Jorge Masetti fue el primer periodista argentino que ascendió a la Sierra Maestra, en Cuba, logrando entrevistar al “Che” Guevara. Foto:Agencia Télam
Por Rogelio Alaniz
Jorge Masetti fue el primer periodista argentino que ascendió a la Sierra Maestra, en Cuba, logrando entrevistar al “Che” Guevara. Foto:Agencia Télam
Rogelio Alaniz
De Jorge Masetti, el Comandante Segundo, se sabe que fue un talentoso periodista del diario El Mundo que en su momento entrevistó a los guerrilleros cubanos en Sierra Maestra, entrevista que recorrió el planeta y le permitió ganarse el afecto y la confianza de los jefes guerrilleros cubanos quienes, luego de la toma del poder, lo convocaron para que organizara Prensa Latina, una agencia de noticias que pretendía divulgar la buena nueva revolucionaria y que contó en sus inicios con 26 corresponsalías y la colaboración de intelectuales como Juan Carlos Onetti, Rogelio García Lupo o Plinio Apuleyo Mendoza.
Los inicios revolucionarios de Masetti se dieron en Argelia, un curso acelerado de guerrilla que lo preparó para organizar en la Argentina el foco guerrillero que habrá de proponerse tomar el poder bajo los auspicios del Comandante Primero, es decir Ernesto Guevara, el verdadero alma mater de esta experiencia cuyos catastróficos resultados no le impedirán cuatro años después hacer lo mismo en Bolivia con los resultados conocidos.
La guerrilla estuvo integrada por combatientes cubanos y argentinos, un contingente que en su mejor momento no superó los treinta hombres, aunque contaba entre sus dirigentes a Hermes Peña, jefe de custodia del Che y Alberto Castellanos su chofer, a lo que se sumaron Colomé Ibarra y Martínez Tamayo, hombres del círculo de confianza de los hermanos Castro. La jerarquía de estos dirigentes pone en evidencia la importancia que el gobierno cubano le otorgaba a este proyecto y, en un plano más histórico, no deja de llamar la atención el optimismo -por denominarlo de alguna manera- de los revolucionarios cubanos en su deseo de extender la revolución hacia América Latina aplicando las mismas fórmulas que les dieron la victoria en su país.
La fe en la revolución se extendió en este caso a los voluntarios argentinos, ciegamente convencidos de la trascendencia histórica de su misión, a lo que se sumaba el deseo de dar la vida por ella, una decisión que el Che Guevara con su habitual tono descarnado -algo cínico, algo trágico- les recuerda en una suerte de arenga muy representativa de la mentalidad de la época: “A partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que partir de ahora viven de prestado”, consignas no muy diferentes a las que vinieron luego: “A vencer o morir por la Argentina” o “Libres o muertos, jamás esclavos” promovida por las FAR cuyos dirigentes -entre los que se destacan Olmedo, Quieto y Osatinski- se iniciaron en estas lides como grupo de apoyo al Ejército Guerrillero del Pueblo.
Desde esa perspectiva, el EGP fue el anticipo de futuros proyectos armados cuyas concepciones no diferirán en lo fundamental de las que animó a los primeros guerrilleros. En ese sentido, FAR, FAL, ERP -por ejemplo- se desarrollarán desde diferentes consideraciones políticas y sus jefes harán alguna que otra evaluación critica sobre los errores del EGP. Pero más allá de las retóricas teóricas, la subjetividad exasperada, el militarismo, la pulsión al sacrificio y la certeza de que un grupo audaz y decidido a morir puede llevar a cabo la proeza revolucionaria, está presente en todos, una suerte de convicción íntima de la que ninguno de ellos podrá desprenderse.
El periplo del EGP duró apenas seis meses, un período de tiempo que concluyó con una derrota militar frente a la Gendarmería, aunque -a decir verdad- la guerrilla estaba derrotada desde hacía unas cuantas semanas, siendo responsables de esa derrota los rigores de la naturaleza, el hambre, la soledad política y los temibles y deplorables ajustes de cuentas entre los revolucionarios.
En ese sentido, el balance del foco guerrillero es desolador, una conclusión que en su momento quedó clara hasta para el observador más distraído, menos para quienes a pesar de los desplantes de la realidad continuaron creyendo en nombre del marxismo -pero con fe de devotos- en la verdad de esta estrategia.
En su momento, la llamada “guerrilla de Salta” fue más conocida por militares y servicios de inteligencia -dos de los cuales se infiltraron en sus filas- que por el pueblo destinatario de esa gran epopeya revolucionaria. Cuando el 9 de julio de 1963 Masetti redacta la carta dirigida al presidente Illia, el único medio que la publicará es Compañero, una revista de escaso tiraje dirigida por Mario Valotta.
Los guerrilleros ingresan desde Bolivia en septiembre de 1963 e inician los esforzados ejercicios militares en un terreno en el cual pocos estaban preparados para afrontar sus rigores. Los primeros muertos no caen bajo las balas de la represión, sino bajo las inclemencias de la naturaleza. Algunos mueren de hambre, otros se despeñan. Pero dos de ellos, Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald son fusilados o, para ser más precisos, ejecutados por orden de Masetti.
Sobre este episodio conviene detenerse porque, no sólo pone en evidencia las contradicciones morales de quienes optaron por la lucha armada en nombre del amor a la humanidad, sino porque cincuenta años después, y como consecuencia de las declaraciones de Héctor Jouve y la carta del filósofo Oscar del Barco, ambos militantes y simpatizantes del EGP, dieron lugar a un interesante debate acerca de la llamada moral revolucionaria de aquellos años.
Adolfo Rotblat tenía 21 años, era universitario y seguramente se ilusionó con protagonizar una épica semejante a la del Che y Fidel. Pronto el asma, la sed y el hambre afectaron su sistema nervioso y para los primeros días de noviembre era una piltrafa humana dominada por ataque de llantos y delirios. La resolución para ese derrumbe fue la ejecución, una decisión que generó algunas tibias oposiciones y que Masetti cumplió personalmente invocando la necesidad de fortalecer el temple revolucionario de la guerrilla.
El otro ejecutado en febrero del año siguiente fue Bernardo Groswald, cordobés, empleado del Banco Israelita y que se sumó a la guerrilla a pesar de las advertencias de algunos compañeros sobre su exceso de peso, los pies planos y una persistente miopía. Como Rotblat, Groswald se desmoronó moralmente y corrió la misma suerte de su paisano, porque -importa aclararlo- los dos ejecutados por Masetti eran judíos, un detalle que merece destacarse atendiendo a la originaria militancia de Masetti en la organización Alianza Libertadora Nacionalista, una agrupación fascista y antisemita en la que también militaron Rodolfo Walsh y Rogelio García Lupo. Seguramente, Masetti hacía tiempo que le había dicho adiós al fascismo de su primera juventud, pero habría que preguntarse hasta dónde en ese empecinamiento en ejecutar “quebrados” no gravitaba de una manera oscura y perversa el antisemitismo en el que se formó de la mano de Patricio Kelly y Juan Queraltó.
En abril de 1964, la Gendarmería, dirigida por el general Julio Alsogaray, liquidó militarmente al primer foco guerrillero de la Argentina. En la balasera, murieron cinco guerrilleros, un gendarme y se entregaron seis combatientes. Masetti logró escapar y se internó en la selva de la cual nunca regresó. Como escribirá Walsh: “Se ha disuelto en la selva, en la lluvia, en el tiempo; en algún lugar desconocido el Comandante Segundo empuña un fusil herrumbrado”.
La noticia sobre el fracaso de la guerrilla no llega a ocupar la primera plana de los diarios, pero unos meses más tarde adquiere estado público la ejecución de Rotblat y Groswald, una revelación que los guerrilleros sobrevivientes niegan en principio y atribuyen el rumor a una maniobra imperialista. Finalmente, se confirmó que las únicas bajas que produjo la guerrilla fue la de sus propios compañeros, una decisión que se justificó en nombre de la implacabilidad revolucionaria y las instrucciones de un código revolucionario que todos conocían y que anticipaba que desertores y traidores debían ser condenados a muerte, un destino que también le asignaban a los homosexuales, lo cual es un testimonio elocuente de los valores morales de quienes decían luchar por la liberación de los pueblos y la forja del hombre nuevo.