Rogelio Alaniz
Las esperanzas de disponer de una ley de migraciones como la que tiene cualquier país normal se las llevó el viento. Raúl Castro, a diferencia de su hermano, se ha dado cuenta de que el régimen necesita algunos cambios pero no está dispuesto a jugar con fuego promoviendo una ley que precipite el derrumbe del sistema que él y su familia controlan con mano de hierro desde hace más de medio siglo.
Como todos los déspotas “que en el mundo han sido”, Raúl Castro tiene un olfato afinado que le permite registrar las mínimas oscilaciones que puedan poner en peligro al sistema. Con cinismo descarnado, no ignora que en las dictaduras comunistas la apertura de las fronteras producen estampidas en masa. Lo que ocurrió en Europa del Este puede replicarse perfectamente en Cuba. Los entendidos aseguran que de liberalizarse la ley de migraciones es muy probable que en la primera semana más de un millón de cubanos se vayan de la isla rumbo a cualquier parte, dominados por la certeza de que donde estén siempre van a estar mejor que en el ya célebre manicomio del Caribe.
Conciente de esos límites, Raúl Castro decidió no producir cambios y redujo todas las expectativas a liberar alrededor de tres mil presos comunes. Se trata en todos los casos de delincuentes que se hacinaban en las cárceles y que estaban generando serios problemas sociales. Los cubanos ahora deberán convivir con tres mil indultados, en la mayoría de los casos rateros y rufianes que abundan en esta isla que de manera perversa reprodujo los peores vicios de las dictaduras que en su momento dijo combatir.
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