Como dirían los futboleros: “al menos las que van afuera, no las metamos en nuestro arco”. La parodia de votación de Patricia Bullrich -que requirió ocho intentos y un cambio de máquina- es lo que sucedió bajo las miradas de todo el país político, nada menos que con una precandidata a presidente. La historia se repitió en no pocas escuelas porteñas en las que el fallo fue ostensible. ¿Y qué sucede con lo que no se ve?
Es imposible verificar que el sistema electrónico sea inviolable. Sólo Estados Unidos lo usa -aplica sólo al 35% en sus votaciones- entre los países más desarrollados del mundo. El sistema electrónico no garantiza el voto secreto ni -peor aún- su fiscalización posterior. La seguridad informática puede ser comprometida en todo como en parte del sistema. La boleta impresa por las máquinas no resultó siempre legible al imprescindible recuento.
María Servini de Cubría, la jueza electoral nacional, advirtió 24 horas antes de la apertura del comicio sobre el grado de improvisación con el que se manejaron la empresa contratada para la instalación de las máquinas de votación, como el propio Instituto de Gestión Electoral de la Ciudad de Buenos Aires. Los hechos le dieron la razón.
No se tutelaron los derechos de la ciudadanía, las condiciones de seguridad ni las auditorías indispensables que la autoridad electoral nacional requiere desde 2016 para la incorporación del voto electrónico.
¿Es obsoleto el papel? El secreto de su fabricación le fue robado por los árabes a los chinos en la batalla del río Talas (actual Kirguistán) en el 751 de la era cristiana; eso y la invención de la imprenta por el alemán Johannes Gutenberg en el año 1440, dieron origen a uno de los dispositivos tecnológicos más maravillosos de la humanidad.
Desde entonces es vehículo de democratización de conocimientos y de verificación autoral o contractual, sólo por mencionar dos ejemplos decisivos para el humanismo.
La tecnología informática ha llegado para quedarse. Pero su uso no es inexorable sino que debe estar sujeto a las condiciones que su aplicación debe procurar. No hay evidencia de que la electrónica garantice los fines del voto; al menos no para quienes defiendan la democracia.
Hay sectores en la política nacional que reclaman el regreso de la boleta sábana como formato para dar consistencia a los gobiernos que resulten de las urnas. Omiten referir a las prácticas del robo de boletas o de su ocultamiento debajo de otras propuestas.
Otros dan preeminencia a la decisión de los ciudadanos, y en ello se basan los promotores de boletas únicas de papel que garantizan a los electores la libertad de su decisión en cada categoría electoral, la posibilidad cierta e incontrastable de la verificación de su voto, y la certeza del secreto de su decisión.
El país político debe repensar seriamente por qué vuelca sus incapacidades al conjunto de la sociedad, a la hora de definir sus propuestas ante los ciudadanos. La ley de Lemas que padeció Santa Fe y que se aplica en Santa Cruz, San Juan o Formosa, es un esperpento que exhibe tal atrofia.
Es la Constitución Nacional la que consagra a los partidos políticos como instituciones fundamentales del sistema democrático, otorgándoles responsabilidades de organización y representación, así como “la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos”. Sus dirigentes deben hacerse cargo del mandato.
Mientras tanto hay que cumplir la ley en orden a la preservación de la República. Y para eso, mientras no haya evidencias en contrario -y en el mundo de la democracia no la hay- nada como hacer un buen papel electoral.