I
I
La entrevista es una de las asignaturas más exigentes del periodismo, al punto que más de una vez se la calificó como un arte; por lo menos, esa extraordinaria entrevistadora que fue Oriana Fallaci así lo consideraba. Una entrevista puede ser un contrapunto intelectual, una sigilosa negociación diplomática en la que cada palabra y cada silencio importan; una entrevista puede ser la plataforma de largada de una candidatura política y también el naufragio de esa candidatura. En principio, estamos en un escenario en donde alguien pregunta y alguien responde. No es una obviedad lo que digo. Un periodista que se precie jamás puede admitir que el entrevistado sea el que haga las preguntas, porque si ello ocurriese significaría que el periodista fracasó en toda la línea, por lo que de allí en más podría dedicarse a participar en torneos de tatetí o caminar por la calle mirando la luna y las estrellas. Un periodista no puede ni debe aceptar que el entrevistado o sus padrinos le presenten un formulario con preguntas establecidas de antemano. En toda entrevista el entrevistado debe ser respetado, y ese respeto se expresa en el tono de las palabras; un periodista no descalifica, mucho menos insulta a un entrevistado por más que se lo merezca. Y no lo hace porque así lo prescriben las buenas costumbres, pero sobre todo porque quien debe evaluar no es el periodista, sino los lectores. Un periodista debe ser una persona profesionalmente honesta; esto quiere decir que respeta escrupulosamente las declaraciones de su entrevistado a la hora de desgrabar. Un periodista debe contradecir a su entrevistado; formular con todo respeto preguntas que lo incomoden. Puede y debe repreguntar, pero no más allá de eso, porque se trata de una entrevista, no de un debate y en todo caso son los lectores los que deben evaluar. Todo entrevistador debería tener presente el consejo brindado por un veterano periodista norteamericano, que consistía en pronunciar una frase de apertura: "A nuestros lectores les interesaría saber...". Y allí llegaba la pregunta difícil. El entrevistado se enteraba entonces que las preguntas no eran un capricho del periodista, sino una legítima curiosidad de los lectores, es decir los ciudadanos, es decir la opinión pública.
II
Ninguna o casi ninguna de estas consideraciones tuvo presente Pablo Duggan a la hora de entrevistar a la Señora. En principio, trascendió que la entrevista se hizo alrededor de un temario en el que estaba establecido de antemano lo que se debía o no se debía preguntar. El periodista no eligió a la entrevistada; por el contrario, la entrevistada eligió al periodista. No se le niega el derecho a Duggan de simpatizar con Cristina, del mismo modo que en tiempos no tan lejanos ejerció el derecho de detestarla, pero una entrevista con temario establecido de antemano es como un examen en el que el profesor le da a conocer al alumno las preguntas que le va a hacer. En una entrevista seria el entrevistado está obligado a pensar las respuestas, porque las preguntas son interesantes, no admiten respuestas ambiguas. En el caso que nos ocupa Cristina estuvo comodísima. Dijo lo que dice siempre y en ningún momento fue contradecida. La Señora dirigió la entrevista; Duggan fue algo así como su bastonero. La que abría y cerraba los temas era Ella, él bailaba al ritmo establecido. Preguntas complacientes, preguntas con respuestas previsibles y preguntas obvias. Insisto: una entrevista no es un interrogatorio policial, pero tampoco es un té a las cinco de la tarde. El periodista recibe en su estudio al entrevistado y se comporta como un caballero, pero los buenos modales y el tono respetuoso no pueden eludir aquellas preguntas que la audiencia quiere conocer. ¿Por qué Ella dice que está proscripta o en libertad condicional? ¿Quién sería su candidato para estas elecciones? ¿Qué opina de Axel Kicillof como candidato o acerca de su pretensión de desdoblar las elecciones en provincia de Buenos Aires? Son preguntas obvias en una entrevista honrada, preguntas que Duggan no realizó o las realizó de manera confusa como se lo reprochó, con toda la suavidad del caso, una de las panelistas de "Duro de domar". Digamos que Cristina fue a un canal de televisión a decir lo que podría haber dicho a través de una carta o a través de uno de esos monólogos en los que dice lo que se le ocurre, con la tranquilidad espiritual de que nadie la va a contradecir.
III
Cristina es más autoritaria que Carlos Menem, que no era precisamente un nene de pecho. Por ejemplo, Menem admitió que lo entrevistara Jorge Lanata, sabiendo que se trataba de uno de sus críticos más duros. Ni Néstor ni Cristina admitirían esa licencia. A ellos los entrevistan periodistas amigos, periodistas que desde el inicio demuestran su afecto, su cariño, su adhesión incondicional. El periodista devenido en un muñeco manejado por el ventrílocuo que le hace decir lo que él considera conveniente. ¿Quieren conocer modelos de entrevistas perfectas? Lean el libro de Oriana Fallaci, la mujer que fundó el nuevo modelo de entrevista, la mujer que se dio el lujo de entrevistar a las personalidades más importantes de su tiempo: Giulio Andreotti, Yasser Arafat, Henry Kissinger, Golda Meir y Muamar Gadafi. Y en todos los casos mantuvo siempre claro el principio al que siempre fue leal: no colocarse al lado del poder sino frente a él; desafiarlo y exponer sus lados débiles. Era implacable, pero no disimulaba sus simpatías y antipatías. Detestó al ayatolá Jomeini, manifestó su cariño por Golda Meier y no disimuló el desprecio que le despertó el dictador argentino, Leopoldo Fortunato Galtiei. A todos les hizo preguntas incómodas, esas preguntas que estuvieron ausentes en la entrevista del miércoles pasado en C5N.
IV
¿Y vos, Alaniz, respetás estos principios que ahora das a conocer para desprestigiar a un periodista kirchnerista? Claro que los respeto. Hice muchas entrevistas y exhibo el honor de haber sido reconocido por Raúl Alfonsín, Antonio Cafiero y Aldo Rico, por ejemplo, como un buen entrevistador. Nunca disimulé mis simpatías por Alfonsín, pero con él discutimos duro en dos ocasiones: una en el aeropuerto de Sauce Viejo, y otra en el comité radical de Paraná. Con Alberto Natale mantuve siempre una excelente relación, pero más de una vez le pregunté por qué motivos aceptó ser intendente de Rosario en tiempos de los militares. A Jorge Obeid le hice preguntas incómodas, lo que no impedía que luego de la entrevista compartiéramos un café o un vino; lo mismo puedo decir de Carlos Reutemann, aunque en este caso no había café y mucho menos vino. A Menem lo entrevisté dos veces en la residencia de Olivos. Y a Fernando De la Rúa una vez. A Rico la primera pregunta que le hice fue si era fascista. Con el ingeniero Álvaro Alsogaray me las ingenié para preguntarle por su consigna "Hay que pasar el invierno". A Alfredo Bravo, presidente en aquellos años del Partido Socialista Democrático de la ciudad de Buenos Aires, le pregunté por Américo Ghioldi y la participación del socialismo en el golpe de 1955. Nunca fui complaciente con las preguntas y mucho menos lo fui con los que simpatizaba políticamente. A Pinochet le pregunté por los derechos humanos; a Ricardo Lagos, sobre si el socialismo tenía alguna autocrítica que hacer por lo sucedido con el gobierno de la Unidad Popular. Las mismas exigencias tuve con Sanguinetti y Pepe Mujica; con Lacalle y Tabaré Vázquez; con Batlle y el general Líber Seregni. A Néstor Kirchner lo entrevisté más de una hora por televisión y la entrevista puede verse en Youtube. A Cristina la conocí en el rectorado de la UNL en una conferencia de prensa. No le hice preguntas, pero le observé que la cita que dio acerca del consejo "Pinta tu pueblo y serás universal" no era de Dostoyevski sino de Tolstoi. No le gustó la corrección, pero no es mi culpa si la Señora no sabe apreciar las diferencias de estilos entre el autor de "La guerra y la paz" y el autor de "Crimen y castigo".
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