Se ha pensado en la literatura del desierto como en la poética del vacío y del despojamiento. Yo, sin negar esas experiencias, creo que se aproxima más al desvelamiento y a la revelación. En el desierto uno aprende a escucharse mejor, a que se le aparezcan las propias palabras y el ritmo de la sangre y del pulso que aumentan su sonoridad. Podemos entrar, en medio del silencio, en un trance auditivo, en un soliloquio, con nuestras dimensiones físicas y verbales a la vez.
En cualquier lugar del desierto marroquí, ese lugar magnético y propicio para encontrar las metáforas que se necesitan, uno podría apoyar la oreja en la arena (en la ciudad de Laguira, por ejemplo, puesto a buscar uno de sus extremos o una de sus fronteras) como quería De Quincey y oír el rumor de los pasos buscados en el lugar más alejado del mundo. No fue azaroso que el mago de la historia de Aladino fuera marroquí. Se llamaba Mogreb (en su nombre está Marruecos) y desde este extremo occidental de Dar-al-Islam emprendió su viaje al extremo oriental. Este fue el recuerdo de la lectura de "Las mil y una noches", enriquecido por su memoria creativa, de Thomas De Quincey según relata en el capítulo 4 de su autobiografía, "La literatura en la infancia", donde confiesa que había un pasaje que sentía con intensidad de Aladino.
Este pasaje es cuando el mago "aplica su oído a la tierra y entre el infinito rumor de los pasos que en ese momento hieren la superficie terrestre distingue el singular de Aladino, a 6 mil millas de distancia mientras juega en Bagdad. Atravesando un impresionante laberinto de ruidos y sonidos (…) El mago (mogreb) reconoce el sonido de los pasos del único niño que se encuentra en el margen de un río de Asia al que un ejército tardaría al menos 40 días en llegar. (…) El poder de descartar innombrables sonidos y solo concentrarse en uno solo. Para que el sonido de los pasos de un niño adquiera sentido tiene que estar preñado de una música, de infinitos matices, latidos del corazón y movimientos de la voluntad, deben distinguirse de los sonidos inarticulados y brutales de la tierra entera con todos sus álgebras y lenguajes que de alguna manera tienen sus correspondencias… las cosas más minúsculas son reflejo de otra mayor".
En el desierto, lo minúsculo, el detalle, no estorbado por la proliferación innecesaria de cosas, adquiere una vitalidad diferente y fértil. El desierto de Marruecos, además del patrimonio paisajístico y natural que contiene constituye un lugar que encierra también un patrimonio simbólico y literario fascinante, donde la palabra se ha desplegado entre las dunas y las caravanas camelleras han llevado sus historias a lo largo de todo el país, de Laguira a Tánger. Y de Tánger, ciudad de las conjuras literarias, al mundo entero. Se trata de narradores del desierto que cuentan sus historias en este espacio geográfico único.
Marruecos es un país muy fértil en esta literatura oral. Las voces del desierto esperan a quien logre oírse en el latir invisible de esa extensión y se bañe en sus noches, cuya belleza es indescriptible para el pobre lenguaje humano. Los grandes viajeros de la historia saben que el espesor simbólico y el valor cultural de ese espacio lleno de vida con una alfombra infinita de arena se revela a quien logra ejercitar el arte de la escucha. La tradición cultural ancestral marroquí que habita este espacio y que permitió que se desarrollaran en el desierto expresiones literarias sabe esperar.
El desierto, como decíamos, siempre ha sido fértil en imágenes y metáforas. Ha proporcionado inspiraciones súbitas. En este espacio la poesía árabe clásica imaginó la belleza como una rama verde erguida encima de las ondulaciones de una duna. El desierto es un lugar propicio para el oficio de combinar palabras. En una jaima (una carpa del desierto) se cuentan historias que sostienen la memoria del mundo. Hay que atravesar el desierto para extraerle sus palabras. Ahí no hay agua, entonces no hay tiempo. Pero sí hay eternidad. Se recorren grandes extensiones para poder detenerse en unas pocas ideas. El desierto enseña el arte de los detalles y permite al ojo percibir la unidad cognitiva del ser.
El desierto es considerado también como un espacio metafísico en el que se produce un silenciamiento interno que posibilita escuchar la propia conciencia. Por eso, el desierto es una necesidad de las personas contemporáneas, agobiadas de ruidos. Es necesario recluirse en el desierto y silenciarse para vivir mejor. El desierto, además, también purifica el lenguaje y es necesario para el escritor y para los pensadores porque produce un despojamiento completo de lo innecesario y no se lo puede domar con un pensamiento lineal. Hay que recorrerlos con metáforas en la boca y no con argumentos estrechos. Es demasiado extenso para las explicaciones. Sin embargo, a veces, en el imaginario colectivo el desierto ha sido un lugar lejano y hostil. Pero todos somos el desierto.
Se trata de conectar con esta Pampa marroquí donde habitan personas con el aspecto noble y duro del gaucho: el desierto como un lugar lleno de voces literarias. El desierto marroquí es un lugar de cultura que contiene sabiduría oral y escrita aportadas por diversas generaciones de poetas y escritores del país del cuscús. El desierto no solo es la administración de la hostilidad del medio, también es la solidaridad y la creación. Jorge Luis Borges escribió sobre el desierto en el libro Atlas lo siguiente: "(...) tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: estoy modificando el Sahara". Para continuar este pensamiento borgeano podemos decir que el desierto marroquí también nos modifica en el preciso momento de pisarlo y dejar una huella en la arena que el viento borrará.