas a la organización constitucional de la República.
El batallón de milicias a las órdenes del coronel José Agustín Fernández velaba las armas en previsión de posibles reacciones adversas de parte de Buenos Aires, y las tropas de caballería al mando del general Santiago Oroño, mal armadas y peor alimentadas, aunque decididas, vigilaban la campaña. El viejo guerrero, que había servido en las filas del general José María Paz y luchado denodadamente contra Rosas, ostentaba el título de comandante general de la frontera sur y oeste que le confiriera Urquiza, en tanto su hijo Nicasio ocupaba el cargo de capitán. Éste había sido administrador del Saladero "Santa Cándida" y por lo tanto gozaba del aprecio del director provisorio, quien insistió ante el gobernador Domingo Crespo para que Rosario recibiera el anhelado ascenso, cosa que se logró el 5 de agosto de 1852.
Pero mientras se sustanciaban los trámites respectivos en la capital de la provincia, llegaban a la Villa alarmantes noticias. La Sala de Representantes de Buenos Aires había rechazado el Acuerdo de San Nicolás pese a la encendida y patriótica defensa de los ministros Juan María Gutiérrez y Vicente Fidel López, mientras la prensa lanzaba filosos dardos contra el gobernador Vicente López y Planes y el propio Urquiza. El autor del Himno renunció al cargo y Urquiza tomó las riendas, desterró a los diputados adversos y volvió a designar a López y Planes quien no tardó en dimitir nuevamente. Entonces, el general asumió personalmente el poder con el auxilio de un consejo de Estado.
El 5 de julio de 1852, Rosario, que seguía atenta a cuanto ocurría del otro lado del Arroyo del Medio, despertó sobresaltada. A las 8 de la mañana, el comandante Luis Hernández, seguido por tres o cuatro soldados, cruzó la plaza rumbo al Cuartel de Policía, donde se hallaba el general Oroño, y le intimó rendición. Simultáneamente, el coronel Fernández detuvo al juez de paz Marcelino Bayo y en minutos también cayó prisionero el teniente coronel Estanislao Zeballos. El jefe de la revuelta era Juan Pablo López, "Mascarilla", quien aseguraba contar con el apoyo de Urquiza. Mandó engrillar a Oroño y, organizadas sus fuerzas, marchó hacia Santa Fe para derrocar al gobernador Domingo Crespo. Contaba con cerca de mil hombres.
Cuando iba a cruzar el arroyo San Lorenzo lo traicionó su increíble fatuidad, pues dijo: "con igual facilidad que cruzo este arroyo he de derrocar al general Urquiza". Al oírlo, sus seguidores comenzaron a desbandarse y dejaron en libertad a los prisioneros, mientras López se veía forzado a huir apresuradamente hacia Córdoba. El director provisorio le avisó a Crespo que se aprestara a "darles una sableada" cuando llegasen tropas de su ejército.
A principios de agosto, Urquiza convocó a elecciones para designar diputados porteños al Congreso General Constituyente que, conforme a lo resuelto, debía reunirse en Santa Fe. Hubo poco entusiasmo, pero finalmente fueron elegidos Salvador María del Carril y Eduardo Lahitte, un antiguo unitario y un respetado federal hasta poco tiempo atrás cercano a Rosas.
Ambos armaron sus petacas para partir cuanto antes, mientras en el interior cada diputado se preparaba a cubrir las enormes distancias que los separaban de Santa Fe según los precarios medios de que disponían. En tanto, Rosario se aprestaba a hacer lo más acogedora posible la breve estadía de los que quisieran pasar por ella en lugar de detenerse en alguna de las incómodas postas del antiguo Camino Real. El general Oroño disponía de sus milicianos mal vestidos y mal armados para brindarles escolta y todo parecía preparado para aquel primer paso de la anhelada organización constitucional.
Urquiza, decidido a solemnizar con su presencia la inauguración del Congreso, partió acompañado por un numeroso séquito de diplomáticos y diputados el 8 de septiembre, no sin antes perdonar a los desterrados de junio, pero luego de decretar la nacionalización de la Aduana, hecho que enardeció a los porteños.
En la noche del 10 de septiembre, Buenos Aires estaba lista para la rebelión que terminó de concretarse al día siguiente, mientras Urquiza continuaba navegando hacia Santa Fe, donde arribó el 12. No tuvo tiempo de gozar de la tradicional hospitalidad del vecindario, pues tres días más tarde debió volver sobre sus pasos con el fin de ponerse al frente de quienes debían derrocar a los insurrectos, cosa que a poco de navegar comprendió que sería momentáneamente imposible: toda la provincia de Buenos Aires se había alzado en armas y sus tropas, al mando del general Galán, se retiraban apresuradamente. Decidió, en consecuencia, no hacerse fuerte en Rosario, como había pensado, y volver a Entre Ríos.
Mientras tanto, el general Oroño y su hijo Nicasio asumieron con energía el papel de jefes de soldados que se constituían en vanguardia militar de la Nación, dispuestos a frenar a las fuerzas del general José María Paz que avanzaba hacia el Arroyo del Medio para extender el movimiento a las provincias. Nicasio deseaba atacarlas en propio territorio de Buenos Aires, pero don Santiago prefirió hacerse fuerte sobre aquel histórico linde.
El joven Oroño viajó varias veces a Santa Fe en los últimos meses de 1852 y principios de 1853. Fue una inestimable ocasión para generar o reforzar lazos con los constituyentes. Pero ni tales contactos ni las gestiones ante el gobernador Crespo le impidieron cortejar a Joaquina Cullen, hija del malogrado ministro general de Estanislao López, mientras, como ya ha mostrado Alejandro Damianovich en una nota de esta serie conmemorativa, Juan María Gutiérrez se desvivía por la inteligente y bella Jerónima Cullen.
Joaquina no lo era tanto y lo sería menos a medida que pasara el tiempo y adquiriera la abultada figura característica de algunas de las mujeres de su época. Sin embargo, casi dos años más tarde, cuando se bendijo su unión con Oroño, lució una figura agraciada, su rosado rostro de ojos azules y su cuidada cabellera cobriza, típicos rasgos de los Cullen que más se parecían al padre canario de origen irlandés.
El 1 de diciembre de 1852, el general Hilario Lagos puso sitio a la ciudad de Buenos Aires, mientras la escuadra confederada bloqueaba su puerto. Se libraron sangrientos combates que concluyeron cuando en junio el comodoro Coe entregó sus buques por talegas repletas de monedas de oro y fueron desgranándose las fuerzas de la Nación.
Se había logrado, sin embargo, salvar el Congreso Constituyente. Rosario, que el 9 de julio de 1853 juró la Ley Fundamental, con sus milicianos y pocos hombres de línea colocados sobre el Arroyo del Medio, seguía siendo una especie de infranqueable barrera para la provincia segregada. Continuaría del mismo modo en el futuro, frente a las invasiones que el por entonces Estado de Buenos Aires intentó sobre la Confederación Argentina.
(*) Contenidos producidos para El Litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos y desde la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional.