Más de una vez me preguntaron cómo viví las peripecias de la Constituyente de 1994. Mi primera respuesta fue elemental: "Para un periodista de provincia dedicado a la política, fue el sueño del pibe". No era para menos. Disponer a dos cuadras del diario y a tres cuadras de mi casa del escenario político nacional más selecto durante tres meses era sin duda un privilegio. Y así lo viví. No voy a abundar en consideraciones acerca de la importancia de una reforma constitucional. Me limitaré a decir que fue la única en nuestra historia votada por todos los actores políticos. Nobleza obliga, no me conformó del todo el Pacto de Olivos, pero a esta altura del partido esa objeción no tiene ninguna importancia ante el hecho incontrastable de una Constitución votada desde Álvaro Alsogaray a Chacho Álvarez, desde Raúl Alfonsín a Antonio Cafiero, desde Aldo Rico a Guillermo Estévez Boero.
Escribí muchas notas y me cansé de hacer entrevistas. Recuerdo a Graciela Fernández Meijide, a Alfredo Bravo, a Alberto Natale, a Chacho Jaroslavsky, a Jorge Yoma, a Eduardo Duhalde. Lilita Carrió cada vez que me ve, me dice que soy el periodista que le hizo la primera entrevista. Conversé con Aldo Rico que, dicho sea de paso, me pidió que organice una reunión con Carlos Monzón porque quería pelear con él en un ring. Recuerdo que lo primero que le dije fue: "Aldo, serás carapintada y comando, pero Monzón te va a cagar a puñetes lo mismo". Nos reímos. En el recuerdo, todo se presenta como en una película. Días que suceden en un permanente alboroto donde tampoco está excluida la tragedia, porque en uno de esos días terroristas islámicos volaron la Amia. Con los colegas nos cansamos de hablar de política y desgranar chismes en mesas de café o sobremesas regadas con buen vino. Como dije: el sueño del pibe. Escribí más de cuarenta notas, pero de todas, la que más recuerdo es este artículo titulado "Alfonsín y Cafiero". No sé si es el mejor que escribí, pero es por el que obtuve más reconocimientos. Alfonsín me saludó en el bar del hotel Castelar con un abrazo y Cafiero fue hasta el diario para felicitarme, y no conforme con ello citó esta nota en sus Memorias.
Alfonsín y Cafiero
Pertenecen a fuerzas políticas distintas y nada autoriza a pensar que las diferencias hayan disminuido. Un recorrido sobre sus biografías tal vez permita indagar sobre las opciones de cada uno, las discordias que los han separado y las coincidencias que en un plano muy especial mantienen, incluso a pesar de ellos mismos. Nada fue premeditado ni hubo ensayos previos, pero después de tres meses de Convención Constituyente ambos fueron capaces de expresar el nivel de cultura política más alto logrado en este recinto.
El ascendiente no desmerece el desempeño de otros, en todo caso lo perfecciona y lo proyecta a ese nivel en que el estilo se transforma en algo más que una actuación más o menos elaborada, para representar aquello que permite distinguir el momento, el instante preciso en que el quehacer político adquiere estatura de grandeza, como le gustaba decir a André Malraux.
Por historia, por opción personal y por condiciones propias, Alfonsín y Cafiero fueron los grandes protagonistas de esta Constituyente que está llegando a su fin. Fue necesario la presencia de ese singular espacio público para que el desarrollo de los acontecimientos personalice en su más alto nivel la calidad de la democracia. En tiempos en que la notoriedad se logra a través de las ilusiones de la imagen y en que el éxito parece ser breve y fugaz como un sueño, no deja de sorprender la austera consistencia de estos liderazgos capaces de abrazar el presente desde tradiciones diversas y cuya trama deviene de ese tipo de coherencia que nace de las convicciones y se despliega en actos, gestos y testimonios.
Clásicos y formales en su estilo, de riguroso traje, corbata y chaleco; sobrios en los gestos y los modos, son hombres que han sostenido sus certezas e ideales con una persistencia notable. Esta Convención Constituyente fue el escenario privilegiado en el que pudieron demostrar ese ascendiente moral que se gana cuando los ideales se manifiestan en un tono de voz, una manera de mirar y de dirigirse al público, un modo de permanecer en el conflicto sin dejar de ser ellos mismos.
No se confunden. No son lo mismo. Y es ese contrapunto de historias y crónicas disímiles lo que le otorga dimensión al acontecimiento. Orgullosos de representar tradiciones afianzadas en el tiempo, han sabido convocar los aplausos más entusiastas, los silencios más expectantes y ese tipo de reconocimiento que solo se obtiene a través del ascendiente moral que logran aquellos que saben personalizar una causa en sus detalles y cotidianidades, en su épica y su estética.
Alfonsín y Cafiero son dirigentes que a través de las palabras y los silencios construyen sus auditorios y sus correspondientes imágenes. Difieren entre sí, pero mantienen en común esa capacidad para elaborar a través de las palabras, los actos y la presencia las esperanzas de muchos. En esas figuras austeras, en ese lenguaje que oscila entre la reflexión y la arenga, la lucidez y la consigna, se representan hoy las virtudes y las posibilidades de nuestra democracia, esa tensión que vibra entre los dilemas nacidos de los imperativos de la justicia y la libertad.
No son lo mismo y es mejor que así sea. Las diferencias no anulan sino que enriquecen los imaginarios populares. Sin embargo, y más allá de ellos mismos, el ascendiente logrado excede la identidad partidaria. Radical uno, peronista el otro, son capaces de trascender porque a través del estilo han tenido el talento de insinuar, de sugerir que pueden ir más allá de sus propios anclajes partidarios. En uno y en otro la duda siempre merodea en torno a sus discursos. Pareciera que cada uno en su intimidad sabe que sus respectivos partidos son imprescindibles para la afirmación de la nación o la república, pero que esos partidos no alcanzan para expresarlos plenamente. Entonces, Alfonsín y Cafiero necesitan de esa tensión, de esa cercanía con el peligro, de ese paseo por los límites para seguir siendo ellos mismos. A su manera son leales con sus ambigüedades y es en ese punto precisamente donde lo personal cobra un encanto especial.
Se necesita para ello de la experiencia que solo brindan las vicisitudes y las celadas del tiempo; se necesita vivir hasta el dramatismo los triunfos y las derrotas; y se necesita saber tomar distancia de todo aquello que la política es capaz de representar en cada coyuntura sin dejar, al mismo tiempo, de ser la expresión más comprometida de esa causa.
El sueño de Alfonsín adquiere la identidad de una república de hombres libres en donde la política se identifica con la deliberación pública y la racionalidad democrática. El ex presidente es el demócrata por excelencia y su rol se manifiesta en cada uno de sus gestos. Cafiero expresa una historia de gesta, lo suyo es la evocación de un pasado mítico poblado de imágenes en donde el "pueblo" gana protagonismo y presencias, Es también la expresión de los años duros, de la proscripción, el exilio, las prisiones y la algarabía de esa fiestas populares que el peronismo supo recrear hasta incorporarlas como un dato fuerte de la cultura nacional.
Alfonsín y Cafiero conocen hasta en los detalles los juegos del poder, sus espejismos y sus triquiñuelas, sus tentaciones y sus emboscadas. Y aunque no han perdido esa elemental vocación de poder que distingue a todo político de raza, los sinsabores y las desgracias les han enseñado a aprender de las derrotas, relativizar las supuestas victorias, a descreer de esa cultura del éxito a la que suelen aferrarse los mediocres y los canallas.
La Convención Constituyente ha sido entonces el escenario donde los talentos de cada uno adquirieron la relevancia que se merecían. Un tono de voz, una palabra, una inusual capacidad para trabajar la historia presente desde los matices y fragmentos, explican este ascendiente. Alfonsín y Cafiero expresaron desde sus diferencias y sus particulares derroteros personales, el perfil de dirigentes políticos que se resisten a ser asimilados a la frivolidad del marketing y a las seducciones frágiles pero seductoras de la imagen. No creo exagerar ni ser injusto con nadie al postular que si nuestra democracia necesitaba de un rostro y una voz que sea a su vez el símbolo de tradiciones diversas y deseos compartidos, ese rostro y esa voz se parecen a Alfonsín y Cafiero.