Estimado señor Dupuy: he venido leyendo sus cuentos sobre el Hotel Ritz en el diario El Litoral. Hoy tengo 75 años y vivo desde que me casé, hace más de treinta, en la ciudad de Madrid.
14 - Esplendor, misterio y ocaso del Edificio Plaza Ritz
Estimado señor Dupuy: he venido leyendo sus cuentos sobre el Hotel Ritz en el diario El Litoral. Hoy tengo 75 años y vivo desde que me casé, hace más de treinta, en la ciudad de Madrid.
Le confieso que dudé mucho antes de escribirle y más aún, antes de contarle la historia que me vincula al hotel, pero bueno, alentado por mis hijos y mis nietos, a quien se las relaté por primera vez hace algunos días, me animo a contársela.
Debo advertirle que estuve mucho tiempo acongojado por aquellos sucesos perturbadores que me tocaron vivir en el año 1972 y aun hoy me desvelan…
Le cuento.
Resulta que en agosto de 1972 el Hotel Ritz languidecía. La inauguración del Hotel Internacional de Turismo Mayorazgo, en la ciudad de Paraná, el 10 de junio de ese año, le dio el saque definitivo. El edificio cambió de dueños y los nuevos dueños exigieron despejar el lugar.
El gerente del Ritz nos pidió a mí y a cinco compañeros, los últimos en llegar y los más jóvenes, que lo ayudáramos con el desocupe del hotel. Todos aceptamos, pese a que no recibiríamos pago alguno y éramos conscientes que ya no teníamos el empleo. Otros tiempos.
El trabajo fue arduo, seis plantas llenas de adornos, cada dependencia y cada cuarto con cien cosas que se debían acarrear al hall central y luego a la cochera para venderlas, regalarlas o simplemente tirarlas a la basura.
Bien lo recuerdo, fueron cinco días intensos, tristes y de auténtico duelo, sobre todo para la gente de la ciudad. La gente de la ciudad que se detenía a ver grandes pilas de muebles, vajilla y enseres acumulados en la puerta a la espera de que alguien se los lleve.
Y al final el majestuoso Hotel Ritz quedó vacío, o casi vacío. Sólo nos quedaba el sótano. El sótano era un lugar siempre clausurado, con decirle que yo y mis compañeros, algunos con años deambulando por el edificio, no lo conocíamos. La excusa era la humedad que lo inhabilitaba para cualquier cosa, incluso para guardar mercadería. ¡Error de los constructores que no consideraron la humedad de Santa Fe!
Al no poder destrabar su ingreso, el gerente buscó la llave maestra, abrió la puerta y encendió dos o tres soles de noche. Nos dispusimos a sacar las pocas cosas que aún se hallaban enmohecidas en el lugar, muebles, algunas vajillas y poco más. Finalmente sólo quedó la caja fuerte, de esas de gran tamaño que se usaban en los años 30 para guardar obras de arte, o artículos valiosos que los clientes querían poner en custodia segura.
Con suma dificultad pudimos abrirla. Unas carpetas, algunos cuadros, un par de estatuas de poco valor y tres jarrones muy bonitos de madera negra, tallada, parados en el estante del fondo.
-¡Parecen urnas funerarias! Largó el gerente, tan asombrado como nosotros. Es que, al menos yo, nunca había escuchado siquiera hablar de semejantes objetos: "urnas funerarias".
- ¡Vamos muchachos, debemos sacarlas! Nos dijo. ¡No podemos dejarlas en la caja fuerte, el compromiso con los del banco es sacar todo!
Pues bien, así lo hicimos. Cuando las tuvimos afuera y a la luz advertimos que, efectivamente, se trataba de urnas, cerradas herméticamente y cada una con una pequeña plaquita de bronce con un nombre y una fecha.
- Briam Arthur Brennan, 1899 -1942
- Cillian Brennan, 1930 -1942
- Arlem Mary O Brien 1907- 1942
Alguien dijo algo (algo desubicado) y los cinco salimos disparando. Sólo quedó el gerente a los gritos implorando que volvamos abajo a terminar el trabajo. Ya en el hall central, uno de mis compañeros y yo nos detuvimos. Los otros tres nunca más aparecieron.
Por algún motivo que no puedo entender y menos explicar, ni siquiera hoy a cincuenta años del hecho, bajé al sótano, ayudé al gerente a subir lo que quedaba y le pedí que me regalara las tres urnas funerarias. Y él terminó aceptando.
Imagínese usted, anochecer del frío invierno de 1972 en Santa Fe, un jovencito de veinte y pocos años caminando a paso ligero, con tres urnas funerarias abrazadas sobre el pecho… Esa imagen me sigue acompañando hasta hoy en día.
Llegué a mi casa de entonces, en barrio Roma, guardé las urnas celosamente debajo de mi cama y, después de darle vueltas al asunto, decidí emprender una investigación al mejor estilo Agatha Christie. Estaba convencido que, de alguna manera misteriosa, esos tres cuerpos en cenizas dentro de las urnas, clamaban por hacer pública su historia.
Esa noche fue larga, pese al cansancio, fue muy larga. Quizás la más larga noche de mi vida. Repasé lo obvio, o lo casi obvio: se trataba de una familia, un hombre de 42 años, su mujer de 35 y un niño o niña de 12. Con esos nombres no eran argentinos. Muy posiblemente de un país anglosajón.
Los tres murieron en el mismo año 1942. Un accidente, o un crimen, o tal vez alguna epidemia. Pero me detuve más en las incógnitas. ¿Desde cuándo estaban ahí? ¿Qué hacían sus restos en este viejo hotel de una ciudad del interior del país? ¿Y qué debía hacer yo, por qué y para qué, sus almas me habían elegido?
Y entonces empecé a darme cuenta…
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