Donald Trump es el nuevo presidente de Estados Unidos y lo será, Dios mediante, por los próximos cuatro años. Le ganó a Kamala Harris en buena ley, como en su momento le ganó a Hillary Clinton. En los dos casos sus rivales reconocieron la derrota, gentileza que Trump se dio el gusto de no ejercer cuando fue derrotado por Joe Biden. Y no sólo no aceptó ser vencido, sino que alentó un golpe de Estado movilizando a sus hordas que asaltaron el Capitolio y transformaron durante unas horas a los Estados Unidos en lo más parecido a una republiqueta bananera. Trump ganó, pero a la hora de ser cuidadoso con las palabras no comparto el entusiasmo de algunos que no vacilan en afirmar que "arrolló" a Kamala, o que le propinó una paliza colosal. No jodamos. Ganó por un porcentaje de tres puntos. Obtuvo alrededor de 73 millones de votos (295 electores) contra 69 millones de Kamala (226 electores). En cualquier parte del mundo una elección con estos resultados es calificada de pareja. No estoy jugando a los numeritos, estoy estableciendo las proporciones reales de lo sucedido. Trump ganó, es verdad, pero nadie es derrotado "por paliza" con 69 millones de votos, además de ganar en estados como California, Nueva York y Washington. Si de paliza se trata, mencionemos la elección de 1932, cuando Franklin Delano Roosevelt obtuvo 472 electores contra 59 de su rival republicano Hebert Hoover; o cuando en 1956, Dwight Eisenhower ganó 472 electores contra 73 de su rival demócrata, Adlai Stevenson; o cuando en 1964, Lyndon B. Johnson sumó 486 electores contra 52 del republicano Barry Goldwater. O cuando, en 1980, Ronald Reagan le ganó a Jimmy Carter 489 a 49. Esas han sido palizas en serio (*). Y así y todo ni el Partido Demócrata ni el Partido Republicano desaparecieron del mapa. También entonces los ganadores dijeron que se iniciaba una nueva era, pero lo cierto es que mirando hacia el pasado lo que observamos son cambios, avances, retrocesos, pero en lo fundamental Estados Unidos sigue siendo lo mismo.
En mi lejana juventud, Estados Unidos encarnaba el mal, el imperialismo, los marines invadiendo países pobres, la perfidia diplomática que alienta golpes de Estados, la economía capitalista transnacional que explota, oprime y aniquila. "¡Yankees go home!", era la consigna. Con los años fui relativizando mis repudios. En principio, verifiqué que ni la URSS (Unión Soviética), ni China ni Cuba eran el paraíso soñado. La única vez que hablé con Alicia Moreau de Justo me dijo: "Prefiero ser negra en Estados Unidos que obrera en la Unión Soviética". Se lo discutí, pero me quedé pensando. Sin duda Estados Unidos era el águila imperial, el Ku Kux Klan, la política del garrote, los bombardeos a Vietnam, los magnates corruptos, la mafia de Chicago, las intrigas de la CIA, la caza de brujas en los tiempos de John Edgar Hoover y Joseph McCarthy. Estados Unidos, el imperio, era eso y mucho más, pero los años, las lecturas, el aprendizaje en definitiva, me enseñaron que había otro Estados Unidos. Un país gracias al cual en el siglo XX derrotamos a las dos pestes totalitarias de la humanidad: el nazifascismo y el comunismo. "Ahora americanos combatientes, rubios y oscuros como la granada, matan en el desierto a la serpiente, ya no estás sola Stalingrado. Y los grandes leones de Inglaterra, volando sobre el mar huracanado, clavan sus garras en la parda tierra, ya no estás sola Stalingrado", escribió Pablo Neruda
Cambié, claro. Como diría el negro Celedonio Flores "porque tengo otro modo de ver y filosofar". Supe a través de los libros del sueño americano, de la profecía de una ciudad que brille en lo alto de una colina. Conocí la forja de un formidable experimento social fundado en la libertad. La primera colonia que se rebela contra la gran potencia; el primer país que elige a un presidente que además se da el lujo de brindar una lección de republicanismo rechazando la reelección. George Washington se llamaba. El sueño, la aventura y la fe estuvieron siempre signados por las paradojas y las contradicciones. El igualitarismo cerraba los ojos a la esclavitud; el humanismo ignoraba el dolor y la tragedia de los indios. Estas paradojas persisten cuatro siglo después. Estados Unidos no elude los juegos de luces y sombras de cualquier país. En todo caso, los vive más intensamente. Podemos destacar matices, relativizar procesos, pero a modo de síntesis podemos permitirnos establecer una antinomia fuerte: hay dos Estados Unidos, ese antagonismo no elude complejidades, matices, pero en lo fundamental persiste. Hay demócratas de derecha y republicanos decentes, pero solo en el Partido Demócrata esta permitido ser progresista, y solo en el Partido Republicano hay lugar para los devotos del rifle y los partidarios de linchar a los negros. Donald Trump es la versión visible, descarnada, de ese Estados Unidos que siempre rechacé.
Claro que hay otro Estados Unidos. Algunas máximas son aleccionadoras. "Los que niegan la libertad a los demás no la merecen ellos mismos", escribió alguna vez Abraham Lincoln. "Si una sociedad libre no puede ayudar a sus muchos pobres, tampoco podrá salvar a sus pocos ricos", afirmó John F. Kennedy. "Los impuestos se percibirán de acuerdo a la capacidad de pago. Ese es el único principio americano", dijo Roosevelt. No solo la majestad de algunos políticos me asombraron. Hubo otros asombros. El teatro de Eugene O'Neil, Arthur Miller y Tennessee Williams; las pinturas de Colin Cooper, Jackson Pollock y Andy Warhol; el cine de John Ford, Orson Welles y Billy Wilder; las canciones de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald y Johnny Cash; el jazz de Charlie Parker, Louis Armstrong y Thelonius Monk; las novelas de Mark Twain, William Faulkner y John Steinbeck; los relatos de Edgar Alan Poe, Ernest Hemingway y J.D. Salinger; la poesía de Walt Whitman, Emily Dickinson y Edward Cummings; la novela negra de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Ross McDonald.
Se sabe que cuando hablo de Estados Unidos estoy hablando desde mi condición de argentino y, al mismo tiempo, ciudadano de mundo. No me gusta Trump y no me gusta que haya ganado, pero la democracia incluye estos sinsabores. Trump expresará lo peor que late en el subsuelo de una nación, manifestará su nostalgia porque en el ejército de Estados Unidos no hay oficiales como los que tenía Adolfo Hitler, pero le resultará imposible arrasar con tres siglos de historia fundada en el principio de la libertad. Ni las redes sociales, ni la Inteligencia Artificial podrán hacerlo. Decir que vivimos tiempos de incertidumbre es un lugar común, porque desde que se inició la modernidad los tiempos han sido de incertidumbres. Estados Unidos no es la excepción. En esa "América profunda" hay hombres de honor, canallas; alegrías exaltadas, tragedias cotidianas. "Basura blanca", negros que votan al Ku Kux Klan, mexicanos partidarios de que en la frontera se levante un muro, pero también hay compasión, fe en la condición humana.
"Quiero que la gente sepa qué se siente cuando se está a punto de dejarlo todo y por qué es posible no hacerlo. Quiero que la gente comprenda qué pasa en las vidas de los pobres y el impacto psicológico que la pobreza espiritual y material tiene en sus hijos. Quiero que la gente comprenda el «sueño americano» tal como mi familia y yo nos lo encontramos. Quiero que la gente comprenda qué es la movilidad social ascendente. Y quiero que la gente comprenda algo que he aprendido sólo hace poco: que los demonios que hemos dejado atrás siguen persiguiéndonos. Quizá sea blanco, pero no me identifico con los WASP (blancos anglosajones protestantes) del Nordeste. En cambio, me identifico con los millones de americanos blancos de clase trabajadora y de ascendencia escocesa e irlandesa que no tienen un título universitario. Para esa gente, la pobreza es una tradición familiar: sus antepasados fueron jornaleros en la economía esclavista del Sur, después de eso aparceros, después de eso mineros del carbón, y en tiempos más recientes maquinistas y empleados de acerías. Los estadounidenses los llaman hillbillies, rednecks (cuello rojo) o basura blanca. Yo los llamo vecinos, amigos y familia". Leo este texto y corrijo algunos de mis juicios. La realidad se complace siempre en ser más complicada que nuestras divagaciones. El texto que acabo de leer es el de una novela titulada "Elegía campesina". Por lo pronto, importa saber que el autor es un joven de 40 años, cuya madre y él mismo conocieron los delirios de la cocaína, y las pesadillas de la pobreza y la violencia. Él después se las ingenió para salir del infierno, ingresar a la universidad y recibirse. Es el flamante vicepresidente de Estados Unidos, el compañero de fórmula de Trump. Se llama James Vance.