

por Rogelio Alaniz
La reforma constituyente de 1921 sentó un precedente institucional importante, al punto de que muchos años más tarde los principales dirigentes políticos de la época recordaban con algo de nostalgia y algo de orgullo aquella convención en la que una renovada clase dirigente intentó promover un conjunto de reformas avanzadas que finalmente fracasaron o se postergaron para tiempos mejores. En efecto, cuarenta años después, dirigentes demoprogresistas, radicales y socialistas se referían habitualmente a La Constituyente de 1921 para dar cuenta de una tradición genuina a favor del constitucionalismo social y de las resistencias que estas reformas promovían en los grupos de poder más tradicionales. Para políticos como Lisandro de la Torre, Luciano Molinas o un honorable librepensador como Luis Bonaparte, la reforma constituyente fue una esperanza y un fracaso; la esperanza de reformar la sociedad a partir de las iniciativas legales y el fracaso al que una cultura conservadora condenaba a estas propuestas. No está de más recordar que seis años después de las jornadas constitucionales de 1921, en la provincia de San Juan, el gobierno de los hermanos Cantoni sancionó una constitución que reconocía los derechos sociales, fortalecía las autonomías de los municipios y legalizaba el voto de la mujer, un dato que merece destacarse ya que fue en San Juan donde por primera vez en la Argentina se constituyeron mesas electorales femeninas y las mujeres ingresaron al cuarto oscuro para elegir al candidato de su preferencia. La constitución de San Juan fue aprobada, pero cuando se interviene esa provincia, la primera decisión de las flamantes autoridades fue derogarla. Algo parecido ocurrió en Santa Fe en 1932, cuando la Democracia Progresista llegó al gobierno y una de las primeras decisiones del gobernador Luciano Molinas fue poner en vigencia la Constitución de 1921. Controvertido o no, la “excusa” de Molinas produjo sus resultados y durante casi tres años ésta fue la Constitución de la provincia. ¿Final feliz? No tanto. Para 1935 el radicalismo, liderado por Amadeo Sabattini, ganó en la provincia de Córdoba. El régimen conservador podía permitirse una provincia en disidencia, pero no dos. Si Córdoba era opositora, Santa Fe debería reintegrarse a la hegemonía de la Concordancia. ¿Cómo hacerlo? Mediante el recurso de la intervención federal. ¿Con qué argumento? La ilegalidad de la Constitución de 1921. No deja de llamar la atención el fracaso de las avanzadas iniciativas reformistas de aquellos años. Y, sobre todo, no deja de sorprender que en los casos de Santa Fe en 1921 y de San Juan en 1929, la responsable de estas frustraciones haya sido la UCR, el partido que al mismo tiempo proponía la lucha contra lo que calificaba como el régimen “falaz y descreído”. Retornando a Santa Fe, los testigos de aquellos años ponderan el clima de renovación de ideas y el entusiasmo político que existía, la fe compartida de que la voluntad podía hacer realidad la noción de progreso. Mencioné al pasar a un hombre como Luis Bonaparte, reformista, laico y masón, alguien convencido del rumbo justiciero de una historia que no necesitaba ni de amos ni de dioses para realizar su cometido. Algo parecido podría decirse de hombres como Salvador Caputto, Plácido Maradona y Enrique Thedy. Las expectativas reformistas alcanzaban también a políticos radicales como Armando Antille, por ejemplo, aunque tal vez los exponentes más representativos de una corriente radical inspirada en orientaciones reformistas avanzadas hayan sido los hermanos Alcides y Alejandro Greca. Oriundos de San Javier, pertenecientes a una familia con recursos suficientes para brindarle a sus hijos carreras universitarias, estudiaron en la ciudad de La Plata donde incursionaron en las agrupaciones ácratas de su tiempo y cultivaron la amistad de dirigentes de izquierda, relaciones que no les impidieron -cuando retornaron a Santa Fe con sus títulos profesionales- incorporarse a la UCR y constituirse en dirigentes que habrán de gravitar en la vida política de su provincia durante largos años. Tal vez uno de los rasgos distintivos de ese tiempo histórico, fue ese tipo de líder político proveniente de familias de las nuevas clases medias acomodadas e identificados con lo que consideraban las ideas más avanzadas de su tiempo, identificación que no les impedía continuar perteneciendo a la clase social que decían combatir. Lo que vale para los Greca vale para los Cantoni en San Juan, los Lencinas en Mendoza, los Laurencena en Entre Ríos y, en una sintonía más socialista, para dirigentes como Antonio Di Tomaso, Federico Pinedo o Benito Marianetti, cuyo liderazgo en la izquierda mendocina no lo inhabilitaba a residir en el muy distinguido barrio de Chacras de Coria, donde escribía sus libros y debajo de su firma estampaba con discreto orgullo la dirección de su elegante residencia. Digamos que los hijos de las clases medias y altas de forja liberal podían inclinarse en esos años hacia la izquierda, un fenómeno habitual en América Latina donde fueron los intelectuales provenientes de las clases burguesas los que se identificaban con las ideas renovadoras. Todo esto estuvo presente en este verdadero punto de inflexión de la historia santafesina que fue la reforma constituyente de 1921. Tal vez de manera inocente o, por lo menos, no tan consciente, estos hombres continuaban añejas luchas y en cierto modo se sentían herederos de las tradiciones reformistas promovidas por los exponentes más lúcidos y audaces de la Generación del Ochenta. La esperanza o la ilusión de que la lógica del liberalismo podía conducir al socialismo estuvieron presentes en esas sesiones cuando un liberalismo avanzado y un socialismo reformista se dieron la mano. Su fracaso -por lo menos su relativo fracaso- fue también el fracaso de esas políticas que intentaron iluminar su tiempo en un mundo donde en el horizonte ya se avizoraban las acechanzas de las guerras y las temidas soluciones totalitarias. El reconocimiento de estos datos de la realidad, no significa aprobar a libro cerrado cada una de las iniciativas de este liberalismo avanzado o desconocer los argumentos que presentaban quienes se oponían a estas reformas. Particular protagonismo desplegó en esos años la Iglesia Católica a través de sus instituciones laicas, sus periódicos y sus propios intelectuales y políticos, incluidos algunos sacerdotes que no vacilaban en sumarse con su elocuencia al intenso debate político de entonces. A modo de síntesis, podría decirse que en la Constituyente de 1921 se presentaron dos conflictos centrales que a su vez reprodujeron otros conflictos. El primero, de tipo regional, entre el sur y el norte o entre Santa Fe y Rosario. La cuestión regional no alcanzaba a disimular intereses económicos y conflictos que se arrastraban desde hacía décadas y que hasta la fecha no terminaron de superarse. El segundo problema fue -por decirlo de alguna manera- religioso; las ásperas diferencias entre un laicismo iluminista y un catolicismo que oscilaba entre el ultramontanismo y las nuevas inquietudes sociales promovidas por la encíclica Rerum Novarum. En este campo, la disputa fue dura y los protagonistas no mezquinaron críticas, ironías y agravios. Algunos fragmentos de discursos tal vez expresen el clima de los debates. Dijo Luis Bonaparte: “El catolicismo, vencido en la ciencia, la opinión y el espíritu, anda en pretérito y añora su medieval dictadura. Que haga carpa aparte como las demás religiones, dejando de diezmar económicamente al pueblo”. La respuesta de Luis María Mattos no se hizo esperar: “La supresión de Dios es temeraria porque arremete contra los sentimientos, las tradiciones y las costumbres de un pueblo. Son decisiones que van en contra de las enseñanzas de la historia, del sentido común y hasta en contra del sentido natural del hombre”. Voltaire contra Chesterton. El duelo recorre el tiempo de la modernidad y aún no se ha zanjado. Pero en 1921, Yrigoyen, que estaba más cerca de Chesterton que de Voltaire, resolvió a través de discretas pero eficaces diligencias, que la Constitución no tuviese vigencia.
En la Constituyente del 21, se presentaron dos conflictos centrales: entre el norte y el sur de la provincia; y entre un laicismo iluminista y un catolicismo que oscilaba entre el ultramontanismo y la Rerum Novarum.