Sobre las locuras silenciosas en los ideales de nuestro tiempo
La eficiencia como chifladura en la época
Desatención. El autor aborda un ejemplo sobre el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) para introducir otras lecturas respecto a conceptos como normalidad, eficiencia, ideales de la época y locuras silenciosas.
Hay quienes afirman que la normalidad no es más que un fenómeno estadístico, es decir, un valor promedio entre los sujetos de una comunidad o cultura. Así, por ejemplo, si en un aula veinticinco de treinta niños permanecen sentados, en silencio y atentos al desarrollo de la clase, por oposición los cinco restantes tendrán más posibilidades de ser diagnosticados con un trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). Tal como se advierte, de la media se obtiene la norma y de allí su desviación, calificada en este contexto como déficit. Según se especifica en los manuales contemporáneos de psicopatología: "La hiperactividad puede manifestarse por estar inquieto o retorciéndose en el asiento, no permaneciendo sentado cuando se espera que lo haga así". Es una frase que el sentido común tomaría por sensata, lo cual no nos impide introducir otras lecturas en lo que sigue.
Todo el asunto recae sobre la naturalización de una expectativa, legitimada sencillamente en el hecho de que una mayoría permanece sentada. He aquí una equivalencia curiosa, en tanto se asume que la tendencia numérica dominante ofrece las claves de lo esperable o aquello que sería razonable exigir a un sujeto en un momento dado de su desarrollo. No obstante, no es necesario evocar aquí que muchos de los hechos más absurdos de la historia fueron realizados bajo el consenso de una mayoría. Dicho en otras palabras, hasta nuevo aviso la mayoría no ofrece ninguna garantía.
Existen locuras explosivas y también locuras silenciosas. Las primeras, por su carácter disruptivo respecto de la rutina diaria, trascienden en la opinión pública. ¿Acaso no es frecuente que las noticias más leídas en los medios de comunicación involucren crímenes u otros actos no menos extremos? Las locuras silenciosas, en cambio, es claro que son más difíciles de advertir, aunque ordenan igualmente nuestra experiencia de lo cotidiano. Pueden disfrazarse de nobles ideales, también imponerse en nombre de la moral, o incluso proclamar que, en su horizonte, no persiguen más que el tan ansiado bien común. De un modo más sutil, las locuras silenciosas se confunden con el buen orden del mundo y así su exceso deja de interpelarnos.
Sin embargo, en ocasiones podemos ir a buscarlas en los ideales de la época para visibilizar nuevamente su impostura de base. Por ejemplo, en nuestro tiempo se valora singularmente la eficiencia, entendida como la capacidad de lograr los resultados deseados con el mínimo posible de recursos. Algunas corrientes en psicología, también las prácticas de coaching y la literatura de autoayuda, se abocan entonces a la construcción de estrategias que permitan alcanzar una meta lo antes posible. Se comprende que bajo estas coordenadas quienes no permanecen sentados en el aula hacen de obstáculo a los ideales de la época, por ello la psicopatología les reserva el término "hiperactivo".
En el mismo manual se especifica: "Los sujetos afectos de este trastorno pueden no prestar atención suficiente a los detalles o cometer errores por descuido en las tareas escolares o en otros trabajos. […] Pueden iniciar una tarea, pasar a otra, entonces dedicarse a una tercera, sin llegar a completar ninguna de ellas". En pocas palabras, resultan ineficientes o afectan la eficiencia de terceros. Solo basta examinar las clasificaciones de los trastornos mentales vigentes en una cultura para notar una correlación con aquello mismo que, por las mejores o peores razones, esa misma cultura rechaza. Lo que no se tolera tiende a ser decretado como patológico, más allá de la racionalidad clínica que se pregone.
Por supuesto, dado nuestro campo disciplinar de procedencia, nos resulta más sencillo tomar ejemplos propios de las prácticas inherentes a la salud mental. Sobre la primera entrevista en un consultorio psicológico un autor explica: "La fase de apertura consiste en conocer al paciente y saber un poco de su situación de vida, para luego guardar silencio y darle unos minutos ininterrumpidos para que diga el motivo de su consulta. […] Atender la logística asegura que usted esté totalmente en sintonía en la relación con su paciente en los primeros 5 minutos". Por caricaturesco que resulte, reencontramos aquí aquella fascinación por la eficiencia, incluso en desmedro de la complejidad de la práctica clínica y el respeto por la palabra de quien confía los laberintos de su propio malestar.
Otras veces las corrientes psicológicas esgrimen estadísticas de eficacia sobre tal o cual afección mental. Tiempo atrás un psicoterapeuta se jactaba de hacer desaparecer una fobia en una sola sesión, dando por saldado el asunto, satisfecho con su método. Supongamos que un sujeto sufre de un miedo intenso a las arañas. Si abordamos el problema en su literalidad, entonces el esfuerzo terapéutico busca erradicar la ansiedad que suscita la aparición del arácnido en cuestión. Ahora bien, si entendemos que una fobia es lo que llega a la superficie de un malestar más profundo, si comprendemos que se trata de un efecto y no de la causa, entonces el problema persiste tras su desaparición, en tanto su causa permanece indemne. Incluso dicho malestar podrá encontrar otras vías de expresión, desplazarse hacia otras formaciones psíquicas y síntomas diversos.
Si la fascinación por la eficiencia y el afán exitista no nublan el juicio, entonces en un espacio psicoterapéutico se podrá ofrecer a un sujeto el tiempo necesario para que encuentre las palabras que nombren su verdadero malestar. Para ello es preciso ceder la palabra y abandonar el semblante de experto médico. Lo esencial no es explicarle a quien consulta lo que le sucede tras cinco minutos de sesión, sino ofrecer un vacío donde pueda desplegar las vicisitudes de su existencia, para más tarde circunscribir lo que allí funciona como causa. Se trata de un tiempo lógico, ni mucho ni poco, sino tan solo el necesario. Es un tiempo sin medida ni valor medio estadístico, por ende, contempla la singularidad de cada cual como principio rector. Entonces, frente a un ideal de eficiencia como chifladura en la época, puede responderse anteponiendo la consistencia de una ética.