Por Bárbar Korol
Por Bárbar Korol
Escucho un ruido y me levanto de la cama. La claridad, que tenuemente desprende la lámpara de sal que está en el comedor, guía mis pasos. Busco a Covid, el cachorro herido, en el rincón donde lo dejé antes de dormir, pero no lo encuentro. Tomo una linterna y miro el reloj de pared. Son las tres menos cinco. En silencio, comienzo a iluminar los recovecos donde se pudo haber escondido. De repente lo veo. Está acurrucado muy cerca de donde yo dormía. Su mirada huérfana me golpea el pecho. Lo levanto y lo regreso al espacio que preparé para él. Ésta será una noche eterna...
La piel blanca con manchitas negras se pega a los huesos. Hace días que no come y no pude darme cuenta porque el cachorro no vive conmigo. No es mío. Durante la tarde lo vi tan decaído que lo abracé y lo traje a mi casa. Ahora, en penumbras, lo acompaño con caricias durante su triste agonía. La grave herida del cuello ya casi está cerrada. Pero la medicación era demasiado fuerte para su endeble estado y terminó de aniquilar sus defensas y su cuerpito maltratado. Con toda mi ternura, me quedo a su lado ante el desamparo de este amargo trance.
Amanece y Covid me regala unos ojos cargados de cariño mientras lloro. Lloro porque a pesar de todo mi esmero por curarlo no pude salvarlo. La esperanza me abandona al sentir el olor desagradable que emana de su fragilidad. Las lágrimas me invaden con su dolor lleno de impotencia, de reclamos ante mezquindades y descuidos ajenos. El perro se recuesta y mi mano lo sostiene. Estoy de rodillas ante la muerte que se lo lleva sin piedad. Me quedo a su lado acunando mi tristeza, con el desconsuelo borrando cualquier vestigio de vida. En silencio agradezco por este breve amor que hoy se va al infinito.
Busco una pala y elijo en el bosque un lugar para enterrarlo. Sus restos pequeños y fríos tendrán el abrigo de la madre tierra y el manto verde de algunos cipreses maquis y radales que circundan su tumba. Me despido de su alma con la paz de haber hecho todo lo posible, de haberlo querido hasta final. Regreso a mi hogar con la pena ardiendo en mis manos y en mi rostro. ¿Es justo tanto sufrimiento en un ser inocente? La pregunta se replica en mi interior indefinidamente. Hay cosas que nunca voy a lograr comprender...el abandono, la indiferencia, el desamor. El destino nos sacude y parece que cuesta reaccionar. Una rara sensación me espanta. La humanidad esta sumergida en una oscuridad con vacíos indescifrables. Y yo me quiero escapar.
Pongo la pava para unos mates y escucho que mi hija se despierta. La apoyo contra mí con dulzura y ella parece adivinar la ausencia que me conmueve. Sus dedos diminutos rozan mis mejillas. Tenemos que hacer un cantero de flores para Covid, le digo. Ella asiente. Las dos nos refugiamos en nuestra íntima comunión donde las angustias se alivian y renace la alegría despacio, y con asombro. El agua rechina en el fuego de la cocina y me apuro para que no hierva. Este será un día difícil. Le ruego a Dios que me devuelva la ilusión de un mundo mejor y pongo a tostar el pan para el desayuno familiar.