Por esas razones que tiene el mundo en sus giros, un día estuve con Borges a solas. En realidad estuve con Juan Laurentino Ortiz (Juanele) estuve con Raúl González Tuñón, con Horacio Salas, con Joaquín Gianuzzi, con Mario Trejo y con Borges a solas, conversando. Como decía un recordado amigo, Alejandrito Sáez Germain: “a los escritores argentinos hay que conversarlos…”
Cuando digo conversando es eso, el ida y vuelta entre un irredento de la versificación y el vuelo y ellos, altos exponentes del verso como sistema, mecanismo, recurso, motor exquisito de alas inatajables a un cielo que encontraban para venir a contarnos. Ellos vieron un cielo y sus textos contaron, cuentan eso.
En San Antonio de Areco filmaban escenas de El Muerto, sobre ideas de un cuento suyo, y a la producción del filme se les ocurrió llevarlo e invitar periodistas. Allí fui yo, sin amor por el sol y si por los aleros y las galerías. De traje estaba el escritor más famoso de Argentina, en esa casona de campo todos se fueron con los actores y allí quedó, en el alero, sentado sobre un banco y frente a una mesa el mismísimo Borges; solo para quien se arrimase.
La película iba por su lado (El muerto es una película de Argentina filmada en Eastmancolor dirigida por Héctor Olivera según su propio guion escrito en colaboración con el guion de Fernando Ayala y Héctor Olivera según el cuento homónimo de Jorge Luis Borges que se estrenó el 21 de agosto de 1975 y que tuvo como actores principales a Francisco Rabal, Thelma Biral, Juan José Camero y Antonio Iranzo. También colaboraron Juan Carlos Onetti en la supervisión y el futuro director de cine, Juan Carlos Desanzo como director de fotografía. Tuvo el título alternativo de Cacique Bandeira y fue filmada parcialmente en Colonia de Sacramento y Tacuarembó, Uruguay)
Le pregunté sobre el sol y el calor, típico de conversación de colectivo, y me dijo que no tenía un calor que preocupase, que sabía que en esos campos y en esos días el sol era importante, pero más importante es que hubiese un lugar con sombras que lo aliviasen. Insistí con el resplandor (soy bastante morocho pero de niño arrastro una fotofobia – creo que ése es el nombre – que me lleva a dolores de cabeza y abatimiento ante el mucho sol) y Borges repitió lo que ya le había oído. Que veía resplandores en tonos de naranja, que no eran un negro ni un blanco lo que guardaban sus ojos.
Cómo reaccionaría Borges ante una Peste justo él, que se paseaba por bibliotecas que ya no veía, simplemente recordaba o imaginaba (es difuso el límite entre el recuerdo y la imaginación o, si se quiere, solo un subterfugio de escrituras) digo esto porque la Peste en mi pago no se ve. Creemos que eso que nos mata es la Peste. No parece casual, parados en este sitio, que solo ritos muy viejos nos quitan del peligro, aparentemente. Lavarse las manos, percibir los olores como certificado de sanidad, salir poco y nada de la madriguera, respirar con la boca y la nariz cubierta para que el polvo y ese virus en el aire no entre o entre menos. La verdad, la verdad… Egipto, alguna tribu en la Vieja Mesopotamia, el jardín de los senderos que se bifurcan. En cualquier lugar la peste es silenciosa, mágica, cercana a las creencias y las profecías. También mortal.
Borges decía que Güiraldes, Borges sabía, hablaba en la certeza que San Antonio de Areco era el pago de Ricardo Güiraldes, que había escrito sobre un gaucho que era tropero (esa dificultad con las dos consonantes, tan Borges) y que era falso el Monumento al Resero, porque nadie arrea reses, que se denominan así cuando están muertas y colgadas de un gancho. Era generoso ese hombre, reflexionó.
Son todas empanadas, preguntó cuando trajeron unas olorosas, orondas y tibias empanadas de carne que comió con agrado y sin mancharse. Yo comí muchas. Después dulce de membrillo casero. Mucho. En una fuente. A cucharadas lo comía. Tomaba agua. Había sifones de donde me servía soda (ni él ni yo tomamos vino) Le acerqué el vaso. Sostenía que el último tango que le había gustado era Ivette, cantado por Jorge Vidal. Que lo mejor era Saborido y La Morocha. Insistí brutalmente sobre la ceguera. Caminar, hacer viajes, como era la ceguera en la vida diaria. Eso depende, contestó. Depende de lo que usted suponga, quiera imaginar… entrecerró los ojos, la siestita es sagrada, eso lo entiendo, dormitaba cuando vinieron y se lo llevaron.
En estos días de peste busco informe sobre ciegos de Sábato, tal vez un texto cruel. No lo tengo, como no tengo más su Libro “Sobre héroes…”
Perdí a Sábato en esta peste. Recurro a Wikipedia. … “Oh, dioses de la noche! ¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen, de la melancolía y del suicidio! ¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas, de los murciélagos, de las cucarachas! ¡Oh, violentos, inescrutables dioses del sueño y de la muerte!
“¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo…/
…Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad…”. Eso es de “El informe…”
La Peste trae su sabiduría. Ancestros. Simulaciones. Decisiones. Extravíos. Recuerdo a Borges, no encuentro a Sábato. Parecería, es un supuesto, un tiempo condicional del que nadie se hace cargo, parecería que la ceguera es parte de las Pestes y que esta, que azota mi pago, resucita momentos y desprecia tiempos, personajes. La Peste es tan eterna como las viejas escrituras y, como ella, no tiene ojos para Juan o María. No elige.
La pregunta baila desde que comencé a escribir este texto: cómo miran la peste los ciegos… acaso un resplandor naranja lejano y sincero, como el miedo. Intento ser así: extraño a Borges, ni falta que me hace Sábato en mitad de la peste en mi pago, un pago similar al Universo… o al Aleph, según se quiera mirar.
Parecería que la ceguera es parte de las Pestes y que esta, que azota mi pago, resucita momentos y desprecia tiempos, personajes.