Jueves 28.11.2024
/Última actualización 21:42
Un día cualquiera, sin aviso previo alguno, uno o varios de esos episodios hirientes que la vida nos depara, provocan una pena y congoja profunda hasta dejarnos a la intemperie. Arrastrados de un lado a otro por el dolor, no hay reparo que brinde contención. Sólo padecer sin pausa. En esta desolación, las explicaciones ensayadas, la búsqueda de entendimiento, resultan en vano, se desintegran en las manos ni bien pretendemos el contacto para asirlas.
El dolor produce un despojo repentino y violento. El filósofo Santiago Kovadloff explicó que "el dolor obra de manera inconsulta: se autoimpone", incluso más, "tiene la prepotencia de la fatalidad". Del mismo modo que lo entendió el poeta uruguayo Mario Benedetti: "Estas tristezas/ me las trajo el crepúsculo/ y no se fueron".
Ante la ausencia de un ser querido o cuando se transitan esos momentos en que la fortuna maltrata sin piedad, no hay duda que ya no somos el mismo. Son tiempos en que vemos sin mirar y caminamos a la deriva tropezando a cada paso. El tiempo se convierte en un espacio continuo, espeso y moroso. La realidad se torna lúgubre y desaparecen los matices que podrían atenuarla. Un estado de ánimo en que todo empieza a circunscribirse dentro de uno mismo.
Luego, llega un instante en que el llanto se agota y de a poco los ojos se van secando. Es cuando la tristeza nos constituye y quedamos cubiertos con una pátina que sólo nosotros percibimos. Ya no hay más lugar para el lamento, cesan las señales para el entorno y dejan de caer las lágrimas. Tal como lo describió Benedetti: "El más triste es el llanto de ojos secos/ (…)/ antes lloraba…/ por el paisaje herido de temblores/ por los cansados de mirar al cielo// pero los ojos se secaron / sabios/ se secaron despiertos / errabundos/ no saben qué mirar ni qué asumir/ son ojos deslumbrados / cenicientos" (poema "Ojos secos", del libro "El mundo que respiro", año 2001).
El dolor sustituye una realidad por otra desconocida. El hombre de repente es deslizado de la habitualidad al desconcierto, de lo esperado a la incertidumbre, de un llamado al silencio, de la presencia a la ausencia. Ahora la casa está vacía y sus luces tenues apagadas, en fin, también se entristecieron sus plantas. La ausencia de ella todo lo invade. O el paseo con él, la charla intensa pero cómplice y los deportes compartidos tampoco existirán más. Es que ya no está. Cuando muere alguien a quien queremos o amamos, deja un dolor indecible.
Pero hay un momento, nadie sabe bien cuándo, en que llega el día en que la intensidad del dolor cesa. El poeta chileno Óscar Hahn supo describirlo: "Pasarán estos días como pasan/ todos los días malos de la vida/ Amainarán los vientos que te arrasan/ Se estancará la sangre de tu herida// El alma errante volverá a su nido/ Lo que ayer se perdió será encontrado/ El sol será sin mancha concebido/ y saldrá nuevamente en tu costado// Y dirás frente al mar: ¿Cómo he podido/ anegado sin brújula y perdido/ llegar a puerto con las velas rotas?// Y una voz te dirá: ¿Que no lo sabes?/ El mismo viento que rompió tus naves/ es el que hace volar a las gaviotas" (poema "El doliente", del libro "Apariciones profanas", año 2002).
En fin, se arriba a una instancia en que el dolor, en que "la tristeza no es una/ maldición sino apenas/ una señal de vida/ hasta las rosas tienen/ sus pétalos cansados", escribió Benedetti. Entonces, lejos de acudir al olvido o ser vencidos por el acostumbramiento, nos sentimos interpelados por el dolor, para asumirlo con gravedad y transitar hacia una subjetividad que nos devuelva sentido.
Hay que ser consciente que es una situación que exige quietud y reflexión. Es tiempo de ensimismarse. Una introspección que hará frenar el ritmo habitual de la cotidianeidad, delimitando un espacio propicio para la ocupación de lo íntimo, lejos del ruido y el estímulo del entorno. Ensimismarse tal como enseñó José Ortega y Gasset, ese poder que tiene el hombre de "retirarse virtual y provisoriamente del mundo y meterse dentro de sí". Permite generar -en un camino de silencio- cierto orden en nuestra interioridad.
En este habitarse para comprender el padecimiento que lo atraviesa, el poeta Roberto Juarroz sugirió que el hombre tiene que aprovechar para: "Compaginar de nuevo la tristeza,/ con sus desvaídos equinoccios/ y sus contornos apelmazados de lluvia,/ pero una tristeza fuerte,/ apta para enfrentar los maleficios.// Y sobre todo capaz de combatir los crepúsculos/ con sus rayos oblicuos y piadosos,/ las fiebres taciturnas,/ las esperanzas neutras,/ las neuralgias gastadas,/ las ausencias enteras,/ las presencias a medias,/ los fúnebres deslindes,/ la garra de los sueños.// Y además el tiempo de estar solos,/ ese espacio menguante,/ esa luz de carcoma.// Porque sólo la tristeza/ podrá doblegar a la tristeza". (en el libro "Octava poesía vertical", año 1984).
Una vez que el doliente está ensimismado, es la ocasión para que realice la transformación del padecimiento como deja entrever el poema de Juarroz. En ese sentido, el filósofo Santiago Kovadloff diferenció al "dolor" del "sufrimiento". Este último, escribió, nos "remite a cargar con un peso", a sobrellevarlo. En cambio, el dolor "no implica ese acto de sostenimiento de un padecer: implica simplemente la intensidad del padecer". Con esta distinción, el ensayista argentino describió "que una subjetividad se constituye en plenitud cuando transita del dolor, entendido como un padecimiento que destituye al sujeto, que lo quebranta, que lo desorienta, al sufrimiento, entendido como lo que puedo cargar sobre mis hombros". De ese modo, el hombre "sin que el peso deje de ser la huella de un padecimiento", recupera, "al trabajarlo, un protagonismo que había perdido en el dolor" (entrevista a Kovadloff, año 2008).
Ahondando en esa reflexión, en su libro "El enigma del sufrimiento", el filósofo expresó que el dolor, entonces, es "una presencia anómala y hostil que irrumpe" en el hombre. Ante el golpe, descubre que ya no se reconoce a sí mismo como era antes. Pierde su autosuficiencia, explicó Kovadloff, debido a que el dolor "desbarata un espejismo: el de no estar sujeto a nada que rebase la propia voluntad". La relativa homogeneidad que el sujeto creía que lo consistía, cede o se rompe. No puede reconocerse en todo esto que ahora lo excede y, si se aferra "a ese sí mismo astillado y en repliegue", el dolor será mayor.
Para Kovadloff hay que aprender a metabolizar ese dolor y, sólo se lo logra, incorporándolo en nosotros. Aclaró que "si su verdad no se convierte en nuestra, ella nos aísla y disuelve en la intrascendencia". En cambio, cuando en el doliente hay un "autorreconocimiento en el destino", una "desgarrada aceptación de lo ineludible", estamos -según el filósofo- en la instancia en que ya no es "dolor" sino "sufrimiento". En este último vio que hay un rédito para el sujeto que el primero no lo brinda, por ello, el hombre debe "lograr que el dolor destructivo se convierta en sufrimiento constructivo".
A diferencia del dolor que lo destituye al hombre forzosamente de sí mismo, el sufrimiento habilita –explicó Kovadloff- a la constitución de la persona. Esta conformación "tiene lugar cuando sobreviene una reinterpretación visceral (no epitelial) del dolor manifestado". De esa manera, el dolor tendrá un significado. Aclaró que no hay un acceso metodológico al sufrimiento, se trata de una ofrenda, de un aprendizaje que logra cada doliente "en su propio quebranto" y debido a su "autoaprehensión". Incluso, especificó aún más el filósofo, será una expresión de sabiduría, no de conocimiento, pues "no remite a una trama conceptual sino a una trama vivida".
Quien recorra este camino, el tránsito desde el dolor a una nueva subjetividad, en definitiva, aquel que tocó fondo y supo ascender recubierto del bagaje de experiencia única e indeleble, que se le adhirió y acumuló a lo largo de su elevación hasta llegar a la superficie, tendrá el sosiego esperado por encontrar el sentido de su padecimiento. Con esta cualidad espiritual adquirida estará en condiciones de afrontar, con plena entereza, el resto de su vida.
(*) El nombre del ciclo corresponde a un verso del poeta Roberto Juarroz: "Un poema salva un día".