La recuperación de la democracia, en 1983, incluyó una serie de logros culturales impugnados en la actualidad. Después de los derramamientos de sangre de los años setenta, se asumió que una democracia digna de ser vivida debía desplazar la figura del enemigo por la del adversario. No era un detalle menor. La convivencia social deseable no se forja con las leyes de la guerra sino con las leyes de la democracia. No hay verdades absolutas, sino búsqueda de la verdad que solo es posible a través del diálogo, un diálogo que no excluye el conflicto pero le pone límites. La noción de enemigo es lo opuesto a esta intención. Al enemigo se lo mata o se lo encarcela. Y quienes lo hacen están convencidos de que son dueños de una verdad absoluta. En el pasado, la extrema derecha y la extrema izquierda estaban de acuerdo en que la democracia era inservible, una mascarada para ocultar perversas formas de dominación. En diferentes tonos y registros se hablaba de una democracia real y una democracia formal. Las formas debían ser destruidas por inservibles o perversas. Lo "real" era la revolución socialista o la restauración nacionalista. Las desgracias que nos llovieron por creer o practicar estas teorías abrió el consenso a favor de la democracia cuya primera condición de existencia era una suma de reglas de juego para hacer posible un Estado de derecho. La novedad de los tiempos actuales es que desde los extremos del populismo y desde la derecha reaccionaria se retorna a la letanía contra las formalidades de la democracia y las supuestas virtudes de los "decisionistas", de los líderes impregnados por las verdades de la tierra o por el vigor de las fuerzas del cielo.
A los dictadores y aspirantes a dictadores se los conoce por su vocación absoluta del poder, su recelo a toda forma de control y su afán de permanencia hasta el fin de los tiempos. A la lentitud de la democracia, oponen la eficacia. La fórmula es simple: para los ciudadanos todo consiste en delegar o ceder sus derechos al Jefe, es decir renunciar a su condición de ciudadanos, con la esperanza o la fe de que el jefe como un padre protector hará siempre lo correcto porque dispone de facultades divinas para dirigir a la masa. El Jefe mantiene un diálogo secreto con Dios o con los dioses y por lo tanto nunca se equivoca e incluso sus decisiones más severas son justas porque ya se sabe que los latigazos del amo al siervo no están inspirados en el odio sino en el amor; un amor exigente, un amor que incluye el sufrimiento, como les gusta decir a los muchachos devotos de las consignas estilo "Tradición, familia y propiedad", los mismos que con tanto entusiasmo se reunieron en San Miguel para prometer una cruzada contra los invertidos sexuales, las feministas aborteras, los parásitos sociales y los enemigos de la virilidad. Así de fácil y sencillo. Y después, algunos se enojan cuando algunos pobres mortales nos atrevemos a calificar a estos comportamientos políticos como de extrema derecha. Nota a pie de página: loquitos, delirantes, fanáticos hay en cualquier sociedad… hasta Suiza los tiene. El problema se presenta cuando esos loquitos están protegidos por el Estado y alentados secretamente, y no tan secretamente, por el poder oficial que se dice libertario como yo podría decirme astronauta.
Sergio Urribarri está preso y más que preguntarse por los motivos harto evidentes de su detención, habría que preguntarse por qué demoraron tanto para detenerlo. Urribarri fue dos veces gobernador de la provincia de Entre Ríos y para nuestro orgullo nos representó como embajador en Israel donde pareciera que su principal dedicación fue exhibir sus condiciones de bailantero. Después, después de la condena, como todo hombre influyente, se las arregló para zafar. Es el recurso preferido de los poderosos que pueden cometer los delitos más escandalosos pero siempre se las arreglan para no ir presos. No voy a dar ejemplos ni voy a dar nombres porque todos saben de quiénes hablo. Por lo pronto, admitamos que la corrupción es una de las enfermedades letales de la democracia, la responsable del desquicio de las instituciones y sobre todo de la ruptura del pacto de credibilidad entre gobernantes y gobernados. Vivo en este mundo y sé que no hay sistema político que no disponga de porcentajes mínimos o máximos de corrupción. Porque esto es así, porque la condición humana incluye la virtud y el vicio, es que se pensó en los límites al poder. Sergio Urribarri preso, Cristina Kirchner condenada en segunda instancia, son batallas ganadas por la democracia. Me dirán que falta mucho. Siempre falta mucho. No conozco ningún período de la modernidad en el que sus contemporáneos no hayan creído que a ellos les tocó vivir los peores tiempos de la historia. Y a la inversa, como dijera el poeta español hace más de mil años, no conozco época en la que no nos consolemos de las desgracias del presente creyendo que todo tiempo pasado fue mejor.
Dicen que Juan Bautista Alberdi siempre se lamentó de haber propuesto la figura del vicepresidente. Y que Domingo Faustino Sarmiento, para evitar confusiones, dijo que su vicepresidente sólo estaba autorizado a tocar la campanilla que anunciaba el inicio de las sesiones en el Senado. Repaso a vuelo de pájaro nuestra historia y si la memoria no me falla el único vice que sucedió al presidente después de darle una patada en el trasero fue Carlos Pellegrini, en 1890. Después hubo vices que sucedieron a sus superiores cuando murieron en el ejercicio de sus funciones. Pienso en José Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza y Ramón Castillo. En la mayoría de los casos los vice fueron fuentes de tensiones, por lo que la escabrosa relación de Javier Milei con Victoria Villarruel no tiene nada de novedosa. Alejandro Gómez, por ejemplo, intentó conspirar contra Arturo Frondizi; Eduardo Duhalde y Carlos Menem se comportaban como dos tahúres decididos a joderse apenas uno se descuidara; Chacho Álvarez le pegó el portazo a Fernando De la Rúa, aunque en ese portazo también cerró cualquier posibilidad de futuro político para él; Julio Cobos hizo lo suyo con el célebre "voto no positivo"; Cristina prácticamente le dio un golpe de Estado a Alberto Fernández. Y de Victoria, lo que sabemos hasta ahora es que intenta tener juego propio, lo que quiere decir en lenguaje político, ambiciones propias de poder y Milei no está dispuesto a cederle nada. Final abierto. Inútil arriesgar pronósticos. Lo que está claro es que Victoria no se va a resignar a tocar la campanilla y que Alberdi tenía razón cuando se reprochaba acerca de su iniciativa desafortunada de incluir al vicepresidente en la fórmula del Ejecutivo.
Milei no ataca a los periodistas en general, ataca a los periodistas que lo critican. En ese punto no se diferencia en nada de Néstor y Cristina. Habla de los periodistas ensobrados, pero hasta ahora los únicos periodistas ensobrados que conozco son lo que ensobra él o sus colaboradores. Para que sus denuncias irascibles contra los periodistas sean creíbles, y no una coartada que disimula mal su vocación autoritaria, esas denuncias deberían incluir nombres y apellidos. No lo hace porque a esos nombres no los tiene o si los tiene, carece de pruebas. Su comportamiento me recuerda al de un charlatán de café, con la diferencia que en lugar de hablar desde el bar de la esquina, este señor habla con el mismo tono desde la Casa Rosada o la Residencia de Olivos. En todos los casos, lo que importa es saber que los periodistas le molestan. Sus bravatas acerca de que "todos los periodistas son corruptos" son tan poco consistentes como decir que todos los presidentes, él incluido, son corruptos, todos los médicos y podólogos son corruptos, todos los vendedores de choripán y praliné son corruptos, etc, etc. Como Cristina, "Javi" sólo da entrevistas a sus periodistas incondicionales, aquellos que nunca le harán una pregunta indiscreta. Milei argumenta que los periodistas están furiosos por la presencia de las redes y de hecho intenta crear algo así como una grieta entre periodistas que trabajan en las redes y periodistas que trabajan en los medios tradicionales. A no llamarse a engaño. El poder de Milei no proviene de la sagacidad de sus twitters, sino de su investidura presidencial. El ciudadano Milei ofende como twittero, pero cuando le contestan insulta como presidente. Así es fácil y cómodo. Ojalá le dure.