Por Alejandro A. Damianovich
Aquel texto constitucional, individualista y liberal, contiene las bases de los derechos actuales, más allá de sus contradicciones.
Por Alejandro A. Damianovich
Cuando el 1º de Mayo de 1853, se dictó la Constitución Nacional en Santa Fe, quedó al fin establecida, en términos formales, la República Argentina, conformada inicialmente por trece provincias de las veintitrés que existen actualmente. La décimo cuarta era Buenos Aires, segregada de la Confederación fundada en el Pacto Federal de 1831.
El enorme espacio geográfico que hoy corresponde a las diez nuevas provincias estaba en poder de numerosas parcialidades indígenas que lo reivindicaban como propio, por lo que no reconocían la soberanía del embrionario estado argentino y no aparecen específicamente consideradas en el texto constitucional, más allá de que aquellos "indios" integrados a la vida "civilizada" estuvieran teóricamente alcanzados por los derechos y garantías que la Constitución reconocía para todos los habitantes del territorio nacional, incluyendo, también teóricamente, a los negros esclavos cuya libertad consagraba, o a aquellos declarados "libertos" en 1813.
Con cierta ingenuidad, Alberdi, principal mentor del texto constitucional, escribía: "Desde la sanción de la Constitución Nacional ya no se diferencian las personas en cuanto al goce de los derechos civiles, como antes sucedía" y creía derogadas todas las normas antiguas sobre servidumbre y explotación por el simple enunciado de los artículos 15, 16 y 20 que anulaban la esclavitud, criminalizaban la compraventa de personas, establecían la igualdad ante la ley de todos los habitantes y concedía a los extranjeros los mismos derechos civiles que a los nativos.
"Conservar el trato pacífico con los indios"
Para los constituyentes del 53, y para la mayoría de la sociedad blanca, los indios y sus culturas eran extraños al mundo propio. El inciso 15 del artículo 67º original señala que el Congreso deberá "proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo". Cuando se habla de "fronteras" se hace especial referencia a la existente con ese otro inmenso país (o países), con el que la relación más común era la guerra: el de los "indios", expresión bajo la cual se cubría a una variedad de etnias o "naciones", que todavía conservaban una inquietante capacidad defensiva y ofensiva, por lo que convenía que el Congreso implementara medidas para fomentar el trato pacífico.
La conversión al catolicismo, en un país en el que todavía el Estado no controlaba un registro que consignara los datos de las personas, apuntaba a facilitar esas relaciones pacíficas, pero también abría una forma de integración de los pueblos originarios, cuyos individuos pasaban a tener de esta manera una existencia documentada en los libros de la Iglesia, muy poderosa todavía en la vida y en el imaginario colectivo, con control sobre la educación, las pautas morales y la moderación de las conductas. Aunque la Constitución establecía el derecho de los habitantes de "profesar libremente su culto", convenía que los indios fueran católicos.
En los hechos, el Estado Nacional se propuso avanzar hacia el norte sobre territorio indígena y practicar un profundo corrimiento de las líneas de fortines siguiendo el curso del Salado, lo que produjo importantes contraofensivas de los pueblos chaqueños que obligaron al repliegue.
La relación del gobierno de Urquiza con los indios del sur fue diferente, ya que procuró aprovechar su potencial militar en la guerra contra Buenos Aires. Logró que araucanos y ranqueles hostilizaran a Buenos Aires y colaboraran con los federales de esa provincia en el sitio a la capital. Hubo caciques que viajaron hasta el Palacio San José a entrevistarse con el presidente. Importantes contingentes de esas "naciones" engrosaron la caballería confederada en las batallas de Cepeda y Pavón.
Pero producida la unidad nacional, el poder militar de las naciones aborígenes, que antes les confería cierto protagonismo en las guerras civiles, pasó a convertirse en riesgoso para la seguridad de las poblaciones blancas. Poco a poco comenzó a operar contra ellos el estado nacional unificado, tanto hacia el norte como hacia el sur. La campaña militar del general Roca y la conquista del Chaco completaron la expansión blanca sobre el territorio. Los indios quedaban invisibilizados bajo el manto de la palabra "desierto".
La abolición de la esclavitud
Como es sabido, la Asamblea del año XIII declaró la libertad de vientres. Es por eso que en la época de la sanción de la Constitución quedaban pocos esclavos, y los menores tenían cuarenta años. Se calcula que por esos días existían unos 20.000 negros sobre una población de 800.000 habitantes de los que unos 100.000 eran mulatos. La mayoría de ellos servían como criados, jornaleros, soldados o artesanos, pero en su gran mayoría eran libres, aunque sujetos, como en el caso de los criollos, a las severas normas sobre "vagos y mal entretenidos" y remunerados con pagas miserables.
En este contexto se inscribe el artículo 15º de la Constitución que señala: "en la Nación Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución". Aunque en el mismo artículo se agrega que una ley especial reglaría las indemnizaciones a que hubiera lugar, lo cierto es que la ley nunca se dictó, pero las libertades se concretaron igual. También se declaraba que constituiría un crimen la compra venta de personas.
La disposición constitucional argentina se adelanta en diez años a la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, pero en el Estado de Buenos Aires continuó el aberrante sistema hasta su incorporación a la Confederación en 1859, ya que la Constitución local de 1854 sostenía en su artículo 159º nada más que la libertad de vientres, a pesar que antes -en el 156º- había declarado a todos los habitantes del Estado iguales ante la ley.
Hacia la plena ciudadanía
Como toda Constitución, la del 53 supone un corte en la historia, un reflejo de las relaciones de poder existente en aquella época, un muestrario de las ideas imperantes, y por lo mismo un documento inconcluso, a veces extraño, y por momentos anacrónico, a los ojos del ciudadano del siglo XXI. Sin embargo, aquel texto constitucional, individualista y liberal, contiene las bases de los derechos actuales, más allá de sus contradicciones, y nada hubiera sido posible en el desarrollo de un estado moderno, democrático y progresivamente inclusivo, sin aquella plataforma inicial redactada, con pluma de ganso y a la luz de una lámpara de aceite, bajo las viejas bóvedas del cabildo santafesino.
En muchísimos aspectos, tanto en su parte dogmática como en la orgánica, la Constitución no fue más que una formulación para el futuro. Su carácter individualista hizo ilusorio todo lo que pudiera considerarse inclusivo, a pesar de sus firmes declaraciones de igualdad. Ni los indios, ni los negros encontraron la contención que esta ley suprema prometía para todos, pero tampoco les fue fácil la vida a los gauchos del siglo XIX, ni a los trabajadores de principios del XX, ni a las mujeres, ni a los disidentes, ni a los homosexuales. Pero estas constituyen otras luchas que generaron otros cambios y otras fórmulas constitucionales (1949, 1957, 1994). Las demandas por una mayor inclusión y un más amplio reconocimiento continúan.
Aquel texto constitucional, individualista y liberal, contiene las bases de los derechos actuales, más allá de sus contradicciones.
Nada hubiera sido posible en el desarrollo de un estado moderno, democrático y progresivamente inclusivo, sin aquella plataforma inicial redactada, con pluma de ganso y a la luz de una lámpara de aceite, bajo las viejas bóvedas del cabildo santafesino.