Más que una condenada, Cristina Kirchner debería sentirse titular de un ostentoso privilegio, porque atendiendo a su actividad delictiva y a la pena que recibió como consecuencia, la Señora en un país con instituciones medianamente sanas, países en los que, por ejemplo, titulares del Ejecutivo han perdido el poder y hasta han ido a la cárcel, por comprar con una tarjeta oficial una barrita de chocolate o un calzoncillo, debería estar presa desde hace por lo menos diez años y apartada de cargos y honores en su partido político. Por el contrario, jueces benignos la liberan de ser la titular de una asociación ilícita, se mantiene libre y cantarina después de haber sido condenada en dos instancias a seis años de prisión (una bicoca atendiendo la calidad de sus delitos) y, como si esto fuera poco, será premiada por sus compañeros peronistas como titular del Partido Justicialista, además de las calurosas manifestaciones y los sugestivos silencios del peronismo para quienes está visto que robar y corromper en la función pública no solo no es una falta grave, sino que para más de uno es el atributo digno de todo aquel que pretenda ser calificado de político o estadista. Cristina se queja, protesta, se victimiza, atribuye las sanciones a su condición de mujer, pero ella sabe que la sacó barata. Tal vez su prestigio político quede algo percudido, pero no estoy del todo seguro de que así sea, pero para lo que importa y atendiendo al carácter torrencial del saqueo, ella, insisto, sabe que la está sacando barata, muy barata.
El silencio peronista acerca de la condena de Cristina admite una doble lectura: el silencio de los que quisieran apoyarla, pero no se animan, y el silencio de los que quisieran criticarla y tampoco se animan. En el medio está la aguerrida militancia K devenida en murgas más ruidosas que masivas y que, más allá de su retórica incendiaria, victimista y caudalosa, no logran explicar cómo es posible que un modesto cajero de banco como Lázaro Báez y una pandilla de buscavidas, atorrantes y malandras hayan logrado -gracias a su militancia incondicional a favor de Néstor y Cristina- adquirir la condición de millonarios, cuando hasta no hacía mucho tiempo algunos de estos personajes (que ahora viven en lujosas y bizarras mansiones, se trasladan en autos de alta gama, vuelan en aviones privados y veranean en playas tropicales a las que acceden en yates en los que toman sol en su cubierta mujeres de diversa condición pero que en todos los casos nunca son sus esposas y, además, cotizan muy bien sus servicios), se trasladaban en bicicleta por las calles de Río Gallegos o El Calafate, jugaban algunos pesitos a la quiniela para ver si salían de pobres, si podían garrapiñaban algún vuelto, regateaban el precio de sexo prestado con alguna prostituta vieja y comían asados de falda regado con tetrabrik. A esos fenómenos que violentan hasta las sagradas leyes de la naturaleza, los populistas suelen denominarlos "movilidad social ascendente".
Tengo algunas dudas acerca de la sabiduría económica de Javier Milei, o, por lo menos, no comparto el mismo entusiasmo y autoestima que el hombre tiene acerca de su sabiduría e infalibilidad de carácter mundial, pero de lo que estoy cada vez más convencido es de sus habilidades y mañas políticas, dignas no tanto de Nicolás Maquiavelo como sí del Viejo Vizcacha. No cabe ninguna duda de que nuestro vate criollo, recreado por José Hernández, hubiera aprobado con una sonrisa socarrona el viaje de los hermanitos Milei a Yanquilandia para abrazarse con el flamante presidente, cantarle esperanzadas loas amorosas, fiel al principio de que es necesario hacerse amigo del juez ("no le des de qué quejarse, pues siempre es bueno tener palenque ande ir a rascarse"). Ninguna objeción de mi parte al objetivo de mantener con Estados Unidos una buena relación y si se quiere una relación estrecha o carnal, como le gustaba decir a un elegante canciller menemista, pero yo sé muy bien que así como en literatura, teatro, música o pintura las sobreactuaciones son estéticamente reprobables, en política también lo son, con el agravante de que en política a la objeción estética se le suman objeciones que tienen que ver con el ejercicio del poder y por las que hay que pagar un alto precio. Aviso. No digan después que no avisé.
La decisión del presidente argentino de despojar a Cristina de sus beneficios previsionales de privilegio, más que una refinada jugada política o una obra maestra, es una exhibición de picardía política en un país en donde habitualmente esas dotes se las atribuían a los peronistas. Está claro que a la inmensa mayoría de la opinión pública esos beneficios de Cristina le producen un rechazo visceral. Milei sale al encuentro de ese rechazo y hace realidad los sueños pasionales más intrépidos del hombre o de la mujer de la calle. Sospecho que la decisión de Milei no es jurídicamente muy escrupulosa, pero la racionalidad jurídica es una cosa y las pasiones populares son otra. Es muy probable que los juristas argumenten con muy buenas razones acerca de los derechos adquiridos o del verdadero significado del "privilegio" que le corresponde a quien fue votada en dos ocasiones para presidente o que para Cristina aún no hay sentencia firme. Milei seguramente sabe de los objeciones que le podrán presentar, pero más sabe de los apoyos populares que recibe por su iniciativa; iniciativa que si después algún juez deja sin efecto, Milei con su mejor cara de piedra podrá decirle al gran pueblo argentino que él está luchando a brazo partido contra los privilegios de la casta, pero esa misma casta, esta vez bajo la titularidad de un posible juez, se lo impide. En todos los casos, Milei seguirá siendo para una mayoría de argentinos la encarnación más parecida a Carlos Gardel. Veremos cómo culminan estos pases de baile y sobre todo veremos cuánto le dura este estrellato, porque mi experiencia política de viejo es la que me dice que estos pasajes por el universo de las luminarias suelen ser brillantes, eróticos, luminosos, pero no hay fuerza del cielo capaz de hacerlos eternos.
La celebración del romance entre ambos presidentes, entre Javier Milei y Donald Trump se perpetró en Mar-a-Lago, la mansión que el presidente número 47 de Estados Unidos tiene en Florida y que, según las informaciones del periodismo de cotilleo dispone, entre otras comodidades, de 114 habitaciones, 30 baños, piscinas de todos los tamaños, más una brigada ligera de mozos, mucamos, valet y sirvientes dispuestos a servirte whisky de las mejores marcas o paladear vinos al valor de mil dólares la copa. De estos beneficios dignos de un jeque árabe o de un gangster ostentoso y confiado en su buena estrella y su falta de escrúpulos, se deduce que a los hermanitos Milei no le faltarán comodidades y ni espacios abiertos y cerrados para disfrutar de sus habituales expansiones. Los amoríos políticos de Milei con Trump no son nuevos, pero ahora se celebran con los protagonistas luciendo sus atributos presidenciales. Veremos si los acontecimientos futuros están a la altura de la magnificencia de esta fiesta inicial. Hablando de frivolidades, el casamiento del príncipe Carlos con Diana fue acompañado de una fiesta considerada como una de las más regias de una realeza acostumbrada a estos menesteres. Después el final estuvo a la altura dramática del inicio, porque, como bien se sabe, el pasaje de la farsa a la tragedia siempre ocurre y siempre se cobra algunos costos.