Esa noche arrancó temprano y terminó tarde, a la madrugada para ser más preciso; en el camino pasaron muchas cosas...
Fue en 1967. Mediados de años. Calculo que entre junio y julio. Miércoles o jueves, lo mismo da. Yo para entonces debo de haber andado con los diecisiete recién cumplidos. Vivía en una casa de estudiantes de calle 9 de Julio al sur. En esa casa de pasillo todos tenían más de veinte años, es decir, yo era el más pibe, no como ahora que en todas las reuniones en las que participo me entero que soy el más viejo. Volvamos a 1967. Emilio tenía -si no me falla la memoria- 24 años, una diferencia de edad conmigo que lo transformaba en algo así como un padre, un hermano muy mayor o sencillamente alguien que disponía de una experiencia de vida muy superior a la que podía ofrecer un adolescente de 17 años. Esa tarde Emilio precisamente había rendido la última materia en la facultad. Emilio era bajo pero robusto, pelo castaño algo enrulado, ojos claros y sonrisa de "niño bien" atorrante, muy diferente a la del "niño bien pretensioso y engrupido" del tango. Estuvo festejando en el bar de la facultad con los amigos y después llegó a casa. Emilio era lo que se dice un estudiante bacán. Buenas pilchas, billetera forrada y auto. Sí, auto. El padre, un ganadero de la pampa gringa le había comprado un auto para que vaya y venga de la ciudad al pueblo y del pueblo a la ciudad porque, como correspondía a los estudiantes de entonces, había una novia esperando en el pueblo a que el chico se recibiera para casarse con iglesia, registro civil y fiesta incluida, una nova rubia, linda, y cuyos padres eran también importantes propietarios. Un clásico de aquellos tiempos.
El auto de Emilio era un Renault Dauphine gris que lo cuidaba con el celo que exhiben quienes desde chico y como buen nieto de piamonteses, se ha acostumbrado a disponer de bienes y a cuidarlos. Nos pasó a buscar por casa alrededor de las ocho, ocho y media. Estaba lo que se dice algo "picado", pero no en curda porque Emilio sabía tomar y cuando todos estábamos dados vuelta él manejaba las situaciones con sobriedad y destreza y se encargaba de que todos regresemos a casa sin demasiadas heridas. La propuesta era ir a cenar a un comedor de calle San Jerónimo. Él pagaba todo, una licencia que se tomaba porque como muy bien advirtiera, "uno no se recibe de abogado todos los días". Y además, no se le escapaba que todos nosotros éramos unos secos a los que apenas nos alcanzaba para pagar el alquiler, la vianda, comprar cigarrillos (Colmena o Clifton) y no mucho más. Yo creo que al otro día tenia examen de Matemáticas, porque importa aclarar, no solo era el más chico de la casa, sino, además, él único que no era universitario, porque para entonces cursaba quinto año en la Escuela Normal General San Martín, sí, la de calle Saavedra, creo entre Buenos Aires y Moreno, la misma en la que hace cuatro años celebramos con los antiguos compañeros y compañeras del curso los cincuenta años de egresados.
Esa noche arrancó temprano y terminó tarde, a la madrugada para ser más preciso; en el camino pasaron muchas cosas. Primero fuimos a cenar a ese antiguo comedor de San Jerónimo ahora desaparecido. Allí se sumó don Manuel Ordóñez. Estaba cenando solo y no se de dónde se conocía con Emilio. Don Manuel, ya lo dije, era un hombre mayor: expresión severa, pelo oscuro peinado a la gomina, morocho, ojos algo aindiados, manos grandes y voz sentenciosa. Lo conocí esa noche y a partir de ese momento fue el hombre que más respeté en mi vida, entendiendo por respeto no la sumisión, la obediencia o el miedo, sino el reconocimiento. De esa cena en el bar de calle San Jerónimo lo que me acuerdo son los previsibles brindis por el recién recibido y un cantor de tango que se acercó a saludar a don Manuel y que a su pedido le dedicó a Enrique "Amores de estudiantes", un tango que reconocí en el acto porque mi tío Cipriano lo cantaba con frecuencia en la vieja casona porteña de mi abuelo. En algún momento, don Manuel propuso que continuáramos los festejos en otro lugar.
Esa noche, esa madrugada mejor dicho, conocí el bar que estaba en la esquina de Primera Junta y 9 de Julio, casi al frente de la Jefatura. Después supe que era un boliche antiguo, de esos que estaban abierto toda la noche y frecuentado por el ambiente que entonces circulaba a la hora que la mayoría de al gente esta en su casa. A ese bar, cuyo nombre no recuerdo, pero sí la esquina en la que durante muchos años hubo una panadería y ahora hay otro bar, lo conocí en esa jornada de 1967. Había empezado a lloviznar; una llovizna fina, húmeda. "Así va a seguir toda la noche", sentenció don Manuel. Enrique estacionó sobre Primera Junta y entramos. El bar estaba desbordado de gente. Mesas de hombres tomando vino, cerveza y ginebra; hombres en la barra y alguna que otra mujer de la que no se necesitaba ser un experto para saber cómo se ganaba la vida. Había un par de mozos que atendían y el dueño al lado de la caja, un tipo gordo, de saco sin corbata, bigote recortado como cantante de boleros y unos lentes de marcos negros algo ahumados. Apenas entramos al bar advertí que don Manuel era un personaje reconocido y respetado en el ambiente. Todos callaron y todos lo saludaron, algunos se acercaron a darle la mano. Él respondía a las atenciones con un gesto amable pero distante. Todo un estilo que empezaba a conocer. En una mesa cerca de una puerta estaba el cantor de tango que nos había honrado con "Amores de estudiante": flaco, fibroso, alto, nariz respingada, brazos largos y guapo para el tango como, pero eso lo sabré después, guapo para las piñas y para el taco de billar. Nos saludó de lejos con un gesto. Era lo que correspondía. Una mujer se acercó a conversar con Enrique, o Enrique se acercó a conversar con ella. No presté atención al detalle, porque para esa época yo tomaba y dejaba que el alcohol me domine, debilidad que alguna vez don Manuel me la señaló, cuando me dijo que para sentarse a una mesa de póker hay que saber jugar y para animarse a la carambola hay que saber manejar el taco, para andar en la noche hay que saber tomar, sino mejor quedarse en casa. Pero eso me lo dijo tiempo después, porque esa noche cuando esa mujer de cabellos rubios teñidos, vestido negro y funyi gris empezó a conversar con Enrique, don Manuel entornó los ojos, su típica expresión (eso lo supe después) cuando advertía que empezaban los problemas.
Don Manuel era un hombre mayor: expresión severa, pelo oscuro peinado a la gomina, morocho, ojos algo aindiados, manos grandes y voz sentenciosa.
Lo conocí esa noche y a partir de ese momento fue el hombre que más respeté en mi vida, entendiendo por respeto no la sumisión, la obediencia o el miedo, sino el reconocimiento.